El agua también muere

El poeta Berman Bans (Nicaragua) nos ofrece su visión al peregrinar a través de las páginas del poemario "Un río sonámbulo" (premio Dolors Alberola, España 2022) de Carlos Villalobos (Costa Rica.)

Soy un escéptico de los festivales de poesía. Aficionado haragán, prefiero el silencio delante del texto que asistir a esas fiestas de la palabra que, con bombos y platillos, nos prometen un carnaval de exquisitez poética que rara vez llena mis descreídas expectativas. Así que, movido más por la gratitud hacia la organizadora del festival de Turrialba 2022, la entrañable Marisa Russo, y en compañía de mi amigo, el poeta Juan Carlos Olivas, asisto a una noche de lectura donde compartirán en la misma mesa mi estimado camarada el poeta panameño Javier Alvarado, y el poeta mexicano Francisco Trejos. Me presento también con la esperanza de saludar a mi escurridizo amigo, el poeta herediano Sean Salas que, al igual que los mencionados Alvarado, Olivas y Trejos, es ganador (el más reciente) del premio Paralelo Cero otorgado en Ecuador. Será la noche de los Paralelos Ceros ¿Qué podría salir mal?

 

El recital iniciaba a las siete de la noche en el Teatro Municipal de Turrialba, el cual se encontraba atestado de estudiantes de secundaria, profesores, dignatarios civiles, y aficionados a la poesía; después de todo estábamos en la tierra de Jorge De Bravo ¡Faltaba más! Hubo danzas folklóricas guanacastecas y las palabras de bienvenida. El recital inició con dos mesas de lectura integrada por poetas de cuyos nombres y caras no puedo (o no quiero) acordarme. Personajes como salidos del Diccionario del Diablo de Ambrose Bierce, de esos que llevan al límite nuestra tolerancia a las reglas de la urbanidad. En fin, las dos primeras mesas pasaron sin pena ni gloria, y vino al rescate otro número de danza a cargo de las bailarinas de secundaria de no sé qué colegio que deleitaron al público danzando, versátiles y sonrientes, El punto Guanacasteco.Entonces, tocó el turno a la próxima mesa de lectura anunciada por el heraldo de la ceremonia. Un heraldo, enjuto y solemne, que hubiese sido el deleite en los delirios de César Vallejo.Luego de ser bombardeados por la lectura de una poesía de cuestionable calidad, a manos de unas señoras y señores, diletantes majestuosos, como salidos de alguna crónica de Paco Umbral, y con el calor de Turrialba golpeando una vez y otra sobre un cuerpo sometido a los excesos del desvelo y de una despiadada semana laboral, mi cabeza empezó, rebelde y maleducada, a dormitar contra el espaldar de mi silla. Hice el esfuerzo por poner atención a las poetas de la mesa: se trataba de una elegante señora sesentona, reliquia nacional; otra dama cuarentona, creo que era uruguaya, los hombros cubiertos por un chal naranja a lo Frida Kahlo; y otra abuela italiana con una boa de pelusa blanca alrededor del cuello, a 32 grados celsius, sentada junto a un señor delgado y moreno, de lentes, de unos cincuenta y pico de años, vestido con una cotona azul marino, de factura guatemalteca. Las damas, con ese aire imperdible de matronas romanas, parecían leer los poemas del mismo libro (tal era la monotonía de sus propias voces en complicidad con el calor) en un estilo estancado (aplausos, por favor) en la poesía conversacional de los años setenta con un facilismo escolar que, para vergüenza de mis amigos, me hacía cabecear impunemente entre las primeras filas. Cerré los ojos en actitud meditativa, al menos, hipócrita auditor, los demás pensarían que estaba meditando la sabiduría de esos textos, y no sucumbiendo a la abulia inmisericorde del final de una semana laboral. Fue en ese momento, entre el duermevela vergonzoso y el silencio de la pausa, que sucedió la sacudida. Estaba inmerso en el sopor, pensando en el pago de unas facturas pendientes, cuando, desde la mesa de los poetas, sonó una voz distinta. Una voz que, desde lo más profundo de las entrañas, nos hablaba de un río ebrio. Un río que se transmutaba en padre, en madre, en abuelo, en poeta, en niño, en perro con un balazo en la nuca y, en los infiernos de la tierra, en el dolor de la violencia y de la explotación infantil. Ese río insomne se llamaba El Silencio. Fue la primera vez que escuché hablar de “Un río sonámbulo”. Entre la pausa del penúltimo texto y los aplausos, ya sacudido por el fenómeno poético que se apoderó del aire, miré a Sean Salas, que se hallaba sentado a la par mía y le dije: 

 

-¿Qué jodidos fue eso?

 

-Nada…- me respondió con su voz de radio locutor- es que hay un poeta en esa mesa…

 

Mientras Juan Carlos Olivas y Javier Alvarado, al igual que Sean y yo, aplaudíamos luego del último texto del poeta, pregunté el nombre del autor, y ambos me dijeron a coro: Carlos Villalobos. 

 

Fue la primera vez que escuché su nombre, la misma noche que su río sonámbulo se desbordó por el festival de Turrialba y sus alrededores, atravesándonos de lado a lado, como un fantasma enloquecido. 

 

“Un río sonámbulo” es el poemario de Carlos Villalobos ganador del premio Dolors Alberola, España 2022. Pero solo pudo caer en nuestras manos, en una linda edición bilingüe (inglés-español) de Editorial DALYA, en 2023, editada por Francisco Mesa, en una traducción a cargo de Libroautor S.L. 

 

El poemario consta de 33 poemas que, como el número de la supuesta edad en que murió el Cristo, es una subida al calvario a través de la vía verbis de un poeta en el pleno dominio de sus facultades lingüísticas y memorísticas. A través de un lenguaje transparente no exento de poderosas imágenes y de algunas escuetas, pero certeras metáforas, el hablante lírico nos sumerge en el mundo mítico de Río Silencio. Es el mundo del génesis: de la infancia salvaje, pero también de los descensos al infierno, del alcoholismo del padre, de la explotación infantil, de la violencia rural y de la valentía telúrica de las madres; el mundo de la naturaleza inmersa aún en las epifanías de lo maravilloso: la magia de lo animal y de lo elemental conjurados por el poder de la imaginación y los augurios de la palabra de un niño-poeta poseído por el asombro. Un mundo donde todo es posible bajo la tutela del gran tótem del pueblo: una especie de semidios caído en desagracia que se mete en la cocina de las mujeres como un perro hambriento, que vagabundea con los niños más allá de los límites permitidos, que alienta los alambiques clandestinos de los hombres y se esconde, delincuente escurridizo, en las cavernas de los montes cuando lo buscan los acreedores y los gendarmes de la salud pública para pasarle la cuenta por sedicioso. Este semidiós que adquiere una categoría mítica, salvaje y vulnerable, es el verdadero protagonista del poemario en sus distintos avatares y permutaciones, físicas y metafísicas, registradas a lo largo de todo el libro. Es el río El Silencio, el origen del lenguaje, del agua y del fuego, el dios tutelar de la niñez y del pueblo mítico, abierto como una herida en la tierra baldía donde se siembran maldiciones y conjuros y rezos de las abuelas bajo el sahumerio de los puros caseros y las canciones olvidadas.  

 

“Un río sonámbulo” no tiene secciones ni apartados. Es una estructura de un solo flujo de 33 poemas que, conectados por la presencia mítica y genésica del río, pareciera, a pesar de la autonomía de cada poema (muchos con unos cierres poderosos e impactantes), que podría  leerse como un solo largo poema, un río que se remonta a los orígenes de su sonambulismo marginal para traernos de nuevo a la pérdida del paraíso y, por la voz del hablante lírico, al regreso de lo sagrado que subyace en el lado oscuro de la experiencia humana. Cada poema es un muelle, punto de partida o de llegada del tiempo que se hace río, del río que se transmuta en materia sucia y primigenia, el barro rojo de donde vienen las historias y las palabras. Como la poderosa imagen del fragmento de Heráclito, el oscuro, que es citado en uno de los escasos epígrafes, el río nos recuerda que nada es estático, ni siquiera en el mundo nihilista de la post verdad y de los fundamentalismos religiosos que, de repente, ahora comen en el mismo plato de la censura y la cancelación puritanoide. Todo se mueve. La memoria, el lenguaje, la vida misma. Porque el ritmo de ese río, que es lenguaje y es memoria, no teme la conciencia de la nada, pero tampoco da la espalda al religare mítico entre el lenguaje y la experiencia vital contrarias a los cálculos de la tecnocracia.

 

El resultado es un viaje al corazón de las tinieblas de una vocación poética nacida en la infancia, entre los juegos con el barro de ese dios que no conoce los cerrojos de las puertas (que nos recuerda la Tilantlán de Octavio Paz en “Libertad bajo palabra”) y el sufrimiento de un niño en los umbrales del averno a la hora exacta del suplicio: Las 4 de la mañana. 


 

“A esa hora cargo la tristeza de los héroes

que bajan diariamente al inframundo.

A lo lejos oigo el bostezo de la luz

el alba es un canto de gallo que me saca poco a poco

del infierno.” 

 

Trabajo Infantil.    


 

No dejo de pensar, con la misma alegría súbita que me poseyó ante la voz de Carlos Villalobos en el festival de Turrialba, en la presencia fantasmal de Walt Whitman en el trasfondo de estos textos, por la celebración de la naturaleza elemental y la apuesta por un lenguaje transparente, pero rítmico, donde la imagen visual y la emoción, se conjugan de una manera celebratoria, no exenta de ironía. En ese sentido también se puede detectar, sobre todo en los más significativos poemas-ambiente que construyen la atmósfera del poemario, en ciertas magias parciales (diría Borges) aún vigentes en una lectura oblicua de Macondo. Esto sobre todo en los poemas: El año de la guerra y El fin de la miseria, donde el delirio mesiánico de los políticos, como un río desbordado, se lleva por delante a los hombres de a pie, como sucedió en Macondo y en toda Latinoamérica:

 

“Llegó un hombre con un papel en llamas

que hablaba del futuro.

Pidió que su nombre resbalara de boca en boca

que inundara los caminos 

y que el humo de sus gestos subiera a la montaña”.


 

El fin de la miseria

 

He mencionado a Withman porque las alusiones a la violencia política en “Un río sonámbulo”, como en muchos de los textos del gran bardo norteamericano, se menciona desde el tono y la mirada de un niño-poeta (la voz inmutable del mismo río insomne) ante los desastres bélicos de los hombres. Pero también el tono, entre conversacional y culto, me recuerda al T.S Eliot de Four Quartets, sobre todo al inicio del primer movimiento del tercer cuarteto, The Dry Salvages, a su vez deudora del mejor Withman:

 

“No es que yo sepa mucho sobre dioses, pero me parece que el río

es un dios pardo y fuerte hosco, indómito y huraño,

paciente hasta cierto punto, reconocido al principio como límite,

útil e inseguro como ruta de comercio;

luego nada más que un problema para quien hace puentes”. 

 

T.S Eliot, The Dry Salvages,I.  

 

Es la solemnidad directa con la que es evocada la margen del mítico Misisipi. El río de Carlos Villalobos, más piso tierra y más piso fango, se complace en tareas menos divinas al lado de los hombres:

 

“También el río malgastó su tiempo en las cantinas

y no pudo convertirse en héroe”

 

El muelle.

 

A lo largo de la lectura del libro, ese remontarse a los orígenes de la infancia,que son también, en el caso de Carlos, los orígenes de su vocación poética (tal como ya nos lo había demostrado en sus estupendos poemarios Fosario y El cantar de los oficios) presenciamos, como en una liturgia delirante y proteica, las transmutaciones del río en distintos símbolos, animales, personas. Es el arado y el alambique dionísiaco; es el padre maldecido por el alcohol y la madre “casi un fantasma de agua/una mujer que cosía el hambre/ en la cocina”; es el abuelo sabio y maldiciente; es el loco del pueblo en su delirio errante; es el poeta y es el niño:


 

“Es aquí donde cavila el río 

donde las piedras y el tiempo son afines 

y sin embargo 

                       nada es igual a sí mismo 

                       cuando es el río el que lo dice”

 

El río es una larva.

 

El río es una larva, y es un misterio. Su nombre mismo evoca lo que en la naturaleza es cierre, es physis, apertura del caos originario. El Silencio a conquistar desde el asombro meditativo que hacía danzar y cantar a los filósofos pre-socráticos. No en vano la alusión a Heráclito, o los epígrafes de Poe y de Borges, dos poetas metafísicos, en el umbral del poemario. Porque el río, metáfora permanente de la impermanencia, es también el tiempo, recobrado por la invocación de la palabra poética de la que Carlos Villalobos nos hace partícipes asombrados y conmovidos. Y es aquí donde el río, gracias al poder retórico de la ironía del poeta, no solo mantiene a raya cualquier folklorización manida y facilona de la poesía de la tierra o de la infancia. Gracias al poder de su ironía oscura y de su rebeldía indómita, el río se eleva a la categoría de mito, la expresión poética y autosostenida de un secreto guardado en los orígenes del lenguaje y de la memoria. En estos poemas logrados como piedras pulidas por el mismo río del lenguaje, se encuentra atrapada la verdad del dolor y de la vocación poética. Un río que nos conduce a los confines de los hombres y de los dioses, a través de un lenguaje que es plegaria y es conjuro de la madres ante la violencia de los machetes ebrios de la noche. Un río que es el padre y es la madre y es el Tótem protector del niño-poeta. El guardián que no le permite caer en el abismo sin sentido de los adultos.

 

En “Un río sonámbulo” el lenguaje falsamente conversacional deviene en símbolo y metáfora potente, en ironía y metonimia y prosopopeya proteicas que nos conducen a la entropía del último poema. El final del rit du pas que concluye con la muerte y el nacimiento de la leyenda. El río, transmutado en perro, entra moribundo a los pies de los hombres y del niño. ¿Una prefiguración de la muerte cósmica? ¿El fin del mundo génesico del infante? ¿Un alegato contra el ecocidio de nuestros tiempos? Sí y no. Porque solo a través de la conciencia del fin el niño comprenderá que ningún poema puede oponerse a un universo de muerte y ordenarlo. Porque un dios que no conoce los cerrojos de las puertas, es un dios vulnerable e impotente. Así, Villalobos, desde la cumbre de su poder retórico, en un gesto inesperado, renuncia a ir en contra de la naturaleza, y se une a la muerte del río, ejecutado de un balazo a la orilla de su propio silencio agónico. Porque el agua también muere para volver a nacer en forma de lenguaje, en la voz del poeta que madura en el silencio de su propio aprendizaje, la única forma de atrapar el tiempo de los nombres para poder rehabitarlos con la calidez humana de un estrechón de manos.  

 

“Un río sonámbulo” es uno de los poemarios más potentes publicados en el año 2023 por un poeta centroamericano. Quienes se atrevan a leerlo no perderán su tiempo ante una de las voces poéticas mejor consolidadas, por la perseverancia y la modestia, que se encuentran activas en el istmo. A mí me queda, como lector adicto y sin vergüenza, la gratitud de haber escuchado esa voz en un festival de poesía perdido en el trópico de Costa Rica. Yo, que siempre he descreído de los pavos reales y de los narcisos y de los burros pedagogos, agradezco a no sé qué dios y al río y al silencio, el gozo de haber escuchado esa voz enmedio de mis propios exilios, entre el duermevela de mi falta de fe y mis facturas pendientes, para ser acogido por su abrazo como en un nuevo nacimiento.