De acabarse Netzahualcóyotl o su canción
Pieza inédita del autor de Flojera (2012). Un viaje que lleva al protagonista a lo más oscuro de la noche...
Solo así he de irme?
Como las flores que perecieron?
Nada quedará en mi nombre?
Nada de mi fama aquí en la tierra?
Cantos de Huexotzingo
Soy la grotesca sombra de mi pasado. Hace un par de años se presentó en la Alianza Francesa de Managua Muchacho de Emmanuel Lepage. Tengo tan presente esa noche como si hubiese sucedido hoy: llovía. O al menos parecía que el cielo, un crisol frágil, se partiría en dos y sobre los barrios y asentamientos precipitaría una bomba de varios megatones, detonando la ciudad con una eficacia solo comparable a un globo de agua que estalla contra un hormiguero. Lepage era ameno, de presencia grata, un excelente conversador; sus interlocutores, una poeta y un periodista locales, hicieron de la presentación una velada decepcionante. El libro está ambientado en los años finales del régimen somocista y narra la saga de Gabriel de la Serna, un joven seminarista que, de la más brutal manera, comprenderá que una revolución no se sostiene solo con fusiles, necesita también una vuelta a la vida antes deshecha; que aunque el tiempo disponga de nosotros como los naipes marcados de un tahúr, no hay peor dictadura que nuestro propio miedo. «Dentro de ustedes hay una guerrilla esperando a levantarse» rezó Lepage después, para deleite del auditorio. Aplaudimos, fuerte y extendido; celebramos el trasnochado veredicto, su prepotente danza en un salón abandonado. El francés completaba el formulario obligatorio de quien trivializa los traumas que habitan esta fracción del mundo, todavía irracional e indómita para la otra gran parte. Esa misma noche, reveló que se encontraba trabajando en otra novela gráfica, una basada en la vida y obra de Ernesto Cardenal; una, a la fecha, sin ningún avancel. Así que he decidido, por lo menos, empezar parte de la labor que Lepage había prometido y que, al parecer, no tiene ningún deseo de cumplir. En el mejor de los escenarios, este relato servirá como un catalizador para su nuevo libro; espero contar entonces con los créditos de coautoría que la ley establece. Desde aquí una luz empieza a verter.
Tres días habían pasado desde mi llegada (¿días en realidad o la ensoñación de minutos acumulándose, enredados en mi mosquitero?) y seguía sin el más mínimo indicio de su paradero. Pero mis fuentes eran fidedignas: estaba en el país. Su ingreso había sido deliberadamente furtivo; tuve la certidumbre de que tanto sigilo solo podía deberse a alguna orientación del partido y eso no aminoró mi presentimiento de que algo andaba o saldría mal. Mi único entretenimiento era el lago: ver el sol encima, sobrevolando, como lo que antes pudo ser crisálida, antes larva y mucho antes huevo, me preservaba del hastío. Cada pirueta del jeep detonaba algo en mi pecho. Mi acompañante, un miembro del Ministerio del Interior, apenas volteaba a mirarme, y cada vez que lo hacía, el rabillo de su ojo derecho se convertía en un ratón de pradera, asomándose desconfiado por una madriguera de arrugas; no pronunció palabra en todo el camino, nada mayor que alguna sílaba suelta, sí, y cada una de ellas fue tan vigorizante y extraña, okey, como una suave corriente eléctrica o, todavía más desconcertante, el cariño de Kenia, ajá. Navegué por horas. O minutos, no podría asegurar ninguna de las dos. Una tenebrosa somnolencia se había instalado desde la puerta de mi habitación y la que después sería mi hamaca; acaso la misma somnolencia que él habrá experimentado mientras entraba por Costa Rica, manejando por el rompecabezas de la jungla. Casi puedo verlo bostezando al descender por el río, ese río que es carótida descubierta. Pero nada de esto era cierto, suposiciones solamente, jugarretas del ocio. Mi cabeza era un atolladero de sonidos, olores, cifras vagas. Recuerdo vívidamente, eso sí, a Felipe.
—¿Y cuántos días va a estar allá? —dijo encima del gruñido de los pistones. No sobrepasaría los dieciocho años; su pecho se abría como una falla geológica debajo de la ralísima camisa blanca, desabotonada, aleteando a favor del viento. La visera de su gorra le cubría generosamente el rostro, igual de inexpresivo y chamuscado; más que manos, sus brazos terminaban en ramas, largas y puntiagudas ramas sin hojas, ramas libres de pájaros y de canto, pero reconocí cuán idiota sería un árbol manejando una lancha de motor y le respondí.
—No sé. El que sea necesario.
El Cocibolca parecía un campo minado. Avanzábamos y las islas (toscas agrupaciones de lava volcánica, algunas; otras, matorrales insondables de serpientes y garrobos y alacranes), en lugar de eludirnos, salían a nuestro paso; islas que aparecían la dentadura incompleta de algún coloso de leyenda, dormido hace milenos, no por eso menos temible; islas, solo islas, pero encerradas por un hálito de magia. Aproveché al menos para tirar algunas fotografías: una libélula desciende a ras de las aguas, las fauces de una mojarra (¿lo era?) saltan desde la profundidad y el bicho es engullido. No supe por quién sentir lástima: si por el insecto que no vería otro mediodía así, o por la mojarra (lo era), cuya existencia se reducía a una rutina, a comer y nadar y otra vez nadar y comer, solamente, al igual que el resto de mojarras, sin derecho al desacato, sin derecho a equivocarse, cuando se trata en realidad de un deber. Terminaba de decidirme cuando Felipe me increpó.
—Me tiene que decir para llegarlo a traer.
—¿Qué día es hoy? —pregunté. Felipe me miraba con una incredulidad a veces denigrante, este pendejo no sabe en lo que se ha metido, eso o era mi falta de afición gestándose nuevamente, quién putas lo habrá mandado, pero de todas formas me sentía menos hombre que él, pobre reporterito, se piensa la gran cosa porque medio escribe uno que otro artículo para los sandinistas y ya cree que por eso todo mundo le va a dar lo que quiere, ni la Kenia le hace caso, bien equivocado anda, sobre todo acá, esta gente es huraña con los extraños, y más con aquellos que son extranjeros hasta en su propia época, y eso sí lo sé. Humedecí mis dedos pulgar e índice con saliva (íbamos rodeados de agua dulce) y repasé la esquina interior de mis ojos, dos pequeños desiertos privados.
—Es lunes —dijo.
—Entonces veníte el viernes —ordené.
—Bueno.
¿No estaba mi abanico descompuesto? Tomá este papel. Creí que la compa me había llamado a su oficina para eso, andá y que te den una cámara y de paso otro abanico, ya vi que ése que tenés no sirve y este vapor no se aguanta. ¿A Solentiname? ¿No había, en toda la redacción, alguien más convencido, no tan inseguro? ¿Cómo se lo explicaría a Kenia? Y a mí qué me importa que tu jefa te haya mandado, no entiendo por qué tenés que ir vos, eso es largo, me vas a dejar sola, sos un incomprensivo, yo con esta gran panza y vos allá vacacionando, qué deaverga estás vos. No comprendió que yo no había solicitado semejante compromiso: era mi obligación. Escuché detenidamente las instrucciones de la compa: la hora de salida, el aspecto del compañero que me recogería, con quién me quedaría en la isla, el número al cual llamar en caso de imprevistos, la clave; no retirarme hasta saber cómo entró, cuándo, para qué. Kenia fingía dormir la madrugada en que partí; ingenuamente me incliné para besar su mejilla y pretender que me sonreía en respuesta. ¿Fue así? ¿O sabiendo de antemano que su repudio nunca sería más fuerte que mi deber la dejé dormir? De haberlo previsto todo, ay Kenia, te juro que hubiese preferido quedarme con vos, vos y mi abanico descompuesto, para juntos ahogarnos en el infierno, en el maldito infierno de la maldita Managua.
—Ya casi llegamos —del desprecio de Kenia giré a la voz de Felipe.
—Mirá, muchacho, ¿cuántos años tenés?
—Dieciséis. ¿Por qué?
—No, por nada; ¿estás estudiando? —pregunté mientras le pasaba un cigarro.
—¡Bah! ¿Para qué?
—¿Cómo que para qué? Ahora ya podés estudiar, hombre, y con eso hasta podés conseguirte un trabajo en mejores condiciones. Te podés formar, para que accedás a otro tipo de oportunidades. Decíme: ¿no te gustaría aprender y servirle a la Revolución?
Un espantapájaros esperaba en el improvisado muelle de piedra. Eso pensé al principio, hasta que una pandilla de garzas merodeándolo, cada una más blanca que la anterior, me revelaron su figura como si emergiera de las aguas: era Cardenal. Ya más cerca, comprobé que, lejos de sus publicitadas boina, cotona, y sandalias, vestía una camisola inmundamente sucia (me enteré después que había pasado esa mañana entera reconstruyendo una pared de adobe en una casa de la comunidad, tarea que les resultaba sencilla, obtenían toda la materia prima del propio lago), un jean desteñido, botas de hule hasta la rodilla, y una pañoleta con la bandera gringa que le igualaban más a un turista que a un funcionario. Ustedes solo babosadas hablan, no establezco bien la respuesta de Felipe, me valen mucha verga ustedes y su revolución. Al desembarcar sentí un impulso, un entusiasmo que subía desde la tierra. La isla latía.
—Chavalo, ¿no te cansa hacer este viaje siempre? —Cardenal se dirigía a Felipe—. ¿Por qué no te quedás un rato y te regresás más tarde, ya descansado?
—¡Yo ni loco me quedo aquí!
—¡Va pues! —Su rostro se descompuso brevemente, perdiendo por segundos aquella sonrisa crédula de todas sus fotografías—. Allá vos, chavalo malcriado— dijo, luego Felipe arrancó el motor y se lanzó, junto con su lancha, por el precipicio del día. No sé si me aceptó o no el cigarro.
—Ajá, amigo, qué bueno tenerlo por acá.
—Buenos días, compa, mi nombre es —sin dejarme terminar, tomó del suelo mi mochila y la cruzó sobre su hombro; no dijo nada y apenas me sonrió empezamos a andar. Cardenal caminaba pausadamente, sin apuro; juro que parecía intentar que sus pasos se sincronizaran con los míos, como un árbol de levas, engrasado y en funcionamiento. En una revista había leído que Baryshnikov, cuando le tocaba presentarse acompañado, moderaba su forma de caminar, su manera de hablar, hasta su respiración, técnica que había aprendido de una tribu polinesia, y que repetía por varias semanas antes de subir al escenario, todo con tal de acoplarse al ritmo natural de su pareja. Me invadió una nueva duda: ¿cuál función sería ésa de Solentiname para la que Cardenal tan ansiosamente se preparaba?
—¿“Días”? ¡Si son casi las tres de la tarde!
Soplaba un viento tórrido desde el lago, un lago que era fiera asechándonos, expectante, truculento; trataba de dar con las palabras adecuadas para explicar mi presencia, compañero, me llamo tal–y–tal, trabajo en esto–y–esto, vine para así–asá, cuando un racimo de muchachos, envuelto por un bullicio agudo, pasó corriendo detrás de un balón; frenaron su juego justo frente a nosotros con un ademán de obediencia, una especie de saludo para Cardenal. Pensé, al inclinarse para tomar la esfera de cuero con sus manos, que los regañaría, vayan a buscar qué hacer montón de rejodidos, que los amenazaría, pero terminó pateando la pelota con una fuerza de alfeñique, mandándola a una distancia poco formidable. Los muchachos despuntaron de nuevo, como abejorros embriagados de juventud; imaginé a Gustavo corriendo con ellos, a su lado, empujándolos con los codos, haciendo trampa como siempre; Kenia viéndolo de lejos, sentada en una banca del parque, aplaudiendo cada vez que lográbamos encestar un tiro de tres puntos; Gustavo y yo retándonos, no te está viendo a vos, me vino a ver a mí, callando por todo lo alto nuestro innegable amor por Kenia. Pero nada tenía que hacer Gustavo en esa isla; nada tenía que hacer tampoco aquella noche, a él no le tocaba entregar nada a esas horas, qué carajos tenía que andar haciendo tan cerca de la casa de Kenia, el BECAT(1) lo encontró dando rondines por la calle, llaman su atención y él decide mejor correr, huir horrorizado, lo persiguen por varias cuadras, alguien saca el Garand, apunta y el silbido aceitado del fusil se escurre apretujado a través de las persianas, las hendijas, los oídos de quienes hasta el momento dormían, un aparatoso estruendo haciéndose eco en sus pesadillas más siniestras. Le revisan los bolsillos pero no lleva nada; no llevaba nada porque no le tocaba. Lo suben al vehículo herido y quizá todavía con vida; en el trayecto lo lanzan a la calle y se aseguran de arrollarlo varias veces. Saben dónde vive y lo tiran al porche de su casa, ensangrentado; la vieja sale y lo encuentra y lo abraza y repite su nombre varias veces pero no contesta; lava con sus lágrimas el rostro todavía tibio pero Gustavo insiste en su silencio; tras varios lamentos, pero por qué Señor, se da de golpes en el pecho, ay pero por qué me lo mataron Señor, sin parar de culparse a sí misma por un crimen que no cometió, ay mi niño. El viejo también sale y lo arrastra hasta el interior de la casa: el fardo le pesa, le duele. Revisa tus bolsillos pero no llevás nada; no encontró nada porque esa noche no te tocaba a vos. Desde el inicio no eras vos.
—Rodrigo, Rodrigo, vení ayudáme —uno de los muchachos regresó; Cardenal le pasó mi mochila y trazó unas figuras con su mano en el aire, a lo mejor indicándole, por tonto que suene, un mapa. Desestimé esa teoría y le presté atención a un batallón de zompopos que huían despavoridos de un ciempiés—. Qué cosas: de un rato para acá, fíjese, los zompopos se le corren a los ciempiés; antes se lo comían entre todos, pero ahora como que se han apendejado —detalló. Luego, se deslizó sobre sus talones, y notando que me había ganado cierto trecho de ventaja, preguntó—: Mire, amigo, ¿usted trabaja en «Barricada»(2), verdad?
—Sí, bueno, en «Ventana»(3), específicamente. ¿Cómo supo?
—Es que ustedes los periodistas todos se parecen —dijo en una sonrisa dilatada. Siguió—: ¿Entonces lo mandó Rosario(4)?
—Sí, sí, fue la compa Rosario. Vengo a levantar fotos de algunas pinturas —le mostré la Pentax asignada colgándome del cuello—; aunque en realidad, fíjese que me interesaría más ver algunas esculturas.
—¿De verdad? ¡Qué bueno! Ahorita uno de los muchachos hizo una de un pejelagarto con barro y balso, va a ver usted qué regia le quedó.
—Mire, compañero, la verdad —no me dejó terminar.
—Dígame Ernesto(5), todos acá me dicen así; menos formal, mejor.
Arribamos a la casa comunal; el piso era de madera, igual que las paredes, atiborradas con afiches de rostros proteicos, el Che, Ho Chi Minh, Lennon, todos avistando utopías en el vacío, como tratando de describir constelaciones a través de un telescopio dañado. Mi mochila estaba tirada en el suelo, sin la menor delicadeza; Cardenal me llevó hasta una esquina de la casa; una vieja hamaca agujereada, colgando de una alfajilla a otra, me recordó a las telarañas que se embrollaban bajo la Singer de mi madre. De allí fuimos al comedor, que también servía de cocina, donde me presentó a doña Adela, pero vos sentíte libre de decirme Adelita, amor, y antes de poder reaccionar, dejó frente a mí un plato de arroz, frijoles, tortas de sardinas (varias sardinitas envueltas en masa de maíz y achote, freídas en aceite y servidas calientes), maduro cocido y cuajada fresca; Cardenal cenó conmigo. Había oscurecido brutalmente. Pasamos de nuevo a la casa comunal; varios muchachos, adolescentes en su mayoría, cantaban en semicírculos, haciéndole anfiteatro a una guitarra y un cajón de percusión; aquellas cinco cuerdas gimoteaban con apabullante claridad. Charlaban de sus lecturas, la vida, sus días en la isla; recordaban sus antiguos visitantes, desde intelectuales en el exilio, banqueros de doble moral, pintores suicidas, yonquis de buen apellido en busca de guía espiritual, hasta misioneros, periodistas, cristianos que se decían comunistas, músicos, y una centena de malos poetas, poetas sin talento, poetas pueriles, tan especiales como una rara moneda acuñada siglos atrás, sin valor, y que inexplicablemente continuábamos y continuaremos leyendo. Caí en un sueño obseso, narcótico; reaccioné hasta la mañana siguiente, penetrado por un sudor glacial. Giré sobre un eje imaginario, todavía acostado, tratando de ubicarme; afuera, un gallo rearmaba los pilares del día, destrozado por los sapos; apartando el mosquitero, salté desde la hamaca y salí al patio. Caminé hasta el comedor buscando a Cardenal: vacío; marché a la iglesia, colonizada por el guano, vacía también. Regresé al comedor y le pregunté a doña Adela si sabía algo de su paradero; la anciana se encogió de hombros mientras bramaba algo inatendible, uuuuhhhh, y así se quedó con su canturreo, dándome la espalda, eeeejjjjkkkkllllrrrr, ignorándome. Consideré abrirle mi juego, mire señora yo vine a hacer una entrevista, no me hagan perder mi tiempo, poco me importa dónde estará Cardenal, ni me interesa, pero yo de esta isla no me voy sin lo que se me ha mandado a hacer, pero la vieja Adelita se defendió.
—¿No quiere tomar un cafecito? —preguntó con una dulzura torturadora, beatífica, anulándome por completo.
Ya nos habían presentado en la residencia del Comandante Tomás(6) en una fiesta durante una de sus visitas. Recuerdo que me le quedé viendo las manos, esas sus dos enormes manos, y sentí mucho miedo de estrechárselas, sentí que eran capaces de dar un apretón de rudeza sobrehumana, pero al mismo tiempo tuve la seguridad de que jamás incurriría en algún tipo de daño para otra persona. Era normal que se paseara por las calles de la capital con su cámara, como salido de algún cuento de Swift. Sus ojos parecían los ojos de un rinoceronte, atentos desde los costados de su tremendo rostro, analíticos, inspeccionándolo todo, cada persona que tenía frente a sí, convirtiéndolas en vitrinas por las que pudiera asomarse sin ningún atisbo de pudor. En su voz retumbaba el cielo mismo, como si cargara relámpagos en la laringe que luego masticaba, brrrooom, brrrrrooooom, brrrrrrrroooooooom. La gente simplemente se le tiraba encima, fuese donde fuese. Una vez, saliendo del Hospital Militar, luego de visitar a una niña(7), víctima de un ataque de la Contra, un maremoto de gente salió a su encuentro, cercándole el paso, y se necesitaron varios efectivos de la Policía Sandinista para salvarlo de aquel vergonzoso amurallamiento. Muy parecido ocurrió en un parque, cuando leyó varios de sus cuentos junto a Rogelio Sinán; yo estuve entre los presentes y uno de sus cuentos se quedó para siempre conmigo como un tumor ardiente: el narrador se pasea por la gélida magnificencia de París hasta toparse con unos rarísimos anfibios que primero le intrigan, le inspiran benevolencia, hasta sentir tanta complicidad que finalmente es uno de ellos. ¿Seríamos también nosotros, ante sus ojos, criaturas oscuras y torcidas, definidas por la cómoda indiferencia de una pecera? Siempre tenía ánimos para conversar de todo, excepto de literatura. Su humildad era su mayor virtud, o eso elogiaban por cualquier círculo, intelectual o proletario. Pero cada vez que ingresaba a alguna habitación, empezaban los rumores a agujerar las paredes. Ahí viene. La admiración que todos profesaban era remarcable, honesta. Qué grandote es. Era un personaje excepcional; ¿le comparé antes con un rinoceronte? Ese es el tal Cortázar. Era más bien un ser extinto; una especie prehistórica que vagaba resistiéndose a la muerte y al olvido. Dicen que se está muriendo. Un tricerátops en el Gran Lago de Nicaragua. Y encontrarlo era mi misión.
Me lo presentaron esa noche. Estrechó mi mano y dijo Bonne nuit, compañero, y lo odié de inmediato.
Valdría muy poco la pena reparar en los días que siguieron a ese primer encuentro. La vida de los isleños exigía no poca acción, sino su total ausencia: desayunaban a primera hora y luego leían la Biblia; trabajaban en sus huertas o pintaban (pude capturar algunos cuadros primitivistas con largas aglomeraciones de casitas y gente pequeña) o esculpían la madera, y paraban solo para almorzar; por la noche se reunían en la casa comunal, para conversar la lectura del día (la ley del tránsito de los cambios cuantitativos a cualitativos en las bodas de Caná), y fumaban y cantaban y bebían; lo compartían todo, nada les faltaba. Admití que una cofradía así solo podría tener cabida en el nuevo país que estábamos construyendo; qué mejor ejemplo de la Revolución, de su significado y su alcance, que esta comunidad, me dije. Pero esos hombres y esas mujeres eran solo una microscópica gota en el torrente de la historia. Llamarles vencedores era una total irresponsabilidad. La Guardia vino de San Carlos y lo quemó todo, mataron a varios de mis amigos, y me acuerdo que se reían los malditos, que se reían cuando te enterraban el fusil en las costillas, cuando te violaban, ¡jajajajaja!, pero yo sabía que eso no iba a quedar así porque quien ríe al último sale ganando y esos hijueputas no aguantaron la carcajada de Dios. Doña Adela me explicaba su versión de justicia divina casi todos los días; no entendía la muy pobre que Dios nada tuvo que ver, y que su participación no fue otra que la de un espectador más, acomodado en su butaca de impudicia. Dejé de creer en Dios, en los milagros, la resurrección; dejé de creer en casi todo, menos en la Revolución y el día en que vería el dedo delator de Kenia caer finalmente, despojándome de culpa. Como expliqué antes, aquellos días en la isla fueron triviales, menos la última noche de mi estadía: a esos eventos quiero referirme ahora. Porque la memoria es otro rostro de la verdad.
—Venga, venga —Cardenal apareció de pronto, mientras yo fumaba sentado, dónde más, en el piso de la casa comunal; insistía, sin darme detalles de su injustificable ausencia, tirándome del brazo—; le quiero presentar dos amigos que acaban de llegar—. ¿Dos? Pensaba que era uno solo; quise recriminarle su pésimo trato, pero me tranquilicé pensando que estaba llevándome por fin con la razón de mi visita. Con poca sorpresa, me equivoqué otra vez. En la iglesia, tirados en la tierra, fumando y riendo arrítmicamente, estaban los nuevos visitantes—. Venga, venga; le presento a José(8) —lo saludé, mucho gusto, y estreché su mano; el segundo estaba un poco más retirado, también en el suelo—; él es Fernando(9) —es un placer, y tendí mi mano. Ambos vestían de la misma manera, uniformados: boinas, tirantes negros, khakis. Pensé que sabían de Cortázar y que habían llegado seguramente a visitarlo. Se miraban animosos, preocupados.
En qué momento se acabó el ron, o de dónde salió en primer lugar, continúa siendo para mí un misterio; trato pero me faltan varias pistas. Lo pienso y tengo lo que llamarían una laguna mental, pero en mi caso es un océano. Tampoco sé cuándo empezamos a consumir un ron artesanal, una bebida fermentada de quién sabe qué raíz, que trago tras trago iba ablandando mis sentidos y mi sensatez. Los tres discutían, llegaban a algunos acuerdos que disolvían rápidamente; yo solo asentía, aportaba de vez en cuando con algún autor, título, año de publicación. Eludía la charla no por ignorancia (trabajar en un suplemento cultural tenía beneficios) sino por puro desinterés, por repudio. Hablaban de su puesto en la literatura, en el proceso revolucionario, como si lo merecieran por antonomasia. A eso se había reducido la Revolución: tres escritores de abolengo sentados en el suelo trivializando una causa que nunca les exigió dormir en el suelo.
Terminé mi último cigarro lentamente, con verdadera tristeza, una que podría comparar a lo que una chimenea apagada significa para la familia más pobre en plena ventisca, una tristeza de cuento ruso. Coronel dijo que no me preocupara (sacó una pipa) porque Dios proveería; al rato, estábamos amparados por el humo. Silva me extendió la pipa; tardé poco en comprender que no fumaríamos marihuana tradicional. Después, nada. Y todo. Un huracán entrando por mi nariz, dando vueltas, tirando abajo lo de por sí tambaleante. Desperté en el suelo de la iglesia, solo. Empecé a buscar. ¿Padre? Por una de las ventanas entraba un barullo, un clamor de imágenes encontradas. ¿Don José? Salí de la iglesia, siguiendo el ruido. ¿Don Fernando? Me acerqué hasta la costa, hipnotizado por el desgarramiento de voces. Tropecé varias veces en el camino, a pesar de la luna llena. ¿Don José? Creo que seguí llamándolos, pero muy bajo, para que no me escucharan. ¿Padre? Esperé detrás de un arbusto. ¿Don Fernando? Me caí. ¿Don José? Traté de incorporarme y caí otra vez. ¿Compas? Ya de pie, pude ver una fogata. Tardé en descubrirlos. Aparecieron corriendo y gritando, desnudos. Giraban alrededor del fuego, bailando, saltando como venados que huyen del cazador. Por turnos, y a la vez, elevaban dolorosos maullidos, letanías irrepetibles. En su piel nacía un brillo extraño, un fulgor de poros y pliegues que les dotaba de una anormal virilidad y que antes no tenían; no paraban de agitar sus brazos al compás de su graznido. De repente corrieron hasta las aguas, igual de bulliciosos, igual de locos. Estuvieron ahí por un tiempo, con el lago hasta la cintura; saliendo del agua, como un nadador olímpico o un buque de guerra, una espalda hecha de barro rojizo se ensanchaba y extendía todos sus músculos, tensándolos hasta adquirir las dimensiones de un pergamino. El hombre entraba al agua de nuevo y salía repetidamente, mientras los otros tres seguían coreando su armonía desquiciada. Reconocí un rito de bautizo, un sacramento primitivo donde yo, sin pedirlo ni desearlo, fungía como testigo. Sentí un mareo, un vértigo escalando mis sienes; me alargué hasta una rama para sujetarme pero la rama se partió a la mitad. Para cuando alcé la vista, todo en sus rostros era desprecio. Como el desprecio de Kenia. De mis compañeros, de mi familia. Solo en sus ojos pude reconocer una dulce lástima que me hizo recordar uno de sus cuentos, uno que no sé si habrá llegado a escribir, pero que de haberlo hecho, llevaría a un desenlace ambiguo y perfecto, qué importa que el cocodrilo sea grande, de qué vale que su dentadura sea la más filosa, si al final terminará sintiendo pena por una pobre cebra, y luego un contrapunto, un elemento oculto, un saxofón sollozando en el delirio, un cuento con un final perfecto, me dije, y supe que esta conclusión no podía pertenecerme.
Quise huir, escapar de esa ceremonia, mandar todo a la mierda: aquella isla, el periódico, a Kenia, todo menos vos Gustavo, todo menos vos, pero no pude, no pude, algo me detuvo, me afligía, cargaba cemento en los bolsillos, adoquines, municiones, las flores de tu entierro, porque están llenos, mis bolsillos siempre han estado llenos, esa noche yo llevaba el mensaje, yo lo entregué, yo regresé a casa, yo estaba en mi cama cuando te mataron, por qué te moriste, me habías prometido que venceríamos, estudiaríamos juntos, viajaríamos, La Habana, el Palacio de la Moneda, la tumba de Lenin, vos te ibas a casar con Kenia, iban a tener seis hijos, tres niñas, tres varones, al primero le pondrías mi nombre, me fallaste, rompiste tu promesa, vos no tenías que estar en la calle, tu cráneo debió permanecer intacto, en la acera no debieron regarse tus ilusiones, era yo, maldita sea, era yo quien merecía morir esa noche, tan oscura como la que muchos años después me aprisionaría en Solentiname. Qué inservible la victoria, Gustavo, cuando la vida es algo que nos sobra.
Reaccioné cuando el lago me abofeteaba la cara: estaba en la lancha, con Felipe. Era viernes.
—Eh, hasta que por fin despertó. Lo subieron bien gaseado, compita.
Tan gustosa fue su ironía. Me entregó un sobre, doblado por la mitad, e innecesariamente doblado otra vez por la mitad.
—Es una carta del Padre —explicó—; me pidió que se la entregara. También me dijo que le dijera —continuó— que él quería dársela personalmente, pero que no pudo, que usted comprendería.
La guardé en un bolsillo de mi pantalón cargo, doblada.
Asumo que viajé petrificado; cuando nos despedimos, luego de pasarme mi mochila, Felipe, ese muchacho imperturbable y lejano, me mostró, o eso creí, una sonrisa. Me tomó años percibir la compasión de aquel gesto. En puerto, me esperaba el mismo miembro de la Seguridad que me había llevado hasta allí la primera vez. Tampoco habló, solo que yo no aguanté más: sentía cómo el silencio de ese hombre amenazaba mi cordura. Supe que su nombre era Jacinto, frío como el de un asesino. Le pedí que no me dejara en mi casa y que me llevara hasta el centro, con la excusa de hacer algunas diligencias personales. Le pedí un cigarro y me pasó su cajetilla, casi completa. Ni siquiera se despidió; quise devolverle la ofensa pero no logré ver más allá de sus Ray–Ban de imitación. Caminé sin plan, sin rumbo; anduve sin saber exactamente de qué me estaba alejando. No había notado ni una sola nube cuando comenzó a llover. Corrí hasta una tienda de abarrotes y me amparé bajo una porción saliente de cielorraso. Tuve que fumar, aún conmocionado. Me sentía el único sobreviviente de un accidente aéreo o del descarrilamiento de un tren. No resistí más y saqué el sobre de mi pantalón; lo abrí y empecé a leer. Hasta hoy, con todo y las vacilaciones de la memoria, podría reconocer esa letra a la perfección.
Querido Roberto
Muchísimo antes del tiempo y antes de que los cimientos de Coricancha fueran derruidos; mucho antes de que el grillo supiera tocar sus instrumentos y el pez aprendiera a diseñar las aguas; antes de que los perros bebieran la sangre de Anáhuac, la oscuridad y la luz eran una misma, una sola. Entonces Corazón del Cielo, que se llama Huracán, dijo que no era bueno que la tiniebla y la claridad convivieran y decidió separarlas. Corazón del Cielo, que es tres y es uno, decidió también crear al hombre. Corazón del Cielo, que primero es Caculhá Huracán, luego Chipi–Caculhá, y por último Raxa–Caculhá, erigió al hombre de entre las piedras y el pasto, para que el hombre alabara su nombre y fuera bueno. Kukulcán, en su inagotable sabiduría, le enseñó al hombre a cuidar de la tierra, a obtener sus vegetales y comer la carne de sus animales, como quien cría un hijo, castigándolo pero amándolo. Así el hombre por generaciones bendijo el nombre de Corazón del Cielo porque éste era bueno. Pero los hombres tenían un hueco que fueron llenando con otros objetos huecos y se fueron olvidando de Corazón del Cielo. Entonces Corazón del Cielo se olvidó también del hombre y lo dejó solo para que sufriera tempestades y pestes y guerras. Pero algunos no hemos olvidado a Corazón del Cielo y aún hoy intercedemos ante Él, porque Él aún se preocupa por nosotros y nos tiene cariño.
Lo que usted vio fue a tres amigos pidiendo ayuda para otro amigo, nada más. Nuestro amigo, nuestro querido amigo, porque también es suyo, está muy enfermo.
Nosotros dijimos a Corazón del Cielo: Oh, Agricultor de la Vida, venimos a Vos por nuestro hermano. Vos, que has designado a Chac, genio de la lluvia, para que proteja las cosechas; Vos, que ordenaste a Puch, dios de la muerte, sesgar cada milpa con su afilada guadaña, ayudános, por favor, pues solo Vos podés mandar sobre Itzamná, quien vuelve la noche en día y el día en noche. Pedile que acepte a nuestro hermano y que sea un río que llegue hasta el mar, que luego se evapore y forme nubes que dejan caer la lluvia sobre las selvas, las montañas, las parcelas, los ríos, alimentándolos otra vez, así hasta el fin de las eras. Oh, Corazón del Cielo, hacé de nuestro hermano un río inacabable.
Todo esto dijimos aquella noche y fue lo que usted vio. Puede relatarlo a quien quiera, pero igual no le creerán. Usted, como el resto, es un hombre indigno. Nadie revelará el misterio de estas ínsulas sagradas ni tampoco lo entenderán. Se maravillarán con su secreto por siglos y en vano tratarán de descifrarlas, igual que lo han hecho con las estrellas y las luciérnagas.
Regrese muy pronto, por favor. Lo estaremos esperando.
Un abrazo
Ernesto
Tomé la carta y la hice una pelota; meticulosamente la doblé y la guardé en mi bolsillo; la rasgué y la lancé a la calle, hecha jirones, qué importa. La lluvia había parado y el cielo se me mostraba como un hematoma fresco. Saqué otro cigarro y lo encendí, de espaldas a la calle. El alumbrado público goteaba sobre mis hombros, revestidos por un manto de luz fosforescente. Todo en la ciudad dormía, menos yo; sentía que mis ojos nadaban en un mar de idiotez. Cada bocanada se precipitaba contra la noche como un fantasma o cualquier otra metáfora que quepa mejor. Di unos cuantos pasos y busqué respuestas en un charco empotrado al pie de la cuneta: un hombre de mirada apática, enfermiza, sin borde ni límite, con el cabello ensortijado y las encías renegridas, me miraba de vuelta; un hombre mínimo, turbio, reducido a fenómeno de circo, un aberrante simulacro de humanidad; un hombre de facciones dantescas, con un vertedero de cenizas por rostro. Lancé el cigarro al agua y lo pisé con el talón de mi bota; encendí otro. Empecé a caminar, perdido, con pocas ganas de adivinar el trayecto. Sin saber cómo, una esquina me condujo a la otra, y esta me trajo hasta aquí, Gustavo, a nuestro barrio. ¿Serás capaz de recordar lo acabo de jurarte? Es lo único que me mantiene cuerdo, hermano. Ahora sos mi única lucha pendiente. Poco importaría realizar un recuento cronológico, en orden ascendente, de los hechos más importantes en mi vida antes de mi visita a Solentiname; poco importan, también, los sucesos que mis decisiones desencadenaron después. Algún día esta historia será de conocimiento público. Respecto a Kenia, el relato es distinto. Bastará decir que desde esa noche, como muchas otras que vendrían después, no tuvo necesidad de fingir.
1 Término asignado popularmente a los vehículos empleados por las Brigadas Especiales Contra Asalto y Terrorismo de la Guardia Nacional.
2 Diario oficialista del Gobierno Sandinista.
3 Suplemento cultural del diario «Barricada».
4 Rosario Murillo (Managua, Nicaragua, 1951).
5 Ernesto Cardenal (Granada, Nicaragua, 1925).
6 Tomás Borge Martínez (Matagalpa 1934 – Managua 2012).
7 Esa niña es Brenda Rocha, miliciana de 15 años, herida en un enfrentamiento en el pueblo de Salto Grande, sector del Triángulo Minero.
8 José Coronel Urtecho (Granada 1906 – Managua 1994).
9 Fernando Silva (Granada 1927 – Managua 2016).