Apología lumbar

El novelista Maynor Xavier comparte en exclusiva el capítulo II de su más reciente novela "Apología lumbar" (Lector disléxico, 2024)

Deriva, fotografía de Gustavo Briceño Casanova

UNA ESPALDA ES un templo que pocos saben venerar. Vos lo descubriste a los ocho años gracias a tu hermana mayor. En su cuarto se había roto el espejo y, creyéndote dormido por una fiebre que te empezó la noche anterior, llegó al tuyo a medirse tres vestidos. Todavía recordás sus colores: uno rojo, el otro azul marino y el último, negro. Estaba invitada a una boda que se realizaría una semana después y a vos te pareció que con cualquiera de los tres lucía como una diosa.  

Se quitó el pantalón y la blusa que llevaba puestos y cambió su brasier por unas copas que sólo le cubrían los pezones. A vos no te interesaron tanto sus muslos definidos o sus carnosas nalgas, ni siquiera la suave curva de sus senos reflejados en el espejo.  

Sólo su espalda desnuda existía para vos en ese momento; esa espalda que parecía no acabar jamás, salpicada aquí y allá con lunares que insinuaban algún significado oculto. Durante setenta minutos esa espalda existió para vos y para nadie más. Tu hermana, sin darse cuenta, te iniciaba en una religión de la que vos eras el único feligrés y el supremo sacerdote.  

Al final eligió el vestido azul marino. 

 

A los once años ya no te bastaba con las imágenes que lograbas conseguir en revistas o periódicos, o las fugaces tomas que aparecían en la tele. Espiar a tu hermana había dejado de ser una opción unos meses antes, cuando se fue de la casa para estudiar en Managua. De todos modos, no era el riesgo de ser descubierto lo que a vos te interesaba, por eso empezaste a contemplar todos los detalles de la parte alta de la espalda de cualquier mujer que tuvieras a la vista, así alimentabas sin mayor peligro un éxtasis divino que apenas entendías y que te acompañaría por el resto de tu vida.  

 

*** 

La casa de las Mendieta era una vieja construcción de techo alto y de tejado. Después de la entrada había un pequeño vestíbulo; luego, a la izquierda, estaba la cocina, con un amplio comedor de cuatro plazas, el refri y el pantri; a la derecha, la sala, con sus paredes blancas de las que colgaban pequeños adornos y algunas fotos de las tres mujeres con el ahora fallecido señor de la casa, un sofá marrón y dos sillones alrededor de una mesita de cristal que siempre tenía el periódico, revistas o algún libro encima; en un mueble alto y de repisas, en el mismo espacio, había un teatro en casa de última generación con un televisor, y detrás de este, un acceso al garaje donde Ximena guardaba su moto automática y Elena, la Prado negra 2oo5 que su marido le había heredado; contiguo al garaje, con puerta hacia el interior de la casa, estaba la oficina de Elena con su escritorio, computadora y biblioteca personal. Luego de esa primera mitad de la casa estaban los cuartos. El de Elena, más amplio que el de las demás, estaba contiguo al de Ximena; seguido, un espacio para el lavandero y una reducida bodega con escasas herramientas; a la izquierda del pasillo, el tuyo y luego el de Alejandra; al fondo, un traspatio con un silencioso y olvidado limonero en el centro, debajo del cual había una mesa redonda de cemento; tres cordeles cruzaban hacia la casa, donde las tres mujeres colgaban su ropa lavada.  

La primera noche que cenaste con ellas descubriste otra cosa que te incomodó: había un gato, o más bien —lo que era peor—, una gata. 

—Se llama Ángela —te dijo Elena. 

Estaba echada en un rincón, perezosa e indiferente.  

—¿Le gustan los gatos? —te preguntó Alejandra antes de llevarse la comida a la boca. 

—Poco. Siempre me han parecido dañinos —dijiste cuando terminaste de masticar.  

Tu comentario no le cayó en gracia y lo notaste. 

—Esta no es así. Es una vaga, y una puta —dijo de golpe Ximena. Alejandra la acribilló con la vista. 

—¡No le digás así! —reclamó Elena—. Es cierto que tuvimos que esterilizarla. Cada año salía panzona y no les hacía caso a los pobres gatitos; nos tocaba a nosotras buscarles casa, bueno, a mí, porque estas viven en su propio mundo y sólo buscan la casa a la hora de dormir. 

—¡Ups! Parece que hablan de nosotras —le dijo Ximena a su hermana. 

—De vos, tal vez —le respondió Alejandra. 

—De ambas, no te hagás la desentendida —le reclamó la hermana. 

—Esta no es dañina —dijo Elena, retomando el hilo de la conversación. 

La gata se alejó de la cocina. 

—Sabe que estamos hablando de ella —dijo Elena.  

Que ni se meta en mi cuarto, pensaste, le puedo dar veneno. 

Alejandra tenía veintiún años y estudiaba Ingeniería en Alimentos; Ximena, treinta y dos, tres años de separada, no soportó el alcoholismo suicida de su pareja ni el maltrato verbal al que se exponía cuando él se pasaba de tragos; ella trabajaba en una impresora dentro de la universidad, de siete a cuatro de la tarde de lunes a sábado; Elena, viuda desde hacía tres años luego de que a su marido lo matara un cáncer en los pulmones tras una vida de fumador irredento, era consultora en una ONG y acababa de terminar un proyecto una semana antes que llegaras; cumpliría cincuenta y dos años en noviembre.  

Ella fue quien te propuso que desayunaras en casa para que redujeras gastos, el precio te pareció aceptable, además sería a las seis y media de la mañana, luego no las verías hasta las ocho o nueve de la noche, cuando regresaras de tu trabajo, pocas horas por si se ponían fastidiosas o vos pesado.  

 

*** 

Tus primeros cinco días en León fueron cansados, pero ya sabías a lo que venías; tuviste al principio tu desaguisado con el administrador y con uno de los guardas, nada relevante.  

La segunda noche, cuando volviste del supermercado, decidiste trabajar tu informe desde la sala. Sacaste la láptop de tu cuarto y te ubicaste en el comedor; en la sala, Elena miraba El curioso caso de Benjamin Button. Tenía una cerveza en la mano. 

—Si querés cerveza, tomá una de la refri —te dijo sin verte—; las compré hoy.  

No quisiste rechazarla. Apagaste tu láptop y la dejaste sobre el comedor. Te levantaste y cogiste una y la destapaste. Tu informe no era urgente, lo continuarías por la mañana; ella notó tu fatiga. 

—Parece que andás cansado —te dijo mientras te sentabas a su lado.  

Te imaginaste como jefe de la casa, acariciándole la espalda todas las noches, en ese sofá o en su cuarto, que también sería tu cuarto, y ella acercándose a vos, acurrucándose despacio hasta llegar a tu pecho, sintiéndose protegida bajo tus brazos, vos como esposo abnegado en el que ella buscaba refugio. Aterrizaste para contestarle: 

—Más que eso: aburrido —suspiraste con fastidio. Sorbiste la cerveza—. Siempre viendo que las cosas se hagan bien, que no falte nada en las góndolas, en la bodega, que el personal administrativo trabaje en tiempo y forma, que sea amable con los clientes. Nada nuevo.  

—Me imagino —dijo ella condescendiente—; yo he trabajado con grupos pequeños, grandes, en subgrupos, según el proyecto. A veces cuesta ponerlos en sintonía y que hagan las cosas bien —sorbió su cerveza.  

—Así es, ordenar cuesta, y se necesita paciencia de ambas partes. 

Asintió con la cabeza. 

Sorbiste tu botella.  

Se callaron para ver la película.  

En la escena, la actriz lloraba dentro de una piscina. Elena también lo hizo. 

—Lo siento —te dijo—; siempre me ha parecido triste esa escena. 

—No sólo la escena —dijiste—, toda la película lo es.  

Ella se enjugó las lágrimas; quisiste acercarte, abrazarla. Te imaginaste en el cuarto con ella, besando cada milímetro de su nuca, demorándote ahí, en ese territorio para vos inacabable, antes de ir también despacio hacia la parte media de su espina dorsal, y luego soplando con delicadeza desde ese imaginario límite hasta su coxis, ella sonriendo y suplicándote que la dejaras voltearse y la besaras desde el ombligo hasta su boca, y justo ahí morías mientras ella te decía que por favor no te fueras nunca de su lado, «quedate aquí conmigo, amor, soy tuya para siempre, mi señor».  

—Voy a la cocina por dos cervezas más —dijo al levantarse. 

—Está bien. 

Sorbiste lo que te quedaba.  

Estabas cansado y te dormiste en el sofá. 

Cuando despertaste, la botella estaba en el piso, cerrada, la película había terminado y Elena apagaba las luces de la sala; ahí te quedaste acostado, solo. 

 

*** 

Por la mañana, hacia el sur, el cuadro urbano matutino era el mismo: la sombra de las casas de la izquierda cobijando parte de las de la derecha; carros rompiendo el silencio, negocios abiertos ofreciendo zapatos, ropa y abarrotes; relojeros sentados en la acera de la sombra; gente que bajaba o subía el barrio San Juan; otros esperando la ruta que los llevaría lejos; en el parque, la estatua a la Madre con la frente hacia el oeste; lustradores y viejos bajo los laureles; la iglesia descascarada y gris siendo testigo de esa rutina, y tus pasos por las gastadas aceras.  

Por la noche, los faros como luciérnagas sepias iluminaban el barrio; quioscos de hamburguesas recibían clientes en dos costados del parque; familias veían la tele encerradas o platicaban en las aceras, y vos caminabas sin prisa hacia tu nuevo hogar. 

Entrabas a la sala, saludabas a quienes te encontraras, pasabas a tu cuarto, apretabas el interruptor y la luz de la ensortijada bujía blanca lo iluminaba. Encendías el ventilador y luego tu láptop mientras Elena te calentaba la cena. Comías, a veces Ximena se iba al comedor para acompañarte, terminabas de cenar, ella se quedaba en su cuarto o en la sala, viendo la tele con su hermana; entrabas a tu cuarto y seguías con tu informe. 

Miércoles jueves viernes sábado. La misma rutina. 

Domingo.  

Temprano te fuiste a Managua y el lunes a las siete y veintidós de la mañana estabas de regreso en León.  

Cuando abriste la puerta, escuchaste que Joan Manuel Serrat cantaba «Penélope». 

—En esta casa siempre se va a escuchar música mientras yo esté —te había dicho Elena el primer día, y no mintió.  

No dijiste nada, igual pasarías la mitad de tu día en el supermercado, así que no te afectaría. Todas las que escuchaste te habían parecido aceptables. 

Por lo menos tiene buen gusto, pensaste. 

Caminaste hacia tu cuarto y la encontraste en la cocina con una toalla color menta enrollada en la cabeza y otra, blanca, cubriéndola desde el pecho hasta los muslos; estaba sola entre las soledades de esa casa sin señor. 

—Buenos días. No te esperaba tan temprano —te dijo al verte, y siguió lavando trastes. 

Oliste su humedad.  

(Quitate la toalla). 

—Casi tarde, recordá que entro a las ocho —dijiste. 

—¿Desayunaste o te preparo algo? 

(Desayunarte quiero). 

—Sólo dame café. 

—Está bien. Dejá tu maleta y me acompañás a comer. 

Entraste a tu cuarto con ganas de que llegara, otra vez su nuca volvió a trastornarte, serías capaz de besarle cada poro de la nuca, ¿será que después que enviudó nadie más ha besado esa nuca de hembra altiva?, te preguntaste. Elena te trasmitía la calma de una amiga íntima, de amante comprensiva; estabas dispuesto a llegar tarde a tu trabajo con tal tenerla en la cama, con tal de que esos labios de señora besaran los tuyos, que recorrieras su cuerpo con tu boca, que te dejara acariciarla, disfrutar de esos blancos muslos que te dejó ver en la cocina, desprenderle despacio la toalla que tapaba la mitad de su cuerpo, que mostrara sus dos pechos para tu deleite y vos hundieras tu cara en ellos, amándolos mientras ella gustosa sonriera, rogándote ser profanada a esa hora que no había nadie más en casa, que la atenazaras con tus brazos, que tu sexo envenenara el suyo y luego retozaran juntos en tu cama al menos media hora. Imaginaste que entraba a tu cuarto y lo dejaba bajo llave; se desprendía de su toalla y descalza caminaba hacia vos y petrificado la esperabas; te tomaba la cara con ambas manos, te besaba, abrías los ojos y la mirabas sonreír, luego te empujaba hacia la cama. 

Tus sábanas olían a recién lavadas. ¿Tendrían el mismo aroma las de ella?, te preguntaste.  

Esperaste dos minutos mientras te ponías tu uniforme.  

Elena no llegó (¿habría notado tu lascivia?). Derrotado, fuiste a la cocina por tu café. En el pasillo te topaste a Alejandra, había olvidado algo que debía llevar a la universidad.  

Hubiera sido una muy mala idea que Elena entrara a tu cuarto.  

 

*** 

A la octava noche obtuviste un primer premio a tu voyerismo adormecido: mientras te afeitabas, decidiste despegar la imagen de un Divino Niño que estaba a un lado del espejo, no te gustaba; cuando entregaras el cuarto, la devolverías a su sitio. Descubriste entonces que la imagen servía para tapar un orificio que daba hacia el cuarto de Alejandra; un orificio minúsculo, pero que te dejaba ver con nitidez la intimidad de la menor de las Mendieta. Y justo a tiempo: había terminado de bañarse y posaba desnuda frente a su espejo rectangular. Se peinaba despacio. Sus piernas te parecieron más largas que como las habías visto; sus nalgas semejaban a dos pequeñas lunas paralelas en las que la luz de su cuarto hacía que brillaran como perlas algunas gotas que se deslizaban hacia abajo. Miraste esa espalda, la espina dorsal empotrada en la mitad, y las escápulas, dos continentes que se desdibujaban conforme cambiaba de posición. Sus pechos te parecieron del tamaño de dos pelotas de béisbol, y desde la distancia su entrepierna se veía como una dibujada línea vertical que dividía sus muslos.  

Apagaste la luz de tu cuarto. Disfrutaste sus movimientos, su desnudez silenciosa. Imaginaste ese aseo nocturno, el chorro sobre su cuerpo purificándola antes de irse a la cama, besándola por completo, ella un maniquí de carne y hueso, su cuarto el escaparate, habitáculo donde era una emperatriz desnuda. Imaginaste el color de su voz hablándote con respeto, sumisa; de rodillas te pedía que la gozaras y vos la disfrutabas así mientras la rodeabas, haciéndole su pelo hacia delante para descubrir el territorio de su espalda, su idioma lumbar, delicado, joven, catarata sexual su espinazo, bella mariposa disecada. 

Se quedó un rato de espaldas y de pronto se volteó y caminó hacia tu pared; tu reacción fue colocar la mano sobre el orificio. ¿Habría notado que la viste? Sospechaste que sí y tu corazón intentó salirse de tu pecho. Pensaste que mencionaría tu nombre y te reclamaría por tu voyerismo, y que encolerizada llamaría a su madre y a su hermana para comentarles lo sucedido, y esa sería tu última noche en esa casa.  

Te imaginaste deshaciéndose en disculpas y que ninguna de ellas creería tu versión; Elena, exaltada, gritándote, preguntándote cómo habías podido llegar al extremo de abusar de la confianza obtenida en ese momento y pidiéndote que desalojaras la casa desde ese momento; Ximena despotricándose en insultos contra vos, y Alejandra calentándote el rostro con un par de cachetadas. 

No pasó, Alejandra no notó que la habías visto. 

A las diez de la noche comenzó tu propio ritual solitario. Si al principio tenías ganas de cambiarte de casa, esa noche desaparecieron del todo.