El delirio de la lengua

Un ensayo sobre la novela "Tu sueño imperios han sido" de Álvaro Enrigue a cargo de Yader Velásquez

En la cima por Manny Vanegas

“Seguía siendo vasto de hombros y recio de piernas, pero estaba echando panza. Sobre todo, se había achicopalado”, escribe Álvaro Enrigue en Tu sueño imperios han sido. La cita llama la atención por dos motivos. Primero, porque en su construcción lingüística parecen convivir dos registros de la lengua de manera opuesta y coordinada: por un lado, la retórica literaria y anacrónica de cierto castellano rastreable hasta el siglo de oro (“seco de carnes, enjuto de rostro”, escribe Cervantes en el Quijote), y por otro, el tono ligero y coloquial, casi callejo, de ciertos autores latinoamericanos de décadas pasadas, desde Nicanor Parra a Cabrera Infante —entre muchos otros— con sus respectivos grados y matices.

No es difícil descomponer la cita en varias capas diferenciadas de lenguaje: la sintaxis “libresca” y luego “conversacional”, el léxico “prestigioso” y el “vulgar” —todo entre comillas, porque al parecer Enrique quiere hacer notar la arbitrariedad de estas clasificaciones—, el contraste entre distintos usos y matices de una misma lengua que conviven sin problemas en el mismo plano (la novela, el presente, la cultura de este lado del atlántico, etc). Si aceptamos esta premisa entonces es posible leer la frase de Enrigue como una declaración de principios estéticos, políticos y literarios. Es decir, la materialización en el lenguaje de un conjunto de preocupaciones e inquietudes personales, la proyección del pensamiento del escritor en el estilo y los mecanismos de su escritura.

En este caso en concreto, el procedimiento sería entonces el de la contaminación, no solo histórica —no hay dudas que la lengua es un objeto histórico— sino también espacial y geográfica del castellano. Se trata de poner en movimiento y rozar entre sí una multiplicidad de variantes y provocar en el proceso un registro nuevo. La cuestión se vuelve más compleja si nos detenemos en el problema de la nominación y las inconsistencias entre el náhuatl y el castellano planteadas adrede por la novela (“soy escritor y las palabras me importan”, dice Enrigue en una nota introductoria), pero se trataría de un problema filológico y no literario, que es lo que nos interesa aquí. Así que continuemos.

La novela, cuyo argumento bordea y focaliza el encuentro entre Moctezuma y Córtes en noviembre de 1519 —¿y donde puede haber mayor fricción entre lenguas que en la Tenoxtitlan del siglo XVI?—, lleva al extremo este procedimiento de desequilibrio y desajuste lingüístico: los juegos de traducción entre el caudillo caxtilteca, Aguilar, Malintzin y el emperador colhua, por ejemplo, o los diálogos de este último con su chamán de alcoba y proveedor de hongos alucinógenos, a modo de transacción chilanga (“el chamán hizo los ojos chiquito, emitió tssss entre desconcertado y reprobatorio [...] te puedes quedar en el viaje [dijo]”) sugieren el alcance de este artificio.

Pero más allá del ingenio lingüístico de este episodio, la escena resulta interesante por su planteamiento narrativo. Al hacer hablar al sacerdote imperial como un dealer contemporáneo, el texto problematiza una de las nociones más discutidas de la teoría literaria desde la antigüedad: la mímesis. De este modo, la novela de Enrigue no intenta representar la “realidad” o el “pasado histórico” en sentido estricto. Sus mecanismos —tanto lingüísticos como conceptuales— ocasionan cierto desplazamiento, desvían el foco de la simple reproducción anecdótica de los hechos y proponen en cambio una teoría sobre la ficción: la capacidad de reflexionar o generar sentidos más allá de los acontecimientos de su trama.

Así,  detrás de este uso particular del lenguaje —y este es el segundo punto— es posible reconocer algunas preocupaciones recurrentes en los textos de Enrigue. La metonimia es clara: se trata de cierta tensión entre elementos culturales de distinta índole y la construcción de un relato a partir de materiales en apariencia contradictorios —desde los ejercicios espirituales de Loyola hasta las canciones de T. Rex, por ejemplo. Digo en apariencia porque la contradicción opera como punto de partida para este tipo de escritura, donde el desequilibrio y la ausencia de discursos categóricos son fundamentales para la problematización y búsqueda de nuevas líneas de lectura.   

Consideremos, por ejemplo, otras dos novelas en las que el relato histórico es central en la configuración de sus mundos narrativos: Vidas perpendiculares (2008) y Muerte súbita (2013). Al igual que en Tu sueño imperios han sido, estos relatos están sostenido por el despliegue más o menos erudito de un archivo histórico y su posterior perversión y desvío al servicio de los mecanismos internos de la narración. Los límites siempre sospechosos entre ficción y realidad se superponen y el lector cae en la trampa —llega a creerse, por ejemplo, el cuento de las pelotas de Ana Bolena—, o bien, el narrador se asoma de repente entre sus páginas a modo de artificio borgeano.

Se trata de cierto movimiento crítico planteado por Enrigue en su narrativa: el de no aceptar el relato histórico al pie de la letra y en cambio explorar una serie de conjeturas y desvíos posibles. Si como hemos visto, estas operaciones —el juego formal y lingüístico, la sobreposición de elementos contradictorios— no tienen como fin reproducir de forma objetiva las particularidades de un periodo histórico, entonces la ficción sale de sí misma y establece un punto de fuga con el presente. De este modo, la novela —como forma, género o función literaria— deja de ser una representación cerrada y anacrónica de hechos y se convierte en cambio en un artefacto de reflexión y pensamiento.   

Así, esta especie de escritura radical, plenamente sustentada por el archivo y las herramientas de la ficción, es efectiva de varias maneras. Por un lado desautomatiza el discurso histórico y devuelve a la tierra a sus protagonistas —los desacraliza, los vuelve de nuevo humanos—, como un Saulo de Tarso epiléptico y hediondo a cabra en la Jerusalén del siglo I, por ejemplo. Por otro, pone en movimiento los mecanismos de la reflexión. Si las novelas son —tal como afirma J.M. Coetzee— sofisticados reportes sobre la experiencia humana, entonces uno de sus posibles efectos sería el auto-conocimiento. La conclusión es de una obviedad tan ingenua que muchas veces la perdemos de vista: los impulsos e intrigas del pasado son expansivos hasta el presente. La historia pierde su aura mítica, estable, inamovible, y se convierte en un zafarrancho en ocasiones inverosímil —de no estar amparada por el archivo— producto de las pasiones y los delirios de sus protagonistas.

He ahí el planteamiento político y literario —si se quiere también ético— que encuentro siempre que leo una novela de Enrigue. Ese doble movimiento de ida y vuelta entre la historia y la ficción, entre el pasado y el presente, atravesado por la investigación de una serie de factores comunes que atañen a cualquier individuo sin distinción de época, posición social o continente. Pero al mismo tiempo la puesta en relieve de los matices y contradicciones que forman o deforman una cultura, una sociedad, un relato histórico. Procedimientos no ajenos a la forma de la novela, por el contrario, íntimamente ligados a su estructura y lenguaje, como si el texto literario no fuera un simple vehículo de ideas o anécdotas, sino una forma de pensar y conocer un objeto —un problema, una época, etc— a través de su propia inmanencia lingüística.

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 1. Anagrama, Barcelona 2020, p 72.

 2. Ídem, p 9.

3. Ídem, p 173.

 4. De acuerdo a Montalbetti, la contradicción es un fenómeno radicalmente verbal pues conlleva observar “A y B simultáneamente y más, porque la simultaneidad ha de ser de dos propiedades opuestas”, en contraste a efectos de naturaleza visual, como el anamorfismo. M. Montalbetti, El pensamiento del poema, Kriller71, Barcelona 2020, p. 97.  

 5. J.M. Coetzee, Summertime, Penguin Books, 2009.