Dar un salto, girar, imaginar Centroamérica
«Lo que los pueblos pondrán de cabeza nunca podrá hacerse firmando un Acuerdo de Reconciliación en una Cumbre de Presidentes».
Escribo a la misma altura de la noche en que llegábamos a la urna que todo peregrino esperaba alcanzar para la adoración del Cristo Negro de Esquipulas. Escribo casi a la misma hora en que las filas iban avanzando y la gente prendía su segunda vela. El frío era brutal y el olor del incienso de sándalo se mezclaba con el copal de las cofradías de pueblos mayas provenientes de toda Guatemala. Habían pasado ya tres años desde la primera vez que reté el designio del fin del mundo. Nadie debe darle la espalda al Cristo una vez que besa sus pies y lanza la ofrenda de dinero, nos recordaba a todos un diácono en la puerta misma que daba al sitial de la imagen. ¿Sabés por qué? -me preguntaba la abuela, pellizcándome- porque si le das la espalda ocurre el fin del mundo. No debió decírmelo. Apenas salimos de ahí, caminando hacia atrás, acudió a mí el enorme deber de acabar con el mundo. En la rampa de madera por la cual bajábamos con reverencial espanto, di un salto y un giro y bajé dándole la espalda al Cristo Negro. No importaba que hubiera vivido apenas once años, pero con ese acto esperaba sentir cómo se rajaba la basílica y los cimientos de siglos se desmoronaban. Era 1986, la misma fecha en que los periódicos anunciaban que los presidentes centroamericanos firmarían el Acuerdo de Paz Esquipulas I con el afán de promover la reconciliación nacional, el final de las hostilidades en la vapuleada región, promover la democratización, las elecciones libres, la asistencia a los refugiados, el control de armas y el fin de toda asistencia para las fuerzas militares irregulares.
Cuando escuché aquella noticia, imaginé a los cinco presidentes dando un salto y girando para darle la espalda a los periodistas que asistían a la conferencia de prensa. Centroamérica no se hundió ni emergió reluciente a un nuevo plioceno de nuevas formas y especies políticas, solo inauguró un infinito ciclo de cumbres presidenciales y foros para crear la apariencia de trabajo conjunto mientras la matanza continuaba, implacable. La población indefensa, por supuesto, puso todos los muertos y los refugiados en aquella territorialidad de “máximos sacrificios en aras de la paz de la región”. Muchos regresaron a los campos destrozados y decidieron sembrar entre las minas. Una cosecha enorme de lisiados vendía luego el producto de la tierra minada. Las armas se enterraron y luego se vendieron en combos de granadas, magazines y Akas. Todo mundo quería tener uno de aquellos excedentes que los rusos y los gringos metieron en nuestros países por toneladas. La reconciliación jamás llegaría porque simplemente la injusticia proliferó en cientos de micro-poderes que hubieran hecho las delicias de Foucault. De la lucha revolucionaria inconclusa se pasó a la guerra social indistinguible.
Mientras todo esto sucedía, yo quería conocer más la Centroamérica bucólica que nos pintaba el Almanaque Escuela para Todos. Me imaginaba cruzando el Lempa, el Wans Coco, Peñas Blancas y el Sixaloa. Llegó el momento y en mayo de 1998, por asuntos de trabajo, tomé un Ticabus y por primera vez llegué a la Managua hirviente que los medios radiales- militares de Honduras tanto nos hicieran creer prohibida. Todos los males asechaban desde Nicaragua: obuses que rondaban como moscas la humilde comida campesina hondureña, ondas radiales infestas, conciliábulos de adoctrinamientos pecaminosos para la púber democracia catracha, en fin, todo aquello que en realidad partía de Honduras. El hotel de paso de la Ticabús aún era de madera y se dormía en cuartos compartidos de hasta seis camas. Todas las nacionalidades soñaban al mismo tiempo a excepción de las más desconfiadas que no pegaban ojo por miedo a los robos. Dejé mis cosas confiado a las lecciones morales del Escuela para Todos y fui en busca de la cena respectiva. Aproveché para conocer más y bajé hasta el Estadio Nacional de Beisbol Dennis Martínez. Ya eso era más que novedoso para mí, proveniente de un país que le erige templos al fútbol y que tiene pocas muestras apóstatas en los pedestales de sus próceres o dictadores. Y eso fue lo que me señaló el anciano que vio mi interés por el gran pedestal vacío posicionado frente al Estadio. “Ahí estaba una hermosa estatua ecuestre de Somoza… ¿a quién le hacía daño?... esos bárbaros llegaron en masa por esa calle solo para botarla… estuvieron bailando sobre ella… dígame, ¿a quién le hacía daño?”.
Pienso ahora en José Cecilio del Valle, en José Martí, en Cristóbal Colón y en Manuel Bonilla, estatuas derribadas, mutiladas o removidas en Honduras, pero también pienso en su museos abandonados o incendiados, aquello que en Managua los terremotos, las guerras y la insatisfacción social ha elevado a materia de estudio de los grandes sociólogos del mundo y no solo de los titulares mal redactados en los perversos medios de prensa hondureños. Al hacerlo, intento responder a quién le hace daño una estatua y de inmediato recuerdo que Juliano, el Apóstata, intentó desaparecer todo lo que significara un aliento para la iglesia cristiana sin reconocer que la ola de la historia que acumula su fuerza mar adentro hará insignificante todo esfuerzo por construir la muralla que la detenga. He visto pocos monumentos que intenten atrapar el movimiento de una ola o de un huracán que haya derribado ciudades. Esas fuerzas son similares a las de un pueblo insatisfecho y humillado y apenas puede anticiparse o plasmarse dentro de la poesía épica. En pocas palabras: lo que los pueblos pondrán de cabeza nunca podrá hacerse firmando un Acuerdo de Reconciliación en una Cumbre de Presidentes ni mucho menos con un salto infantil que le da la espalda a la realidad para hacer que esa misma realidad se derrumbe.
Cuando regresé al hotel, ya muy bien cenado con la más deliciosa carne asada de Centroamérica, encontré mis maletas en el mismo lugar, intactas. Un señor panameño, un casi anciano afroamericano que rezaba en la esquina con un rosario en las manos, me dijo que se había quedado en el cuarto para cuidar de los equipajes. Le hice un reclamo suave por no haberme pedido que le trajera cena. ¿Quién para saber? —me respondió—. Es que se ha perdido la costumbre de hablar. Sí, hablar, tanto como hablamos muchos años después Francisco Ruiz Udiel y Rosi Abaunza, Henri Petrie, Miguel Aragón, Marta Leonor González y Juan Sobalvarro, Madeline Mendieta, Víctor Ruiz, Carlos M-Castro y Ulises Juárez Polanco; hablábamos como si Managua tuviera que ser hablada hasta muy entrada la madrugada, al revés y al derecho, frente al malecón del lago, sobre la colina de Tiscapa, ante las ruinas de la Catedral; parloteábamos después junto al Cocibolca, sobre Catarina, en cada esquina del Festival de Granada y bueno… hablábamos cosas más esenciales que cualquier cumbre de presidentes, erigíamos un monumento de memorias que nadie podrá derribar. De cierta forma sí que pudimos dar el salto y el giro para derrumbar y rehacer —dentro de una esfera inasible— a la otra Centroamérica que intentó separarnos desde siempre.