Dos relatos

Presentamos una muestra de la narrativa de esta escritora costarricense.

La Lucha, Bar

“Soy lo único en el mundo que no regresa de verte.”

 Alfredo Trejos

 

 

Conocí a un hombre que en cierta forma es como cualquier otro hombre, delgado, si acaso ronda los treinta y le gusta hablar con las manos. Es más bien altísimo y su piel tiene un color verdoso, sobre todo debajo de la zona donde debió crecer bigote y que hoy  luce bien afeitada. Este hombre no es común, para nada, lo supe cuando lo oí hablar de películas clásicas del cine norteamericano, bordeándome los dedos con sus dedos largos y preguntándome si conocía los datos de la primera cinta muda exhibida en una sala de Nueva York. Por supuesto que no. Y dejé que un dedo de los suyos, me hablara de Esperanza Iris y Las Compras del Carreón, de su abuelo y el viejo perro que le tenía miedo a los conejos y que fracasó en el intento de acompañarlo a cazar.

Aunque estos detalles a usted le parezcan irrelevantes y yo le diga que su altura lo hace verse más delgado y que los ojos se le pierden mientras habla con el vaso de licor en la mano y la mirada se le quede bailando entre las paredes del antro donde nos vimos por primera vez. Es de esos hombres que urgen ser salvados de sí mismos y vagan tal vez solo en busca de un espejo.

Las botellas detrás de la barra están colocadas en filas y son las etiquetas más coloridas las que el bartender deja de frente. Aquel hombre me hablaba como si hablara solo, pero sostenido por mi escucha.  Así continuó completando su monólogo sobre detalles de la zarzuela y la opereta de una época olvidada. Cuando llegamos a este punto, supongo que por más ebrio que haya estado, se dio cuenta sin dificultad que entre él y yo no había nada en común, excepto la ginebra del vaso, siempre entonando la voz y moviendo las manos como si  estuviera leyendo poesía, me preguntó:

─No sabés de películas y no te gusta cantar, ¿qué te apasiona?

Lo volví a ver como si no entendiera lo que preguntaba, como si la anterior conversación hubiera sido eliminada del registro, como si no importara que en aquel momento hubiera contestado a su pregunta con un, “me apasionan los duraznos en almíbar” o “lanzar piedras a los vidrios de la catedral”. Su reacción hubiese sido la misma.

Así fue como di con él esa noche de martes. Yo acababa de terminar mi turno y el aguacero había hecho imposible la huida. Preferí escampar justo en la esquina de aquel lugar y tomarme una cerveza antes que emprender la lucha con las ráfagas infernales del temporal, ahora que la calle se había puesto intransitable. Aquel hombre se encontraba ya en la barra con media botella adentro cuando yo pedí mi trago.

 Lo miré creyéndolo hermoso, desde su lugar, sentado en la silla negra e incómoda, recibí su sonrisa carnosa y le deparé una de las mías, con esa confianza que te dan los borrachos y los niños.

─¿Esperanza Iris?, preguntó

─No, no, se equivoca.

 

En otras circunstancias le habría seguido el juego, pero estaba cansada e irritable.

─Vamos, ¿está usted segura?

Suspiré con aire de tolerancia y afirmé con la cabeza. Son las ocho de la noche y hasta esta hora estoy segura de no llamarme Esperanza Iris. Traté de ser amable.

A esto, el hombre respondió sonriendo y acercándose más a mi lado, e insistió en invitarme a un trago para intercambiar algunos datos irrelevantes conmigo.

─Tenés el pelo muy negro, dijo. Comentario que me sorprendió pues aquel hombre parecía mirar solo hacia adentro de sí. Digo, como si se perdiera en un abismo inescrutable y aún así lo hiciera complacido. No sé por qué me recordó el insomnio de los peces, o la soledad de las piedras con que de niños atacábamos a nuestro reflejo en la poza.

Debo confesar que nunca antes me había pasado algo así, pero este hombre resultó ser una buena compañía para la noche. Olía bien y en el tono de lo que decía podía escuchar la cadencia de quien recita las peores desgracias y aún así, tiene a la audiencia conmovida e  hipnotizada. Así que por esa única noche pude escucharle de sus propios labios, mi historia.

Y en medio del barullo comenzó a hablar de Manuel. <<Manuel desde lejos, Manuel transitaba por el agua y se apresuró a bajar del barco, dijo. La turba  hacía que el olor se disipara lentamente por la borda.

Viajaba con dos maletas, una es difícil de portar y la arrastra frunciendo el ceño,  haciendo paradas cada cuatros metros, empujándola de vez en cuando con la punta del pie. El barco yace en el puerto de San Cristóbal como un animal enfermo.

Sobre la escalinata que se dirige al muelle desfila un puñado de seres cargando bultos. Manuel sacude la cabeza para apartar de sí la idea de las hormigas sobre el pan, el pan que comió esta mañana. Sacudirlas del mendrugo como si apretando los ojos fuera suficiente para detener aquella visión... Decide no incluirse en el puñado, espera desde la borda. Da tres puntapiés a la maleta y continúa. Esta vez con más prisa, quizá picado por la sensación de la cabeza, la escalinata desaparece con cada paso y se rasca los ojos cegados por el salitre.>> 

─¿Has sentido la brisa, Esperanza? ─me dice y prosigue con la garganta seca. Así que llena su vaso y el mío.

<<Manuel agradece la brisa. Se quita  la boina y se seca la gota aceitosa que le cuelga de la nariz. El día que llegó a San Cristóbal juró que nunca regresaría a casa. Sacó el pañuelo, envueltas brillaban las tres monedas y el puño de billetes arrugados.

Los compañeros de viaje hicieron apuestas. El primer día de fiebre, los zancudos lo devorarán, vociferaron todos. Los oficiales lo cercarán enseñando los dientes. Serán amarillos, lo retendrán unas horas y escarbarán los bultos. No intentará decir una palabra. Las orejas contraídas hacia atrás, y él elegirá llamarse Manuel para los trámites de  aduana,  como el contramaestre y le extenderá el cartón sin ocultar la visa estampada en negro, Manuel Stergios.>>

Aprovechando el silencio  que deja el trago le pregunto:

─¿Estás hablando de tu padre?

El hombre parece absorto en la escena, sin embargo vuelve a tomarme la mano dulcemente cuando me dice que Manuel era su abuelo y me la besa.

¿Has visto a alguien recién levantado del sueño? Todo parece estar bien pero algo de él continúa todavía del otro lado.

 

Alguien miró a Manuel desde arriba y le lanzó una frazada en medio de la noche. Fue una mujer. La mujer que sale de la carpa después del espectáculo. Él puede escuchar las voces aún cantando los versos de aquella última canción y las risas de los hombres desde la barra.>>

 

Los crujidos del hielo en el vidrio que se escuchan pueden ser los crujidos del hielo en el vidrio de este bar o de aquel otro, pero no importa. El hombre continúa viéndome las manos, besándolas.

 

<<El campamento eran diez tiendas enfiladas al borde del río. Alguien podría sospechar del asentamiento humano por el olor a quinina, sobre todo si es de noche y se sabe que el Darién es pantanoso y a la isla de Noa llegan noticias de europeos muriendo por los mosquitos, mientras arrastran toneladas de tierra.>>

 

─Casi amanece ─me dice ─Siempre querida, Esperanza Iris.

 

 <<Huele a sal. Los rayos del sol caldean la pequeña tienda.>>

 

 No consigo disimular mi turbación y vuelvo a tocarle las manos al hombre.

─Yo no soy ella ─le digo con tono sedante, pero lo dejo acariciarme las uñas.

El hombre prosigue como si no hubiera escuchado y me habla. Solo queda uno de los cigarros. Lo sostengo en la boca y me desabotono la blusa, entonces me doy cuenta de  mis uñas sucias y de que mamá, se molestará conmigo al verlas. Todo acá tiene un color diferente.

 

<<Manuel agradeció la frazada y supo que la mujer caminando a lo lejos era la cantante contratada para las fiestas de los administradores del campamento.

 

¿Querés que ella te cante, griego de mierda? Le gritó una voz desde uno de los balcones. Él levantó del piso el papel donde tipografiado se anunciaba el espectáculo, “La Cuarta Plana”.  Así supo de ella y la obra que la hacía viajar por América.>> 

 

─¿Hasta cuándo pensás quedarte? ─Me pregunta en voz baja como si no quisiera que lo oyera.

─Hasta que acabés la historia ─respondí.

─Mi abuelo llegó a Cartago entusiasmado por la ilusión de que hubiera mar en algún lado de la provincia, ¿sabés? ─Nos reímos juntos ─Fue un largo viaje desde el Darién.

Bajó del tren atraído por los ojos de la mujer estampada en el cartel. Luego supo que las mil cajas con sombreros y los baúles que subían al tren del que él bajaba llevaban el vestuario de los couplets, valses, czardas y chotis madrileños de Esperanza Iris. Él recuerda que era un martes cuando llegaba el tren a Cartago. Se cubrió con el periódico para no mojarse el pelo. Dejó las siete valijas que tenía entre las manos, se tropezó sobre los rieles antes de entrar a este mismo lugar, donde le contaron con algarabía de las tres noches en que Esperanza Iris y su Compañía se presentaron en el Apolo.

El viejo lamentó la suerte de no haber llegado una semana antes, pero decidió quedarse a vivir acá. Le ocurrió lo que a todos les pasa. Fundó una casa, la fábrica de confites, el puesto en el mercado, los cuatro hijos, cuando las aceras todavía resistían la lluvia. De estas cuatro paredes celestes, todos los martes, salía de acá, de La Lucha, con los ojos rojos, con la mejilla marcada con un beso de alguna dominicana. Unos días antes de morir, mi abuelo me hizo tocar una zarzuela en el fonógrafo y prometí que no lloraría por él hasta el día que la estación de trenes se cayera. Cosas de viejos. Ridiculeces, supongo.

Miro por la ventana. El temporal del Atlántico sigue dándole coletazos a Cartago y se vuelve una suerte peligrosa atravesar la ciudad de oriente a occidente.

─La estación se va cayendo, una lata menos con cada temporal.

─Ese día lloraremos todos, digo llenando de nuevo el vaso.

Para estas horas yo también he bebido mucha ginebra y se me ha soltado un poco la lengua. Ahora soy yo la que hablo y sonrío a medias. Miro a este hombre acariciándome las manos.

Él tiene las uñas cuidadosamente cortadas, las pestañas negrísimas a punto de cerrarse sobre los ojos que resisten. Sus manotas comienzan con un ritmo torpe a ganar peso y las siento sobre los huesos de mis muñecas. Lo veo abrir la boca ahora más lento, acomodarse los ojos, decir cómo he bebido hoy, Esperanza Iris.

 

 

La cabeza se sostiene por poco, la lleva a la mesa y la coloca sobre las manazas y la voz le tiembla y yo sospecho que en cualquier momento ese hombre altísimo se desmoronará.

Ahora soy yo quien le recorre el círculo de su muñeca y le consuela de un llanto irremediable que se anuncia como si todo el antro se llenara de humedad.

 

 

La  barbi

 

El día que la antipática de Guiselle había traído todas las barbis a la escuela, Catalina conoció la envidia. Se había dedicado a observar cómo las cuatro elegidas por la arpía, se dirigían de la mano buscando un espacio en el suelo para vaciar el contenido del bolsito rosado.

─Aquí las tenés ─la oyó decirles a las otras niñas mientras las muñecas, vestidos y zapatos rodaban sobre el mosaico de colores. Una montaña de ropa diminuta y accesorios rosados fue colocada frente a sus ojos.

De espalda sobre la pared del pasillo, Catalina pudo escuchar cómo las niñas suspiraban mientras deshacían los nudos de las largas cabelleras y le probaban a las muñecas los vestidos de chifón que se les atoraban en las tetas.

Semanas antes, ella había traído sus muñecas regordetas sin ningún éxito, de esas que su familia solía regalarle en todos los cumpleaños, y que cada año, le gustaban un poco menos.

A su prima Adriana también le habían comprado barbis. Se las habían traído del norte y desde el momento en que Catalina las tuvo en sus manos, supo que lo que deseaba más en la vida, era tener una de las muñecas rubias, de cintura de avispa y delantera espectacular.

Su prima dejaba que jugara con ellas cuando Catalina la visitaba por las tardes. Tenía dos, una vestida de hada y la otra de hawaiana. Catalina se acercó a su madre con la barbi en traje de baño y anteojos de sol. Las piernas torneadas larguísimas de la muñeca terminaban en una perfecta punta. Una diminuta sandalia rosa cayó sobre la mesa del comedor donde tomaban café su madre y su tía.

─Mami, yo quiero una.

─Esas muñecas no son para niñas. ─dijo su madre ocupada en las imágenes que saltaban a latigazos del televisor de la cocina─. Luego le puso mantequilla a la galleta, sorbió un trago de café y continuó conversando con la tía Fresia sobre la telenovela.

El suspiro de Catalina no lo escuchó nadie.

 Parece que no había más posibilidad que conformarse con las bebitas gordas que tenía, hasta que Adriana, aburrida de jugar con las barbis, le heredara alguna. Claro que para esa fecha, ya estaría un tanto ajada y posiblemente con la melena mocha.

─¡No se hable más del asunto! ─Y así fue─. En casa no se hablaba de muchas cosas y los adultos determinaban la importancia y el orden de los eventos que marcaban las vidas.

Una tarde el sol se puso anaranjado y la chiquillada desbordó las aceras. La tribu de niños correteaba con ardor y todas las puertas lucían abiertas. El barrio era un bloque de casas siamesas que se enfilaban sobre cincuenta metros de cuadra.

Catalina sintió ganas de orinar. Así que pidió una tregua a los demás niños, se quitó los patines para no rayar el piso como había ordenado su mamá, y con ellos debajo del brazo y en puntillas, entró corriendo a su casa en busca del baño. Sintió como un hilito tibio empezó a humedecerle los calzones y apresuró el paso. El teléfono comenzó a timbrar desde la sala.

─Cata, ¿sos vos?, ¡Contestá, puede ser tu papá! ─gritó su madre desde la pila con los vasos y platos nadando en jabón.

Era bastante tarde y ahora irremediablemente tendría que cambiarse el calzón. Así que pegando brincos, dejó los patines a un lado y contestó la llamada con una de las manos entre las piernas.

─¿Aló?

            ─Aló, repitió Catalina frente al silencio que se escondía del otro lado.

Entre cada palabra un pitillo robótico marcaba las segundos. Cuando estaba a punto de colgar,  una voz de mujer preguntó:

─¡Hola, Cata! ¿Sos vos?

─Sí, contestó Catalina tratando de reconocer aquella voz tan fuera de su repertorio familiar.

─Marvin me ha hablado mucho de vos. Vos no me conocés, soy la Macha, una amiga de tu papá. ¿Cuántos años tenés ya? ¿Nueve, diez?

─Ocho, voy para nueve ─respondió apresuradamente Catalina sintiendo reventar la vejiga.

─Yo vivo en Estados Unidos, ¿sabés? Cuando vaya allá te voy a llevar un regalo y le pido a Marvin que nos presente.

Catalina optó por sentarse en el piso y arrugar la cara lo más fuerte que pudo. Luego siguió apretar las piernas, jalar más duro con la mano, pensar en que no se orinaba ya. Contener, contener…

─¿Te gustan las muñecas?, preguntó la mujer en medio del pitillo que marcaba la llamada de larga distancia.

─Ya estoy grande para eso, dijo Catalina pensando en sus bebés gordas.

─De seguro que te gustan las barbis. Aquí son las muñecas de moda, todas las chicas las quieren. La próxima vez que vaya, te voy a llevar una. Sentenció la mujer del teléfono antes de preguntar: ¿Y Marvin?

─No está.

─Gracias, mi reina. Guardame el secreto de que lo llamé. Yo llego por allá en marzo, vas a ver que barbi tan linda te llevo.

La tarde pasaba lenta. Los hijos de los vecinos todavía jugaban al fut y patinaban por la acera. El Chevy rojo de Marvin se estacionó sobre la entrada tumbando un árbol recién germinado de pitanga. Catalina recuerda que sobre el piso quedó una manchita de 

orines, que su madre lavaba platos vuelta de espaldas y que esa tarde no sacó más los patines. A la semana siguiente, Marvin empacó sus cosas en tres maletas que puso dentro del Chevy rojo. Había llegado marzo, con las flores de todos sus árboles explotando en el paisaje.