Ontología de una sombra
Un análisis de la poesía de Alejandra Solórzano a partir sus dos libros más recientes.
La poeta mesoamericana Alejandra Solórzano es una autora que pertenece a un linaje muy raro de encontrar entre sus contemporáneos. Es posible que actualmente existan muy pocos poetas activos que asuman con tanta seriedad y talento esa originaria tensión dialéctica entre el lenguaje creativo y la disciplina del pensamiento.
Académica activa de la facultad de filosofía de la UNA de Costa Rica, es una poeta para la cual tanto conciencia histórica como la tensión del pensamiento docto no se contradicen, más que para retroalimentarse dolorosamente, con la tensión lírica de sus intensas exploraciones poéticas. Y si con ella aceptamos que sólo el lenguaje puede explicarse a sí mismo, puesto que si él es incapaz de explicarse ya no hay nada que pueda explicarlo (según afirma R.G Collingwood), arribaremos a ese territorio de la incierta certidumbre donde redescubrimos, acaso con asombro, que el lenguaje de la filosofía que nos heredaron los grandes filósofos no es en modo alguno un lenguaje técnico ( en el sentido positivista del término), sino un lenguaje pérfidamente literario en el sentido polisémico del concepto.
Alejandra Solórzano es una poeta filosófica. ¿Y qué verdadero poeta no ha de serlo?
Una mujer
estudia la geometría
la distancia más corta
entre un cuerpo y el suyo
el trazo de una paralela
con que dos bocas
dibujan una conversación al infinito
(…)
Una mujer
aferra a su pecho un astrolabio
y estudia el sueño como un eje sereno
y meditabundo
sobre el abismo de una sábana
(…)
Solo
un cuerpo se pregunta
un cuerpo reza
por el eco, el impacto
el sentido
que ocasionó otro cuerpo sobre el suyo
Euclides
Animal de lenguaje (ese término acuñado por los griegos antiguos como una propuesta aventurada para definir a los hombres y mujeres, en tanto que la designación del lenguaje y la comunicación lingüística, tal como lo apunta George Steiner en su estupendo libro La poesía del pensamiento, constituyen el atributo definitorio de identidad y pertenencia de la experiencia humana) no sería un término arbitrario para denominar el fuerte y conmovedor daimón que alienta la poética de los últimos poemarios de Alejandra Solórzano. Un daimón que se apodera, a través de un lenguaje indagatorio a veces violento, del diálogo con la tradición desde una tensa situación interpretativa donde el sujeto, signo que designa, participa y nos participa de ese devenir entre el silencio y el canto que constituyen la dialéctica milenaria entre la penetración del pensamiento y la aprensión de la realidad ex-puesta y ex-presada que ha desvivido a los poetas filosóficos y a los filósofos poéticos desde Heráclito hasta Safo; desde Arquíloco hasta Platón; desde Plotino hasta San Agustín; desde Netzahualtcoyotl hasta Octavio Paz; desde Hölderlin hasta Celan; en esa línea donde la filosofía y el lenguaje poético, peligrosamente, deshacen sus fronteras. Ahí transita descalza, con los labios sabiendo a ceniza y a espuma, desarraigada de todos los himnos públicos, la voz de Alejandra Solórzano. Porque a sabiendas de los límites mortales de las palabras, ella sabe que no sabe, y es este querer saber que precede su voz lo que la conduce, desde la militancia de sus límites, a una palabra poética, precaria y poderosa a la vez, a reconstruir el recuerdo y articular el futuro aunque sea en la oscuridad de los silencios históricos.
El primer libro publicado por Alejandra Solórzano, De vez en cuando hablo con ella (Editorial Folio, 114, Guatemala), es una plaquette de poemas y, como ella misma lo define, «un primer ejercicio poético, una abertura tímida sobre quién era yo en ese momento. Yo en el ejercicio autodescriptivo de cómo vivía una forma de amor en relación con mi soledad. Una suerte de espejo de quién era en ese momento». En esta afirmación de la poeta sobre su primera ascesis, encontramos no sólo a la pensadora, sino también una voz con capacidad histriónica para encarnar, a través del monólogo dramático, un diálogo consigo misma que nos presenta dos de las características más marcadas de su poética: la fuerte introspección meditativa y la capacidad para invocar otras voces en una dialéctica intensa, donde la soledad es un espacio conquistado por las voces al silencio o es el silencio enseñoreado sobre las voces falsas del «afuera».
El segundo poemario de Solórzano, Detener la Historia (Ediciones Espiral, 2015), abre con una pieza contundente dedicada a Evelyn McHale, la autora espeluznante del célebre suicidio más hermoso. Acaso porque la tristeza inefable, las ganas de morirse de gozo y sin explicaciones, con la belleza que eso implica en ciertos casos específicos de la historia, nos recuerdan, como a Camus, que a la larga el único problema filosófico es el suicidio.
Derribé mi cuerpo
mi rostro
perfectamente maquillado
desde el Empire State
junto a las fotos de familia
que guardé
en mi cartera de sobre
antes de partir
Una perla
cada palabra
alrededor de mi escote
guardaba para vos su ecuación (…)
La vida es eso amor
Una caída
Aferrarme al collar de perlas
con una mano
y sostenerme de él
con la ciudad a los pies
antes del salto
La vida es eso amor
Una caída
La dedicatoria detrás de las fotografías
una inscripción que te salve
desde el piso 86
de lo que alguna vez seremos.
Lo que alguna vez seremos no es amor, ni boda, el símbolo escritural del mismo, sino que seremos Nada, pareciera decirnos Evelyn a través de la voz médium de Alejandra (¿o es Alejandra lanzando un oráculo a través del rostro pleno de McHale?). Resulta sobrecogedor que esta primera sección del poemario, titulada «Vete pensamiento», inicie con esta imagen conmovedora de la suicida casi sonriente, aferrada a su collar de perlas, las únicas palabras posibles, y depositada en pose de bella durmiente sobre el techo destartalado de esa limosina de las Naciones Unidas. Como si el pensamiento que se ejercita alrededor de la belleza de esa muerte voluntaria fuese el pórtico para introducirnos en las escenas de iniciación que van a marcar el resto de la sección: El zambullirse en las raíces de la infancia; el referente con la presencia del Padre, el exilio y desarraigo («Reconstrucciones»; «Impresiones»; «Tatuajes»); la confrontación de sus íconos de adolescente («Confesión con Sor Juana Inés de la Cruz»; «Es cierto que hablé de Kant»), para guiarnos, a través de una latente melancolía con fondo de slow blues, por los vericuetos de las primeras experiencias amorosas de la salvaje adolescencia («Cartografías»; «Pole Dance»; «Wild years»).
Acudo feliz
para seguir con mis dedos y mi olfato
su relieve que respira.
Vuelvo de mi ayuno
a la fiesta nocturna.
Hundo en ella mi rostro, mis garras.
Poseo la tierra.
Soy un animal.
Sobre tu espalda miro la noche. Me elevo.
Soy un animal que ha venido para morder la tierra.
Las escenas nos muestran a la niña guatemalteca lejos de su vecindario de nacimiento, huyendo con sus padres de la represión violenta contra los líderes de izquierda hacia el único lugar donde el paraíso parecía cercano en aquellos días; los de los últimos estertores de la guerra fría. «Venís a explicarme, con tus siete años, cómo se lavan las tumbas de toda una ciudad» o «vuelvo a hincarme frente a la cama y repaso la lección de la escuela, mientras el cuadernito soviético recibe mis garabatos en una noche de 29 grados de Nicaragua». Es una estampa de la infancia cuyo trasfondo, a pesar del tono celebratorio, no esconde la tragedia individual y colectiva de los ochenta para los perseguidos políticos de ese entonces. Porque rápidamente el escenario cambia, desde las impresiones de esa niña pequeña, emocionalmente precoz, elegida Reina de los Carlitos (la Asociación de Niños Sandinistas llamada así en honor a Carlos Fonseca durante los ochenta en Nicaragua, la cual seguía los moldes cubanos de adoctrinamiento estatal en las políticas públicas de la educación primaria) gracias a su excelencia artística y académica, hacia las emocionantes escenas de la iniciación erótica, con su fuerte pathos de vida y muerte, de celebración y pérdida, que pareciera tener de fondo la lujuria mortífera de un ritual mexica con fondo de ácida música norteña.
Olvídalo,
no hablaremos más de la estación en Taxqueña,
la consternación sobre el andén
que me dejó inmóvil (…)
Ese chico de 9 años lo sabía
Y no había forma de disimular esto.
Le sorprendí hurgando mi gesto
mientras despertaba mi instinto asesino (…)
Ese pequeño dios musical y comerciante
lo sabía todo.
Yo también hui de esa tristeza fluorescente,
me dejé absorber buscando
salvación entre la marea humana
como un pez dormido.
Seguí empañando junto a los otros las ventanas.
Pude olvidarme de todo
casi todo.
(…)
A bordo, todos exhalan tibios suspiros que llevan o traen sus fantasmas, se conserva al vacío esta ciudad que arde. Aquí estamos y es verdad que soy otra tú que se inmola por el perfil solitario que encontró en la estación a las 2 de la tarde.
Confesión con Juana Inés de la Cruz
Una epifanía contemplativa tremendamente lacerante que la prepara para los años más salvajes, porque «La Verdad cualquier adolescente la sabe (…) es ahí donde el dolor debuta», y a nosotros nos prepara para la última sección del poemario, titulada «Leer la espuma», donde el ejercicio del lenguaje sobre la memoria histórica, la traditzio nutricia, hunde sus raíces en el sustrato nahuatl y mexica de su más profunda feminidad en pugna, para ofrecernos sus mejores cuotas poéticas mientras escuchamos una canción con acento a éxodo:
Hablé de mi niñez
de los viajes
de mi padre
de un tiburón de agua dulce
perdiéndome
entre las luces del Herediano.
Es cierto que no volveremos a vernos…
León Trostsky cuenta en algún lugar de su autobiografía que sus hijos, quienes desde pequeños lo acompañaron en su exilio por Europa y luego por América, solían aprender con una velocidad sorprendente el idioma de cada país que los acogía; una velocidad solo comparable con la que lo olvidaban para aprender otro nuevo idioma, cada vez que les tocaba mudarse durante la persecución internacional stalinista. La pequeña Alejandra sabe de esos éxodos, pero, al contrario de los hijos del comunista ruso, no olvidó ningún acento de la tierra que conoció en la búsqueda de su experiencia migratoria, sino que aprendió a leer la espuma de la historia desde el ejercicio del pensamiento desmitificador y desde la contundencia del lenguaje.
La segunda sección es mucho más agresiva en ese sentido. Pasamos de la anamnesis subjetiva al desmantelamiento de los ropajes lineales de la historia oficialista. Porque «La distancia es una niña profanando el pasado», nos advierte en el primer texto de esta sección, donde la evocación de un nombre turbulento marcará el tour de nuestro descenso a su propio Xibalbá, que a la larga también es el nuestro. No en vano ese portal infernal está señalado por unos versos de Olga Orozco. Y la figura de la Malinche va sustituyendo, como una terrible deidad subterránea, los referentes femeninos de la primera sección.
Una cicatriz que prolonga mi sombra
ese nombre incesante
que sube por mis remos,
amuleto y escondite imposible
para esta mordedura.
Ese nombre no es otro que Malitzín Tenépatl.
Seré obsequiada al Señor Quetzalcóatl
Seré obsequiada a los señores de Mayab
Seré obsequiada al foráneo Hernán Cortés
Seré obsequiada al capitán Alonso Hernández
Portocarrero
Seré obsequiada al hildalgo Juan Jaramillo
Seré obsequiada a Diego Rivera
Seré obsequiada a los historiadores
filólogos
políticos.
A cada boca seré un obsequio
cuando me llamen
Malinche
para decir
vendida
traidora
servil
interesada
puta
Seré un obsequio
hoy
mañana
y los días venideros
siempre a la víspera
de dejar de ser
y antes de presentarme ante mi última dueña:
Nan Kemé
Nanita muerte.
Si, como afirmaba H.G Gadamer, el modo específicamente humano de comprender es hermenéutico, puesto que como hemos señalado antes el modo de ser humano es de naturaleza lingüística, entonces estamos ante un texto que no hay que leer a la ligera, un pre-texto cargado cuyo proceso de interpretación interpelante de la historia nos propone una posible alternativa para la ontología lingüística. Los antiguos griegos, con los que Solórzano se encuentra familiarizada, propusieron el ónoma como la palabra indisolublemente ligada a la cosa, y nos sugieren que ser es ser lenguaje. En ese sentido, Malítzin ES porque la voz la nombra. La voz la invoca. Y con un giro de ironía agudísimo la desmantela de los accesorios violentos con que la historia lineal la ha aprisionado desligándola de su ser, distanciándola de su significancia original. Porque al fin y al cabo lo que hace que Malítzin aparezca ante nosotros con su oscura luminosidad es el lenguaje que la invoca en silencio contra la palabra de la historia pública que la acalla o la ensombrece. A través de la magia evocadora del poema el evento Malinche permanece y se reactualiza, de manera irreverente, desde la situación límite del sujeto evocador: la voz poética que lo reinterpreta desde su propio contexto. Sin querer caer en encasillamientos reduccionistas, uno detecta a la segunda y tercera lectura de este texto aparentemente transparente hasta rozar lo naïf, lo que Gadamer solía llamar la «historia efectual», es decir la capacidad de un nombre o de un texto, en tanto que acontecimiento histórico, para reactualizarse por el poder del lenguaje bajo la óptica de cualquier intérprete encarnado en cualquier tiempo.
Pero más allá de estas digresiones acerca del tenso diálogo con la traditzio histórica que esta segunda parte del poemario nos ofrece utilizando el tropo de la Espuma y del acto de leer como acto privilegiado de interpretación mnemotécnica con posibilidades verbales sibilinas, queremos centrarnos en el hecho del diálogo lúdico que la narradora lírica establece sin trampas ni pre-juicios con la figura de Malítzin. Ya no es Evelyn McHale dialogando desde la muerte con el prometido ausente, ni la niña asombrada de su sexualidad, atónita ante su epifanía, delante de su confesora femenina, sino la mujer desarraigada, asida a su voz, que interpela y se deja interpelar por ese texto encendido, fuego sagrado le llama, que responde al nombre de Malinche. Es una experiencia de descenso a las cavernas de la identidad y de la pertenencia. Toda la segunda sección pareciera un tenso contrapunto entre ambas voces, no un alarido lírico, sino un drama a dos voces:
El retorno es un espejo borroso Malítzín,
una siempreviva petrificada,
un viento preso.
(…)
Adoramos al tiempo
Aunque a veces se nos muestre incomprensible
Malítzin. (…)
Aunque a veces no conozcamos ya nuestros nombres,
pero sí el signo de la que mira desde nosotras.
Porque a veces para saber hay que ignorar, Solórzano se despoja de las nominaciones heredadas para recuperar su nombre y el de Malítzin, en un solo acto de fundición y fundación de su identidad. Y por eso, con la música del Mictlán de fondo, el acto erótico se vuelve a convertir en un camino de regreso a la comunión entre lo interior con lo exterior:
Me encorvo
entre espuma
y tu humo de copal.
Mi sombra conmigo, mi hermana.
Sin ver tus ojos
tu espalda inclinada sobre mis pensamientos.
endureciéndome entre miel, guaro, humo
como si hubiese tratado de decirte: amor
en el momento más frío.
La muerte y el Eros definen la melodía de la espuma. Por eso el cuerpo, recién inaugurado, se convierte en el campo de batalla entre el tiempo y la experiencia mística del no tiempo, donde se puede detener la historia desde una cierta sed de eternidad donde lo único que perdura, si el oxímoron nos es permitido, es la violencia de lo efímero.
Mi cuerpo
es un Aj,
armadillo de bambú
trozo de panela
en la mano de una niña.
El fuerte pathos de Solórzano ha encontrado su logos. Y es en este juego del lenguaje que des-nombra para poder nombrar desde el origen que las preguntas vuelven a cerrar, serpiente que se muerde la cola, el ethos mismo del misterio:
Malítzin, camino de fuego, mujer que duerme
sobre preguntas:
¿Dónde dejaste la última palabra de este siglo
que fue mi insignia?
¿Dónde deberé buscarla, eco del cabello
de mis abuelas?
El pensamiento y el lenguaje han tergi-versado la historia. De esa manera el lenguaje ha redescubierto el origen bajo la historia oficial. Y esa imagen de la niña apátrida, errabunda sin nombre, que descubre el origen de su abolengo en el lenguaje de las abuelas, como si su patria fuese ese mismo lenguaje, es una imagen mucho más alentadora, y no menos poderosa, que la de la chica neoyorkina aferrada a sus palabras, sus perlas, sobre esa limosina destrozada, y que de manera íntegra jamás será la esposa de nadie.
El tercer poemario de Alejandra Solórzano, Todo esto sucederá siempre (Ediciones Espiral, 2017), nos muestra una voz más firme en su manejo de sus recursos retóricos. Todavía es una practicante de la economía verbal casi minimalista que trasluce cierta deuda con algunos poetas del pensamiento como Wallace Stevens, Marianne Moore y la que acaso sea la más poderosa de los herederos de estos: Elizabeth Bishop; amistad necrofílica reconocida por Solórzano en una reciente entrevista.
La estricta economía del lenguaje ya era una característica manifiesta en su anterior poemario, pero ahora los símiles ceden paso a las metáforas más directas, imágenes más atrevidas, aunque controladas con rigor para expresar, desde lo mínimo necesario y no lo máximo permitido, las más profundas experiencias de su introspección personal. El pathos de Solórzano también sigue guardando distancia con lo demasiado público y lineal, que para ella no es más que otra manera de nombrar la falsedad. Y aunque su emoción intensa, estrictamente vigilada desde su soledad innegociable, la conecta de manera subterránea con los otros en el pasado y en el presente como en un rizoma apasionante, su pathos, y por lo tanto su ethos, proviene más de la traditzio de Heráclito y de los poetas del intelecto que de cualquier forma escolástica de poesía confesional o testimonial o socialmente (entiéndase partidariamente) comprometida. Sería interesante contrastar, incluso en ese sentido, ciertas actitudes intuitivas de Solórzano con algunos gestos y visiones de Emily Dickinson en algunos de sus breves, pero luminosos textos.
Podría resultar interesante explorar por qué la mente de una niña inmigrante, formada en la tradición marxista latinoamericana en la época más álgida de la misma (la reina de Los Carlitos que al fin y al cabo era también una niña profundamente sensible e introvertida), llega a convertirse en una fuerte poeta de la introspección, en cuyos textos desmantela las pavadas de la retórica social de los mismos mitos del comunismo leninista. Los teóricos más famosos del marxismo aborrecen el yo. Y en esto siguen a Marx que despreciaba el culto al yo en el romanticismo tardío de su propio contexto. Se desprecia la excesiva individualidad, puesto que para Marx el yo es un mito. Hoy por hoy estamos claros de que hay mitos que son más reales que ciertas supuestas verdades históricas del qué hacer político. Y que para muchos de nosotros las poéticas marxistas también son un mito desmontable; un tótem con una alta dosis de aburrimiento al que no dejamos de acercarnos con cierta sensación de abulia (siempre y cuando la policía estatal lingüística no nos procure la repentina emoción de ponernos al filo de las rejas, como por desgracia sigue aconteciendo en ciertos ministerios públicos en algunos de nuestros países). En todo caso, hablando del ethos de la poética ascética de Solórzano, una de sus originalidades, que agradecemos como eventuales consumidores de poesía, es que ella es un ejemplo vivo de lo difícil que es la subjetividad genuina, y que precisamente es de ahí de donde viene el pathos y el logos (y no de las meras fuerzas sociales), que caracterizan el fuerte perfil de su ethos. Y escribir desde las profundidades de su yo a contracorriente de quienes siguen en la moda de evitarlo (el yo) como si fuera el mismísimo diablo, constituye una de las fuerzas de su poética parricida. Por supuesto, ella sabe que el solipsismo lingüístico es imposible, pues toda palabra pronunciada, y en este caso escrita, expresa una interioridad construida (y des-construida) de misterio y epifanía. La forma sonora de una profunda realidad que se transforma en comunicación y en eventual comunión. La soledad solidaria de la que hablaba Octavio Paz, siguiendo a los existencialistas.
En Todo esto sucederá siempre, poemario dividido en tres secciones, esa subjetividad se enseñorea de sus poderes, limitados, pero eficientes: La economía verbal rigurosa, y el celo por su intimidad frente al mundo. El minimalismo nos asalta desde el primer round, en «Jardín Japonés», subtitulado significativamente como «ontología lítica del amor», donde la poética de las piedras es el fundamento para su reflexión sobre el arte como vehículo frente al tropo de la muerte. El tropo que ella hace comulgar con el tropo del cuerpo y del amor.
Por cada mínimo pedrusco
una palabra que no alcanza a decirse
mundos posibles para abrazar o separarse
despedidas aleatorias
una sola noche
y la copia de la copia de esa noche
en un eco al infinito
El Amor
o la Nada
y su reverberación.
El acto del amor como sinónimo de una destrucción celebratoria: «Tu desnudez por mi sombra». Como si el tú y el yo sólo pudiesen reencontrase bajo la música dionisíaca del origen. (cf. el exquisito poema «La Fuente» y el poema de cierre: «Feliz aniquilación del mundo».
La segunda sección, titulada «Sin auxilio de nadie», consta de diez y seis piezas meditativas sobre la pérdida amorosa, ese rito interior que es quizá el denominador común emocional más universal tanto para la masculinidad como para la feminidad, porque su duelo es también una prefiguración de la muerte.
Hago un recuento de tus miedos.
Guardo los míos.
-Que son buenos-, dije a la terapeuta. A la gata,
a la puerta, al siniestro vacío
que esconde la lluvia…
La vigilante.
La inmediatez de su pathos nos golpea y ya no sabemos definir la frontera entre la emoción genuina y el lenguaje. La soledad de Solórzano también es nuestra soledad en ese preciso instante. Y el silencio es la mejor manera de disfrutar del rompeolas pétreo de su palabra contra el maridaje.
En la tercera y última sección, ese silencio es un tropo del Vacío: «¿Qué soy? pregunté, y el bumerán del Vacío golpeó mis manos». Una imagen remota de la infancia, acaso la primera epifanía del amor que nos deshace el tiempo para detener la pesadilla de la historia, reaparece:
Un lago de suaves y piadosos movimientos
mi timidez de infancia
un tren viajando solo
a merced del viento
un tren alanceado
por suaves espadas de cálida luz
sin pasajeros ni estaciones.
El silencio
Como en El banquete de Platón, la pérdida amorosa provoca un cráter donde la identidad y el nombre parecen estar también perdidos, vaciados de sentido. La sabiduría consistiría en reencontrar ese nombre y esa identidad que nos define a partir de esas manifestaciones cotidianas no exentas de involuntaria soledad o de una dosis de humillación. Pero la literatura, por más que la meditación filosófica sea el núcleo de la experiencia sapiencial, no es más que una manera de buscar la sabiduría, pero jamás ha sido la receta para encontrarla.
Salir de la celda que hospeda la criminal
Monotonía
Caminar con naturalidad, eso es todo.
Como si nadie escuchara el compás que
esconde un ritmo feliz
escoltado por la tristeza que usurpó el lugar
de tu sombra.
En «Una bestia llamada Berkeley» (la tercera sección del poemario), el nombre y la identidad, luego de las elegías por los amigos, por los poetas que le han dejado flotando ante la cercanía de la muerte, en el punto culmen de la pérdida, se recupera gracias al poder invocatorio del lenguaje: «Frágil animal que baila en rito, Soy». Porque es la muerte de los otros, su inoportuna travesía sin adioses, lo que la regresa, a través del tono tenso de la elegía, a sus raíces y a su nombre. Porque la vida y la muerte son engendradas por palabras. Y, como diría Steiner, «la fuerza del silencio es la de un negador eco del lenguaje». Esa bestia que baila y se define es el animal del lenguaje. Incluso se puede amar calladamente, pareciera susurrar Solórzano en sus últimos textos dedicados a sus muertos, pero sólo hasta cierto punto. Porque la auténtica capacidad de hablar (o de re-signar al escribir) nos viene a todos con la muerte. De ahí el triunfo indiscutible de la elegía que hace hablar, desde la muerte repentina, ese estricto límite de la carne, la sabiduría del encuentro con el otro, y con los otros: los anónimos.
Voy a obsequiarte un pájaro que no necesita
nombre que viene solo y que no necesita ser
llamado como la muerte.
La Muerte de la única
y de las miles
que sos.
Esa imagen de la muerte del artista Francisco Auyón, la visión de la mesa de pino, y de los nombres de los masacrados en Guatemala durante el conflicto (la muerte anónima de la que huyó en su infancia), estampados en las columnas de una Catedral tristemente célebre, nos recuerda que la muerte, como el lenguaje, también es un camino hacia los otros.
Pero no quisiera quedarme con el tono agridulce de esa voz delante del tropo de la sucesión indetenible, sino con la persona de esta filósofa y promotora artística, incansable luchadora por los derechos humanos que, desde su más celosa intimidad, nos promete para un futuro próximo un arco considerable dentro de la poesía mesoamericana actual que a nosotros, a veces descreídos de una época donde la parafernalia y la estulticia festivalera se han enmascarado de buena poesía, vislumbrar una esperanza subversiva de que aún la palabra y la emoción genuina nos pueden desmontar, sin remordimientos, los mitos atroces de cualquier caverna.
La poesía, respuesta a este Silencio
cretino y frágil
el más nostálgico entre nosotros.
Nostalgia de la belleza y de la verdad. El ethos que justifica a regañadientes el logos y el pathos de Alejandra Solórzano. La muerte es cierre físico sobre el que no podemos gobernar… pero si ese Silencio se conquista de esa manera tan auténtica, entonces sólo la palabra puede congregarnos de nuevo para un festín de amigos, el ágape o banquete de la vida, en derredor de una rústica mesa de pino. Es ahí donde al menos seremos sombras con lenguaje. Espectros de aire con destino.
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Siguiendo este enlace puede leerse una selección de la poesía de Alejandra Solórzano.