Bajo las sábanas grises de la memoria

Selección de poemas de Erick Arévalo (El Salvador, 1989) 

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Noche de los sin nombre

 

Sobre mi techo pasa un camión que rompe el silencio de la noche;

es la hora en que la ciudad grita por ayuda

y los ángeles son violados por vagabundos

      atraídos por el afrodisiaco olor a pega.

 

Este es mi melancólico nirvana

adobado con la tristeza de todos los sin nombre,

de hijos que sobreviven al aborto de su patria

en inviernos de alcohol para calmar el frío

  y fueron traicionados por un beso del concreto.

 

La alegría no conoce nuestro domicilio,

el hambre se sacia con la sagrada voluntad de los contenedores

y la lástima que recibimos en la palma extendida.

 

Como hoy la suerte me sonríe,

puedo descansar en la mísera duermevela,

cobijo mi rostro entre los titulares de un estrujado periódico

y guardo los recuerdos tras los párpados

         una noche más.

 

La carne y la nada

 

Siempre que hablo de mi carne

las palabras dicen:

noche, melancolía, crepúsculos cansados,

nombres olvidados.

 

Es que fui hecho de los días

que no me encontré en las palabras,

me juré que ninguna combinación

merecía levantar las arañas de la cama.

 

Nada resplandece en las pupilas de la generación del dolor

y los traumas de la leche.

 

Cuando hablo de mi carne,

es una palabra llena de sin sentidos

que habita el poema sin ser nada,

pero roja, sangrante, pútrida,

excitada por los hervores de la muerte

porque al fin ha sido nombrada.

 

En fin, mi carne es un Lázaro

en las pupilas de quien grita

¡Levántate!

 

Alana

 

Alana lanza su nombre como enjambre de moscas que nunca

reconocerán mi cuerpo,

territorio amoratado donde he creado una catedral donde habitan

larvas

incubadas con nuestro amor.

 

Alana, dejemos que los ríos de sangre

que brotan de mi boca

lleguen al océano,

donde la arena y la espuma

nacen como una metáfora para el forense.

 

Yo, cuerpo inflado de amor hasta ser manjar de aves de carroña

te digo: no me ames.

 

He trabajado este tributo a la muerte con las caricias

de tus manos

justo antes de comenzar a llamarnos vida.

 

Alana, dejaré pendiente la definición del tótem del amor

como una posdata a lo inestable de mi voz,

como trofeo dedicado a nuestras lágrimas.

 

Alana, sonríe. Ha llegado el forense.

 

Suena el clic para las fotos en el periódico.


 

Rencor

 

Padre,

creé una catedral con la blasfemia de mis palabras,

dentro,

reina la alabanza

de niños cuya fe es vencida por los rumores de las piedras.

 

Padre,

no soy omnipotente

mi mano deja de temblar cuando guardo

dentro de ella

los lamentos de ángeles desgarrados.

 

He visto el infierno arder

entre los muslos de los herederos de tu reino;

tu sagrado cielo intacto

y el perdón hacia tus heraldos

se disuelve como un grano de arena en el océano de la ira.


 

Noche azul

 

Arde en mi pecho la voz de los desaparecidos por la noche azul,

lágrimas de madres se deslizan como hojas de afeitar

en mi garganta;

la desesperanza de la novia recién parida,

la promesa de amor disuelta entre el resplandor de una placa

dorada y sanguinolenta

que cuelga del tórax.

 

Hoy soy más,

soy la impotencia temblando dentro de mi puño,

harina que se aferra a las manos del panadero,

grasa bajo las uñas que delata el oficio,

conjunto de versos

que dictan inocentemente los condenados a guardar la esperanza

tras los barrotes.

Ahora que la muerte habita mis entrañas

busco que los susurros cincelen pupilas en nombre

de la conciencia

que la caligrafía de los atardeceres en el suburbio

transcienda más allá del alambrado eléctrico.

 

Si mañana de mi boca florece un racimo de moscas

espero que todas ellas lleven este mensaje:

 

Puede que caiga la lluvia

y borre mi sangre

pero nunca

las palabras que anidaron salvación entre sus alas.

 

 

Soledad de arrabal

 

Despertamos la noche

junto a las polillas sedientas que buscan el resplandor

del revólver,

junto a frenéticas sanguijuelas que aprendieron a succionar

la sangre del concreto

antes del amanecer.

 

En aguardiente se remojan las penas

para justificar el peso de lágrimas

que desgarran las mejillas con recuerdos.

 

Más de una noche hemos sido el animal que aúlla

nostálgico hacia la luna;

más de una noche nos embriagamos lamiendo nuestras

heridas.

 

Aguardiente y un corazón a medio respirar

es lo que resta de la última apuesta con el amor.

 

¿Quién diría que lo eterno es un nombre

atravesado en el insomnio de perros cansados?

 

La noche sólo es noche

cuando cuellos cabizbajos de farolas vomitan su luz

y develan el bautismo en nombre de la soledad.

 

¿Cuántas noches puedes seguir respirando?

Mientras el amor se lanza por la borda

y el aguardiente inunda las arterias,

limpiando saliva de bocas que no lograron arrancar el fruto

que florece de la tristeza.

 

De nada vale este invierno de sangre que hierve

desde la fiebre arraigada a mis huesos.

 

He nacido de vientres sin nombre,

con el corazón a media máquina,

soy el que consagra su fe entre noches y piernas

el que brinda a la salud de dios,

para olvidar que las heridas respiran sumergidas bajo el dolor.

 

Sobre la memoria

exhumaciones de lágrimas.

La muerte saborea sus labios cuando de mi mano resbala

el cigarrillo,

acortando la distancia de nuestro beso definitivo.

 

¿Cuántos versos quedan antes que el arcabuz enmudezca la luna,

y la pólvora y las luciérnagas

sean las últimas en apagar la noche?

 

¿Cuánto nos queda, aguardiente?

¿Cuánto nos queda, corazón?


 

Primera lágrima

 

Mi primer amor,

nació con la dulzura de la muerte enclaustrada en las venas,

nuestras manos resguardaban el secreto del tiempo.

Echar la mirada al edén de la infancia es escuchar al oráculo

de una vida marcada por aves arrancadas de los cielos

por el vómito de la escopeta.

Pestañas y cofres,

párpados y candados,

pupilas que nunca verán la erosión de mis mejillas ante

los ríos de sal.

Duerme, bajo las sábanas grises de la memoria

el sabor del grano de arena no digerido por el reloj.

 

La voz se extravía en el grito desgarrado de los años

y al diezmo de todas mis lágrimas

lo acompaña una súplica inmolada en el ardor de la nostalgia.

No soy más que invierno

desde que la dulzura de la muerte

segó la cosecha primera

en un corazón que canta la desesperanza.

Un hombre camina sobre la hiel

con una niña de azúcar atravesada en el pecho.

La lluvia purifica el paladar.


 

Flash bang

 

Como rugido de león atravesando una jungla de tímpanos,

Marcha indemne, fragmento de metal en busca del oasis

de la sangre.

 

La retrospectiva de su nacimiento siempre desemboca

sobre un mar de lágrimas,

la evocación de su nombre siempre deja a su paso la firma

del dolor en los reglones de la memoria.

 

Aquí, donde velamos nuestra muerte por adelantado

dejamos plegarias ardientes en las bocas de los cañones

Y toda la ira que no logramos desterrar

se transfigura en silencio,

ante todos los ¡BANG-BANG-BANG!

que arrebataron de nuestros jardines las flores

para ofrendarlas a los panteones.