Prófugo

Un cuento sobre el arte de erigirse luego de una infamia 

Separation | Thomas Hawk CC

 

Ernesto cerró muy bien las puertas, encendió las luces del patio frontal y el trasero. Las de la sala seguían apagadas. Se encerró en su habitación, dejó caer su cuerpo sobre la silla y apoyó sus pies descalzos encima del escritorio. Prendió un cigarro. Después del primer y profundo sorbo, repasó mentalmente las cosas que ya había hecho y las que aún estaban pendientes: El retiro de su dinero de la cuenta de ahorro, cancelar las deudas con la financiera, recibir su liquidación laboral. Todo estaba listo, salvo por la carta de despedida para Cintia. 

“Cuando leás esta carta, yo no voy a estar cerca…” no. “Al leer esta carta, seguramente estarás con…” tampoco. “Esta carta no es más que la última pluma que queda de…”. El hombre exhaló, era inútil ¿Qué se puede decir cuando ya nada se debería decir?

Lo cierto es que hubo mucho que Ernesto no dijo en su momento a Cintia, por ejemplo: Que siempre intentó, pero no pudo tomarse en serio su afición por novelas juveniles, que no fue capaz de concebir sus fines de semana escuchando música de banda, que temía perder su identidad rebajándose a ver las adaptaciones televisivas de “esa, su literatura”, que a pesar de eso la quería y aunque esto sí lo dijo en muchas ocasiones, puede que no se haya hecho entender o que en última instancia, ella prefirió no entenderlo; también empezaba a odiarla en menor medida.

Sintió el deseo de tomar el teléfono y citar a Clara, se abstuvo. Recordó el último y primer encuentro con ella en la fiesta de fin de año en la oficina. El brindis, la comida, la música, el vestido negro y ajustado que hacía resaltar la belleza de sus veinticinco años. Vestido que unas horas más tarde, Ernesto trataba de quitarle en el baño de un bar al que fueron acompañados por Emilia y Julio. Estos últimos se marcharon antes.

—Buenos días, editor— Clara salió del baño, soltó su cabello largo y negro. Las puntas de este cayeron sobre sus hombros. Se dirigió a la cocina dejando un rastro de gotas, volvió con una taza de café y la colocó sobre la mesa de noche de Ernesto. Él apenas levantó la cabeza, vio la taza, emitió un gemido y continuó durmiendo. 

El silencio de las calles y la brisa propiciaron que Ernesto se quedase dormido en la silla, como los días anteriores el cigarro se consumió sobre el cenicero. Despertó sobresaltado cerca de medianoche, fue a la cocina y preparó algo de comida. Una vez que cenó, buscó papel y lápiz para escribir la carta. Pensaba que la carta debería atacar a quemarropa a su lectora, pensó incluso que debía escribirla para que fuese leída por más de una persona (lo que seguramente iba a pasar).

“Soy un hombre ridículo, pero eso nunca me ha preocupado. A estas alturas pocas cosas pueden interesarme o dañarme más. Ha sido difícil alejarme de un lugar que tanto amé (tu cuerpo), pero la tierra calcinada no genera más retoños, aunque sea regada con lágrimas. Esta no es una carta rastrera, pensá en ella como la caja negra de nuestra caída con todo su miedo, dudas, rencor o esperanza. Ahora, en esta ciudad cansina solo somos dos sombras que se fragmentaron, vos te perdiste en nuevos sudores y yo en nuevos frutos. Me retiro. Le paso el puesto de editor a alguien más, ya estoy aburrido de editar a tan malos poetas que me recuerdan a esos personajes trillados de tus series. También renuncio a esta innoble servidumbre de amar seres humanos. Con todo, espero lo mismo que los hombres que entendieron su derrota, en otras palabras, que hay una fuerza mayor que me ata a tu cuerpo y a tu voz, que a estas alturas podría odiarte, pero ya no tengo energía. Este que escribe solamente dice adiós, un adiós denso, un adiós ridículo y necesario ¿Qué soy, sino la imagen del naufragio? Pero no tengo un barco por tesoro ni bandera de esplendor, solo un pañuelo rasgado que se ha pegado a mis heridas.”

Sus ojos brillaban, su respiración se agitaba. Ernesto al fin daba por concluida su carta. La leyó una y otra vez y aunque el pensamiento de que sería desechada sin apenas leerla lo asaltó, estaba decidido a hacerla llegar. No indicó el remitente, no firmó el papel ¿para qué? si todos son capaces de reconocer a sus muertos. Guardó la carta en una gaveta y se acostó.

A la mañana siguiente, se levantó temprano, terminó de meter en unas cajas sus libros de cabecera. Irónicamente eran los que estaban en peor estado, debido a su mala costumbre de dejarlos dispersos por toda la casa. A las 7: 00 a.m. llegó Natalia, su hermana menor, estacionó el vehículo. Al entrar pasó directamente al baño. Ernesto empezó a meter algunas cajas a la cajuela del carro. 

Natalia lo observó desde la puerta principal, qué pequeño se miraba el editor, el gran hombre de letras guardando sus cosas en el carro de su hermana, preparaba su huida como un artrópodo asustado. 

—¿Estás seguro de esto?— ella se apoyó sobre la puerta derecha del vehículo mientras miraba el vecindario, algunos niños esperaban el recorrido escolar junto a sus padres y otras personas salían a hacer ejercicios. 

—Sí— dijo, mientras iba y volvía de la casa a la cajuela.

—Creo que estás exagerando con todo este asunto, sí, ya sé que vas a decir y lo entiendo, pero … ¿irte por que las cosas no salieron como esperaste con Cintia ?— ella enarcó las cejas, en realidad era otro de los monólogos de Natalia, los que tenía cada vez que algo carecía de sentido común.

—No es solo eso, aunque tenga mucho que ver. Además, te voy a pagar el combustible y no es por nada, hasta te voy a ayudar a pagar la reparación del aire acondicionado.

—Serás mayor, pero has sido un baboso, tonto, siempre…— ella lo abrazó, no tenía caso disuadir a un hombre derrotado, era mejor eso a verlo atado a las ruinas de su Edén.

Se despidieron, a ella le esperaban al menos cuatro horas de conducción hasta llegar a casa de sus padres en las montañas de Matagalpa. Él, debería reunirse con el comprador de la casa y un notario para firmar los documentos pertinentes. A eso del mediodía ya todo estaba resuelto, tenía dos días para recoger sus últimas pertenencias o como él solía llamarlo “eliminar todo rastro”, después de todo se consideraba un prófugo.

La noche del miércoles la pasó en un motel. Esta vez estaba solo. Quedarse la última noche en casa le resultaba pesado, incómodo y poco práctico. No obstante, no solo estaba decidido a irse definitivamente de la capital. Llamó por teléfono a Clara, le propuso salir a tomar unas cervezas, para sorpresa suya ella accedió. 

Se vieron a las 8:00 p.m. en un bar del centro. La estancia no era muy atractiva: un corredor con mesas que giraba al fondo hacia la derecha terminaba en un patio, árboles de mango y algunos arbustos, más mesas y unos baños apenas funcionales. 

—Lo hemos echado de menos en la oficina— ella apuraba un sorbo de cerveza.

—También los he extrañado, pero estoy seguro que como todos me irán olvidando y eso está bien. Voy a descansar de corregir a tantos malos poetas y narradores. 

—¿A qué se va a dedicar ahora?

—Bueno, no lo sé con claridad, pero mañana a esta hora voy a estar muy lejos de acá y tendré tiempo para pensarlo. Esta es mi última noche en la ciudad. Había que intentarlo una última vez— Ernesto lanzó una mirada al cuello de ella y sus orejas pequeñas y redondas.

—¿Puedo preguntarle algo? – Ella se sentó al lado de él.

—¿Qué?

—¿A qué edad uno se aburre de su vida?— En realidad, Clara y casi todos los miembros de la oficina sabían o al menos podían especular el porqué de la renuncia, el porqué del repentino cambio en el semblante del siempre simpático Ernesto, el porqué a veces del mal humor y el porqué de sus desenfrenadas reuniones en algún bar capitalino un pleno lunes o martes. Nadie tuvo la imprudencia de insinuar las razones directamente, hasta ahora.

—Un día simplemente te aburrís, eso es todo. Quiero alejarme de acá. Quiero empezar desde cero y hacer algo diferente. Esto te cansa, creeme.

—Entiendo, pues qué pena. Su casa es muy linda, al menos tendrá tiempo para atenderla.

—Bueno, ya no me pertenece. La vendí.

—Así que va en serio ¿y en dónde se quedará esta noche?— una vez que lo supo, ella misma ordenó más cervezas y la cuenta al mesero, este último se acercó sin dejar de prestar atención al escote de la blusa que cubría a Clara.

Cogieron por un largo rato. Comieron, hablaron y volvieron a coger. Esta vez él pudo apreciar detenidamente su cuerpo. Sin embargo, también era bella e inteligente. A la mañana siguiente, se bañaron juntos. Parecían una pareja consolidada, puede que en ese preciso momento sí lo fuesen. Estaban desnudos, pero no solo físicamente. Ella habló un poco sobre su vida y él se sinceró al respecto de sus verdaderas razones para largarse. Clara tenía una hermana adolescente por quien velar y un padre ya jubilado. 

En efecto, su complicidad consistía en esa conversación desnuda, carente de pretensiones o engaños, carente de mentirse a sí mismos. No era necesario repetirse aquello que deseaban oír. La verdad y solamente la verdad tejió ese momento sencillo, pero revelador.

Al salir de la habitación, llamaron a un taxi. Partieron juntos, la primera parada sería la Colonia Centroamérica donde ella vivía con su familia. Se despidió de Clara con un abrazo y un beso en la mejilla como viejos camaradas. Ernesto se bajó del carro, abrió la puerta y le ayudó a salir. Antes de decir adiós, él sacó un sobre de su bolsillo y se lo extendió a Clara.

—Por favor, necesito que entregués esto.

Al leer el destino de la carta, la muchacha sonrió. Asintió. El vehículo arrancó a toda prisa y se perdió entre las estrechas calles del suburbio llevándose consigo la mano del editor que decía adiós a esta ciudad y a sí mismo. 

Antes de entrar a casa, Clara se percató que los recipientes de basura seguían en el mismo lugar de la mañana anterior. Destapó un balde y arrojó la carta dentro. Decidió tomarse el día libre. Una noche de despedida siempre es una buena excusa en Managua.

Aldo Vásquez

Nació en Nicaragua en 1992. Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la UNAN - Managua. Fue partícipe del taller de poesía del Centro Nicaragüense de Escritores en 2014, impartido por el poeta Anastasio Lovo y posteriormente (2015) del taller de poesía del Centro de Investigaciones Lingüísticas y Literarias de su universidad, impartido por el poeta Víctor Ruiz. Con el poemario "Cadencias" obtuvo el premio nacional de poesía joven Leonel Rugama 2016, poemario que se publicó posteriormente bajo el nombre "Sobre olas turbulentas de tu sangre" (Álastor, 2019). Colabora como editor adjunto en la revista Álastor.

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