Una nunca sabe
Un cuento de América Laínez, exclusivo para revista Álastor
Una nunca sabe
Se podría decir que, a sus sesenta y siete años, Socorro tenía cierta predisposición a ver el lado negativo de la vida. Cada mañana al despertar, aún sin salir de la cama, rezaba el rosario y hacía coronillas a la divina misericordia. Si al rezar se tropezaba con las palabras o se ponía a pensar en otra cosa, se devolvía al principio y empezaba todo de nuevo, y así cuantas veces fueran necesarias hasta que las palabras salieran fluidas y sin equivocaciones. En los peores días esa empresa le podía llevar un par de horas. Sin embargo, se sentía obligada a hacerlo porque rezar mal era indicio de que la jornada sería catastrófica. También la rodeaban señales mundanas que le indicaban si ese día le iba a ir mal, como que el pan del desayuno se le tostara al punto de ponerse negro, o que se le cayera el jabón de las manos mientras se bañaba. Y así pasaba la vida, envuelta en sus obsesiones y supersticiones: que los espejos, que la sal, los gatos, las escaleras… Cuando iba a la venta de la cuadra y la encontraba llena de gente, se quedaba casi en la acera, porque si entraba y hacía fila para acercarse al mostrador, quedaría inevitablemente debajo de una escalera que iba a un segundo piso. Entonces esperaba hasta que todo el mundo saliera o quedaran solo una o dos personas, pues así se podía acomodar. El problema era cuando llovía. La de la pulpería le decía: “¡Qué barbaridad, doña Socorro, se está mojando! Véngase para acá”. Y ella le contestaba: “No, no, aquí estoy bien”. “¿Entonces prefiere mojarse los pies?” “Sí, lo prefiero”. Y se quedaba mojándose los pies.
A Socorro tampoco le gustaba ser parte de grupos ni participar en actividades, aunque estas fueran de la iglesia; sin embargo, acabó por participar en la rifa de una lavadora con el fin de recaudar fondos para una campana nueva. Aceptó después de las muchas insistencias del párroco, pues sintió que si no le hacía caso al padre Felipe, Dios la iba a castigar con algún mal, y ella ya tenía bastantes. Ese domingo, justo cuando salía de misa, la llamaron a gritos para anunciarle que había sido la afortunada ganadora, y que tenía que quedarse para tomarse una foto con el padre haciéndole entrega oficial del premio. Al escuchar la noticia, Socorro sintió amargura en vez de alegría. La Sarita le decía: “Ideay, doña Socorro, ¿pero por qué no se alegra? Usted sí que es al revés”, y Augusto, que se la tiraba del bromista: “¡Pero alégrese, hombre, o regálemela si no la quiere!”, y la Gladys: “¡Pero sonría para la foto!” Y Socorro suspiraba y entrecerraba los ojos, haciendo una mueca que para ella era el mejor intento de sonrisa. Después de la foto, trataron de hablar con ella para organizar cómo iba a llevarse la lavadora a su casa, pero a Socorro le daba vueltas la cabeza y, haciéndose de excusas, se escurrió por entre la multitud diciendo: “Adiós, adiós, vean que ya voy tarde”.
Casi salía victoriosa en su huida hasta que sintió la mano gruesa de la Gladys que le agarraba el brazo. “Ajá, doña Socorro, no se nos escape ¿qué va a hacer con la lavadora?”, le preguntaba ella contenta, y Socorro le contestaba negando con la cabeza: “Nada. A mí no me gusta eso. Yo lavo la ropa en el lavandero. Nítida me queda”. Pero la Gladys le insistía: “Vea que lavar con eso es más fácil. En el lavandero es cansado ¿no le parece? Y más con sus problemas de piernas y de las manos”. Socorro hacía una mueca, y la Gladys seguía: “También la puede vender. La vende y se compra otra cosa, lo que usted quiera.” Socorro le contestó con la cara fruncida de lo harta: “Yo no tengo tiempo de andar vendiendo nada. Para eso hay que ser desocupado, y yo no tengo tiempo”. Y se fue apretujando su monedero. Mientras se marchaba, escuchó a sus espaldas la voz lejana de la Gladys diciéndole a quién sabe quién: “¿Por qué no se alegrará de haber sido favorecida en algo? Es que yo no la entiendo”. Pero Socorro sí se entendía: una no tiene que andar regocijándose en sí misma, porque por cada alegría vienen dos desilusiones. No hay que andar celebrando, porque una nunca sabe.
La verdad es que el apuro con el que se despidió de todo el mundo no se debía a ningún compromiso ni a ninguna urgencia. O tal vez sí: a una urgencia interna que le pedía alejarse lo más posible de toda esa gente. Dobló la esquina y caminó por la calle central. Se detuvo frente a los escaparates de una tienda de ropa de mujer. Observó los maniquíes vestidos con las imitaciones de las últimas modas, y pensó que esa era la ropa más fea y descarada que había visto en toda su vida, y que esas modas solo sacaban lo peor de las mujeres, aunque eso no era cosa nueva. Cuando era joven, a su hermana le encantaba ir a fiestas y comprar vestidos, y vean cómo terminó la hermana: con cinco muchachos y sin marido. Pero ella, Socorro Malespín, se podía enorgullecer de que en su casa nunca había tenido un solo espejo o artículo de maquillaje. Con sobresalto, distinguió su silueta reflejada en la vitrina: sus ropas opacas contrastaban con los colores vibrantes de los vestidos, y las canas despeinadas le sobresalían alrededor de la cabeza. Con un ligero temblor en las comisuras de la boca, se dio cuenta de que hacía varios años que se sentía una rara, como si fuera un animalito de la selva que trajeron y soltaron aquí, en medio de todo esto, sin aviso y sin explicación.
Espeluznada por su propia imagen y por ese momento de conciencia repentina, se echó a andar sin rumbo, dejando que sus pasos decidieran por sí mismos a dónde debía dirigirse. Caminó hasta llegar a los confines del pueblo, hasta el parquecito que estaba al lado del cementerio. Ahí no llegaba nadie, menos en domingo. Era poco probable encontrarse con alguien de la iglesia que le insistiera sobre el asunto de la lavadora. Así que se sentó en una banca y se quedó un buen rato viendo a las saltapiñuelas que brincaban de allá para acá y a las acacias que se mecían dejando escapar lagunitas de luz plateada. Socorro pensaba en cómo le fastidiaba que la Gladys (en realidad todos, pero en especial la Gladys) le preguntara siempre tantas cosas. ¿Y además qué? Ella nunca quiso ese premio. No fue como que ella lo deseó. Eso de aparatos nuevos implicaba para ella muchas cosas difíciles: desempacar, tratar de adivinar qué es cada cosa y a dónde va, cómo se instala, luego instalarla, ver cómo se enciende y cómo funciona.
Había permanecido más de una hora ahí, pensando, cuando escuchó el ruido de un vehículo que se aproximaba. Entre remolinos de polvo, Socorro vio aparecer a la Remedios Palomino, acompañada de uno de sus hijos. De todas las personas del pueblo, justo en un día como hoy, tenía que aparecer la Remedios Palomino. Al bajarse de la camioneta, saludó a Socorro con dulzura y con sorpresa:
—¿Cómo le va? ¿Qué anda haciendo por aquí solita? ¿Andaba visitando a sus difuntos? ¿Ya vio qué belleza de día?
Socorro hizo una mueca, la misma de la foto con el padre Felipe. Con curiosidad, y sobre todo con disimulado disgusto, observó a Remedios de los pies a la cabeza. Llevaba un vestido amarillo claro, ligero y sin mangas. Socorro pensó que esos vestidos que usaba retrataban a la perfección lo mustia que era, pero es que además de mustia era bien piruja, precisamente, porque era falsa. Muestra de ello era esa cara siempre embarrada de pintura. Socorro consideraba que las mujeres de cierta edad ya no deberían pintarrajearse, ya que ser piruja es malo, pero ser piruja y vieja es peor.
—¿Y quién ganó la rifa? Vea qué barbaridad que hoy no pude ir a misa. Tuvimos un almuerzo con la familia, por el cumpleaños de mi Juan. Y ahora lo venimos a visitar... Pareciera que fue ayer, pero quince años ya desde que se me fue, mis hijos estaban todavía tan chiquitos… Una ni sabe cómo sobrevive, pero no queda de otra más que acostumbrarse, aferrarse al Señor para pedir fuerzas y no morirse— expresó Remedios, con un tono de nostalgia que pronto cambió a una risa nerviosa que le tiñó la cara de un leve rubor. —Ay, qué pena, que esté diciéndole todo esto, doña Socorro, pero, pues, usted me entiende. Si hay alguien que me entiende es usted, ¿no?
Socorro asintió sin decir nada, pero no entendió o no quiso entender a la Remedios Palomino. A ella no le hacía falta su marido. Su repentina y pronta muerte un mes después de casados había sido una bendición. Nadie lo había mandado a andar de juerga en juerga buscando el peligro. Uno cosecha lo que siembra, pensó. Y dejó de ponerle atención a la Remedios y se quedó pensando. Remedios comprendió esto, y ella y su hijo se despidieron amablemente y entraron al cementerio. Socorro volvió en sí y entonces comprendió que no podía quedarse más ahí. A pesar de que no se quería mover todavía porque sentía las piernas cansadas, supo que debía huir para no volver a encontrarse con ellos cuando salieran y así no tener que escuchar más de la vida perfecta de esa mujer que solo tenía alegrías y cosas buenas que contar, mientras ella solo tenía reuma y una lavadora.
Mientras caminaba de regreso sin saber qué hacer y aún no convencida de ir a su casa, Socorro se dio cuenta de que ella ya no entendía al mundo. La Remedios Palomino sí que lo entendía. Con sus vestidos mustios avanzaba como una reina sobre las olas del tiempo. Sus zapatos de tacones bajitos calzaban perfectos a la medida del mundo y sus pasos iban al mismo ritmo que el de todos los demás. Siempre había sido eso que ahora llaman una mujer de negocios. Tenía la farmacia que le dejó el marido, y tres hijos varones, todos profesionales y guapos. Dos de ellos ya le habían dado nietos todos gorditos y blanquitos como los que salen en anuncios de pañales para bebé. Todas las tardes los sacaban a pasear en cochecitos, seguramente para que los vieran y dijeran "ay, qué bebés más lindos”. Pero eso de andar con los niños en la calle, de un lado para otro, solo podía terminar en dos cosas: enfermedad o mal de ojo. Y dijo en voz alta, sin darse cuenta: “Si fueran feos seguro no los sacarían tanto”.
Regresó al centro del pueblo y tomó una calle alterna para no pasar de nuevo frente a los vestidos espantosos. La frasecita de la Remedios Palomino no paraba de rodar por su cabeza: “¿Ya vio qué belleza de día?” Qué belleza de día… qué belleza de día… ¡Bah!
Decidió que tenía que regresar a la iglesia. Apretujó el monedero, levantó la cabeza y se sintió muy digna. Se acomodó el chal negro que llevaba sobre los hombros y con paso decidido se dirigió a la casa cural. Ahí estaba el muchachito ese, el hijo de la Gladys, el que siempre andaba con la jeta abierta como si anduviera perdido. Socorro le preguntó por el padre. El muchacho se quedó viéndola por un momento a través de sus lentes de vidrios gruesos y luego, con una voz débil y aguda, le dijo que ya se lo llamaba, y salió corriendo por una puerta.
Minutos después salió el padre Felipe, extendiendo los brazos, con una sonrisa cansada y diciendo:
—Doña Socorro, ¿en qué puedo servirle hoy? Estampitas ya no le puedo dar. Hay que dejar para los demás.
—Pero viera, Padre, necesito una de San Benito.
—¿Otra? ¡Viene diario a pedir estampitas de San Benito, Socorro!
—Bueno, está bien. Pero también vine a decirle otra cosa—. Miró de soslayo al hijo de la Gladys, que había regresado a la sala y estaba ocupado desempañándose los lentes. El sacerdote comprendió y dirigiéndose al muchacho, le dijo:
—Cristian, ¿podrías hacerme el favor de ir a regarme las plantas del fondo?
El muchacho tardó de nuevo en comprender la orden hasta que, sobresaltado y ajustándose las gafas, salió a cumplir su misión. Volviendo la atención a Socorro, el sacerdote la inquirió con los ojos.
—Vea, Padre, a mí me da mucha pena, pero la verdad es que yo no puedo llevarme ese chunche.
—¿Qué cosa?¿La lavadora?¿Y eso por qué?
—Porque siento algo en el pecho. Un presentimiento de que no puedo llevármela. Me la llevo si me da la estampita de San Benito, solo así.
—¿Pero qué me está diciendo, Socorro?
—Que solo si me da la estampita. Solo así me la voy a llevar. Para que me proteja de esa cosa. Si me da una, me la llevo.
El padre miraba a Socorro con ojos a la vez sorprendidos y agotados, y se sostenía la cara con la mano en señal de incredulidad. Le insistió que tenía que ser agradecida por las bendiciones que se reciben, que no son más que muestras del infinito amor de Dios hacia los hombres, a lo que Socorro le contestó que uno no tenía porqué hacer grandes las cosas, que no había que alegrarse por las cosas buenas porque no duran, y porque luego vienen las cosas malas, que sí duran. De manera inútil, el padre intentó explicarle cómo la mejor cosa de todas, el amor de Dios, duraba para siempre, pero Socorro le respondió resoluta:
—Vea, yo veo las cosas como son. Lo que pasa es que a la gente le gusta vivir en la mentira.
El Padre, agravando la voz y cambiando la expresión a una más seria, le dijo: —Socorro, lo que tiene que hacer usted es practicar la caridad—. Abrió la boca para decir algo más, pero un taconeo ágil irrumpió en la casa cural.
—Buenas… ¡Ay, mire, nos andamos encontrando por todo lado!—dijo sonriente la Remedios Palomino, dirigiéndose a Socorro. —Padre, vengo a hablar con usted porque quiero ayudar con lo de la campana. Yo lo espero, no hay problema.
Socorro, que hasta entonces había permanecido impávida y muy segura de sí misma, sintió que se iba a morir. Salió arrebatada de la habitación sin decir una palabra, con el ceño pesado, la cara distorsionada y todas las arrugas gravitando hacia la boca pequeña y contraída en un puchero. Confundida y abochornada, tomó el camino que la llevaba de regreso a su casa, y al llegar a la puerta sintió el alivio de estar por fin en los dominios que sí entendía. La casa estaba a oscuras. Esos días estaban oscureciendo temprano, y no habiendo pensado en eso, había olvidado dejar prendida la luz de afuera. Buscó las llaves en el monedero, pero no lograba diferenciarlas de las monedas. Le dolían las piernas y las sentía hinchadas. Se movió hacia un lado, buscando luz de la casa vecina, y sintió que aplastaba algo pastoso con el pie.
—¡Es que me voy a morir, Dios bendito!— exclamó.
Cuántas veces, cuántas veces no le había dicho a la vecina que el perro iba y se le cagaba (que Dios le perdonara la palabra) en la entrada de la casa. Era una gente nueva que recién se había mudado y tenían un perro ingobernable y costumbres sospechosas. Quién sabe de dónde habían salido porque no eran de las familias conocidas del pueblo. La última vez que fue a quejarse, se vio forzada a usar esa palabra, para que tal vez así la entendieran. Así hablaban ellos y tal vez así por fin la iban a entender.
Se quitó el zapato sucio, lo tiró a un lado y, malabareando, encontró la llave. Al abrir la puerta, comprendió. Vio en retrospectiva todos los acontecimientos del día, desde que se había despertado hasta el momento actual en que se encontraba en el umbral de la puerta, temblando de furia y vergüenza, con las piernas adoloridas, ridícula, solo con un zapato puesto y el otro tirado lleno de caca. Todo cobró sentido. Recordó que esa mañana, mientras rezaba el rosario, el perro de los vecinos no había dejado de ladrar. Se desconcentraba en cada ladrido y había tenido que empezar el rosario varias veces desde el principio. Incluso se había detenido a pensar en esos vecinos indeseables que le daban tan mala espina: la madre de familia era una sinvergüenza que salía a barrer la acera casi en calzones, los hijos eran todos unos malcriados que pasaban peleando y siempre andaban la cara llena de mocos; el hombre, un borracho que pasaba todo el día dale que dale con una moto; y el perro, el perro que se le cagaba en la puerta y que al parecer amarraron luego de su última queja, pero como no le gustaba estar amarrado, pasaba chillando. “Lo habrán de haber soltado. Es que así son”, murmuró. Vio con disimulo la casa vecina y vio que, en efecto, ahí andaba el perro corriendo detrás de una pelota.
Al cerrar la puerta, Socorro, como todas las noches, puso el doble seguro con cadena, lo volvió a quitar y lo volvió a poner. Revisó que todas las ventanas estuvieran bien cerradas y alisó bien las cortinas para que no se pudiera ver nada desde afuera. Lo hizo de pura costumbre porque si algo confirmó ese día fue que se había empalidecido hasta convertirse en una pared blanca, casi invisible, que no le importaba a nadie. Intentó recordar la última vez que alguien había llegado a buscarla. No pudo recordar. Antes se peleaba con los testigos de Jehová y los mormones, pero se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que no se peleaba con nadie. Llevaba quién sabe cuánto tiempo viviendo su vida insignificante de pared blanca. Seguramente hasta su casa, pequeñita y sin pintar, se había vuelto invisible y pasaba desapercibida por los vendedores, los testigos de Jehová, los mormones e incluso los rateros. Aún así, fue de nuevo a revisar las ventanas y luego la puerta, y otra vez las ventanas y otra vez la puerta. Cuando al fin estuvo satisfecha y totalmente confiada en la seguridad de su casa, murmuró, como contradiciendo a otra voz en su cabeza: “Bueno… es que es por cualquier cosa, porque una nunca sabe”.