Cuando solo el fracaso regresa a casa
Tras un año en la Universidad de Texas en El Paso, Mario Martz trae nuevo libro a Managua. Aquí, un comentario.
Mario Martz nos entrega en Los jóvenes no pueden volver a casa (Managua: anamá, 2017) un libro de relatos exquisitamente elaborado, donde la odisea inconclusa de los personajes —padres fracasados sobrevivientes de un conflicto bélico que nunca regresan al origen; hijos que se escapan del hogar desintegrado o de un padre abusador; hijas o novias que huyen hacia otros países con el pretexto de una beca o de una vida mejor (el eterno paraíso de los inmigrantes que, ya sabemos, se parece más a un infierno a la Hyeronimus Bosch); madres y padres que mienten y huyen; hijos que nada esperan desde la marginalidad de las calles o del tedio de un bar de mala muerte en la Managua de postguerra—, la odisea sin final de una búsqueda condenada al fracaso de antemano, es iluminada por la persistente orfandad que gravita en cada uno de estos relatos, una orfandad contundente, irremediable, apenas sosegada por la ternura de los amantes que saben que lo único perdurable es lo efímero o por la penumbra de una violencia latente, física o psicológica, que se respira en el aire desolado de cada una de estas historias.
Martz estructura estos nueve relatos en tres secciones de tres relatos cada una. En la primera, los tres relatos narrados en primera persona nos pasean por la Managua de la postguerra, un teatro de escombros y desempleo que, como un cráter humeante de la Centroamérica post conflictos bélicos, hace su aparición como un tótem maligno de la violencia sistematizada a la que estaría condenado el resto del istmo a partir de los años noventa. A través de los personajes narradores, la voz contante nos hace participar de los conflictos existenciales de esa juventud condenada a la ruptura y a la pérdida, a la alienación y a la muerte, a la soledad y al hastío. Hijos que ya renunciaron a sus padres. Padres que, impotentes, no renuncian a los fantasmas de sus hijos. La primera sección nos presenta dos historias que se convertirán en el leitmotiv de las siguientes dos secciones con un método cinematográfico como inspirado en el trabajo de Truffaut en su intenso hilo narrativo.
En la segunda sección se abandona la inercia en la acción que pesaba sobre el pathos reflexivo de la primera parte. Los personajes se vuelven mejor definidos a las primeras frases, y la exquisitez del estilo narrativo alcanza su mejores cuotas, a través de la misma narración tensa e impredecible de las tres historias, acaso las mejor logradas de todo el libro. Ahí se encuentran el conmovedor «Elisa vuelve a casa» y el espeluznante «Un hombre de bien», que nos enlaza con uno de los cuentos más experimentales y con mayor carga de humor negro, acaso bajo la sombra de ese gran maestro del relato contemporáneo que es Rubem Fonseca, de todo el compendio: «Personajes secundarios», de la tercera sección.
Es en esta tercera sección donde aparece el que quizá sea uno de mis cuentos favoritos de todo el libro: «El descenso». Martz se inscribe en la tradición de Chejov (que ya se sabe viene desde Shakespeare), para iluminar con una luz tenue, quieta, pero por eso mismo inquietante, los peligros mentales de la pasión amorosa y sus conflictos. La trivialidad, lo anodino del romance, no encubren la oscuridad a la que los personajes son sometidos a pesar de sus propias rutinas urbanas, corrosivamente degradantes. La voz narrativa logra expresar escénicamente, sin exagerarla, la banalidad cotidiana del amor a larga distancia, con su cuota de sexo a la nescafé y sus rupturas esperadas que nunca terminan de llegar, en una espera sin espera casi maniática, a través de un sentido profundo de la ironía y de la desolación de la vida de personajes condenados, a pesar de su inteligencia o de su talento, a una existencia alienada de la que no pueden escapar por más que se resistan.
Los dos relatos finales de este trípode estupendamente logrado nos remiten a historias y personajes de la primera y de la segunda sección (pero narradas desde otros puntos de vista), y otra vez la soledad y la incomunicación se convierten en los protagonistas del fracaso de estos personajes atrapados en una urbe destartalada del tercer mundo.
A través de los registros narrativos de Mario Martz, deudores (a través de Chejov) del Joyce de Dublinenses, del Hemingway de sus relatos urbanos, acaso del JD Salinger de Nine Tales, ese fracaso rotundo de los personajes de estos relatos adquiere ante nosotros un aura de misterio, una especie de dignidad en el silencio, cuya convicción solo puede expresar el verdadero arte. Y Mario Martz, en este su primer libro de relatos, tal vez muy a su pesar, y para alegría nuestra, ha conseguido con arte refinado ficcionar una realidad donde cada uno de nosotros, sus curiosos lectores, podría verse dramáticamente reflejado.
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