Foetrius landuma

Un relato a cargo de Omar Elvir exclusivo para Álastor

Destellos en la noche por Manny Vanegas

Pues al final esta fiesta de cheles no está tan mal, yo pensé que iba a ser una gran chanchada. Tienen gusto los majes, para qué. Cuando Orlando me pidió que lo acompañara, la pensé: despedida de una compañera de trabajo suiza, sonaba a puro bacanal de hediondos fumones; pero debo admitir que me equivoqué. Es cierto que la mayoría aquí son cheles, y de los nicas que hay, casi todos son cheleros, vagos que andan sobre alguna extranjera para que los mantenga o se los lleve a su país. De todos modos la he pasado bien. La comida está rica ¡un caballo bayo de muerte! Quiero saber dónde lo contrataron.

La suiza, que se llama Diana, es tranquila y también su novio gringo; he podido practicar mi inglés con él. Igual han tenido gusto para arreglar la casa, por fuera no dice nada pero por dentro todo está muy bien dispuesto, los muebles no son demasiado grandes y por eso hay un ambiente desahogado, espacioso y se ve además una preocupación por el aseo, hasta tienen velas aromatizantes. Yo pensando siempre que esta gente es bien cochina pero al menos para la despedida limpiaron todo. La misma Diana me enseñó la casa cuando me llevó al baño de su cuarto; en el pasillo hay otro que parece reservado a los varones. Fuimos con la Mónica, ésa que estudia economía y va a clases de alemán en la UNAN. Su profesora es amiga de la Diana y también anda por aquí. Pues fuimos al baño las dos, la Diana nos llevó y además nos enseñó el resto de la casa: la cocina y los cuartos.

En la cocina estaba otra gente platicando, bebiendo. Nos presentaron, son belgas, había un nica con ellos, ya lo he visto antes, creo que estuvo saliendo con una amiga mía. Lo que la Diana no nos enseñó fue el cuarto o la pieza que comunica con la cocina. Sólo se veía la puerta pero dentro se oía una gran bulla y justo cuando nos presentaban a los belgas salió un maje, sonriente, descalzo, con un tatuaje en el brazo derecho que parecía un pájaro, más bien era como un dibujo tribal; el hombre, alegrísimo, abrazó a la Diana cuando la vio y le dijo algo al oído que nosotras no pudimos oír. Ella sonrió y le respondió que ya regresaba. No le puso más mente, ni siquiera nos los presentó. Él tampoco dijo más y siguió a la sala. Nosotras fuimos al baño en el cuarto de la Diana, primero pasó la Mónica y luego yo. Me fijé en el cuarto, limpio y bastante ordenado, una cama grande, un ropero que según la dueña fue adquirido en una mueblería aquí en León, un abanico de pedestal, un estante lleno de libros, un pequeño tocador y en el espejo algunas fotos de la Diana supongo que con amigos y familiares en distintos lugares. Cuando volvimos a la sala, Orlando estaba platicando con los belgas de la cocina, supe que habían conocido a la Diana en una Noche de Salsa en “La Olla Quemada”, que acaban de abrir un negocio en Poneloya, un restaurante. Debieron creer que Orlando y yo éramos pareja. Cerca de nosotros, estaban platicando la alemana amiga de la Diana y su novio con el hombre que salió de la pieza junto a la cocina, el tatuado, le pregunté a Orlando si lo conocía y me dijo que nunca lo había visto.

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No conozco la música que ponen, creo que es en francés. Parece como reggae. Normalmente no me gusta ese tipo de música rara pero esta vez es agradable tenerla de fondo. Yo sabía, cuando vine, que aquí no iba a oír salsa o merengue, al menos no lo que oímos en la radio. John, el novio de la anfitriona, me cuenta que se va con ella a Suiza, va a pasar un mes allá. Luego debe comenzar sus prácticas en Alemania, ambos piensan mudarse una temporada a Berlín pero al menos él quiere volver a Nicaragua, vivir un tiempo aquí, incluso dice que está pensando hacer su tesis de doctorado sobre el concepto de revolución en el imaginario de los sutiabas o algo así. En un paréntesis con el gringo, le cuento a Orlando lo que vi, que el hombre descalzo y tatuado le dijo algo a la Diana, me llamó la atención que ella, tan amable, no nos lo presentara. A Orlando no le extraña, dice que la suiza tiene sus arranques. Él es el compañero de trabajo con quien hizo una relación más estrecha, “su mejor amigo nica” dice ella. Juntos han recorrido Nicaragua durante seis meses, por asuntos de trabajo. Al parecer tienen bastante confianza. Orlando habla fluidamente inglés, pero con John, quien me sirve otro trago de ron, habla en español, y lo hace con extraordinaria rapidez para retar su habilidad comprensiva. 

En el otro extremo de la sala, la Mónica habla con el maje que salió sin zapatos de la pieza, el del tatuaje; ella escucha y él habla. 

Me dan ganas de orinar de nuevo. Voy al baño. Sola. Luego, paso por la cocina buscando hielo, como me encargó Orlando. La puerta de la recámara contigua está cerrada. Se oye ruido dentro, voy a entrar. Toco la manija de la puerta pero luego pienso… no sería correcto, significaría un abuso de mi parte, seguro que ahí están otros invitados bebiendo, drogándose o hasta cogiendo, a mí qué me importa. Suelto la manija de la puerta y busco el hielo. En ese instante sale de la pieza uno de los belgas, descalzo, me saluda como si fuera la primera vez que nos vemos, sonriente, me dice que le alegra verme, y me pregunta cuándo pienso llegar a su nuevo negocio en Poneloya con Orlando, le digo que tal vez el próximo fin de semana; luego me pregunta, en un español muy rudimentario, si he pensado alguna vez en cómo sería el mundo sin mí. Me extraña mucho lo que dice; este chele debe andar bien fumado o su conocimiento del español le impide formular correctamente la pregunta. Antes de que yo pueda hacer algún intento por responderle, él, sin verme directamente a la cara, comienza a decir algo incomprensible, tal vez en su idioma, hasta que de pronto Orlando llega y me ayuda con el hielo. Los tres salimos de la cocina y nos cruzamos en el camino con la Mónica quien apenas nos voltea a ver, parece ir pensando en otra cosa, entra a la cocina y yo, antes de abandonar el lugar por completo, alcanzo a ver que sin vacilación abre la puerta de la pieza y penetra en ella. No puedo decirle nada a Orlando porque el belga, que viene con nosotros, le dice que lleve a su novia, o sea a mí, al nuevo restaurante que acaba de abrir en la playa.

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Ahora la música se parece a la que ponen los turcos en sus tiendas de telas en el centro, solo que es más suave. Hay una atmósfera especial en esta casa, no se puede decir que sea pesada o sofocante. Pareciera que no somos un manojo de extraños platicando al azar; es como si todos los invitados, de alguna manera, nos conociéramos de años. Existe una dinámica de intercambio muy sólida que no sabría explicar a qué se debe, si según Orlando, él por lo menos, no conoce a la mitad de gente que anda aquí. Es como si nuestra presencia obedeciera a algo más allá que la invitación de la suiza, como si - al venir aquí - todos cumpliéramos algún objetivo mucho más profundo que una simple convención social.

Se acerca a saludarnos la alemana amiga de la Diana, se llama Julia y su novio nica, Rodrigo, dice que es ingeniero y que trabaja como contratista por su cuenta. Platico con la Julia sobre su estancia en Nicaragua, en León. Tiene casi dos meses de vivir aquí, le gusta la ciudad y dar clases de alemán. Conoció a Rodrigo por un amigo de éste que es su alumno. Ha subido algunos volcanes. Dice que aún no ha tenido tiempo para ir a Granada o a Ometepe. Me pide mi opinión sobre esos lugares. Le digo que son bonitos, que debe conocerlos, pero que se han vuelto demasiado turísticos para mi gusto. Luego Rodrigo dice que por su trabajo debe viajar constantemente a Managua y al Norte: Matagalpa y Jinotega sobre todo. Agrega que esos también son lugares muy bonitos aunque menos invadidos por los turistas. De pronto la conversación gira en torno a las bondades de León; todos excepto Orlando, coincidimos en que Managua es una ciudad exasperante donde no se puede caminar, donde uno vive estresado día a día por la inseguridad y la distancia. Orlando dice que es cosa de acostumbrarse, que Managua tiene un encanto distinto a León. Luego, sí hay unanimidad en que León no da más, que aunque sea una ciudad bonita, está muerta, no hay trabajo ni perspectivas de futuro, salvo para los cheleros y todo lo que tenga que ver con el turismo. Rodrigo elogia la pujanza del norte, dice que en Estelí y Matagalpa sí hay reales. Le dice a la Julia que tienen que ir al cañón de Somoto, que le va a encantar. La besa. Me acuerdo que hace rato estos dos estaban platicando con el primer descalzo que vi, luego pienso en la puerta de la cocina, quiero preguntarle a Rodrigo por ese hombre tan extraño. No me atrevo. Siento sed. Con Orlando nos hemos bebido como cinco tragos de Gran Reserva cada uno. Al menos desquitamos la media que trajimos, le digo. Llega Yaser, dicen que trabaja en un hostal en el centro, le habla con mucha confianza a la Julia, es otro alumno de alemán. La confianza es casi descaro, le pregunta por la Katarina, al parecer, otra alemana.

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En la mesa donde está la comida también hay ron y cerveza, me sirvo y le sirvo a Orlando. Cambiaron la música a bachata, esa sí la conozco; la gente comienza a bailar. Reparo en la Mónica y el primer descalzo bailando en medio de la sala, fue la primera pareja en levantarse, ambos andan sin zapatos. La Diana y John, la Julia y Rodrigo, todos van a bailar, también el nica que estaba con los belgas, descalzo, baila con una chavala que dicen que es de Noruega. Ella tampoco tiene zapatos. Le hago notar a Orlando que la mitad de la concurrencia no los tiene. El bromea diciendo que tal vez es porque el suelo debe ser sabroso o porque de pronto a todos les chiman sus caites. Yo comienzo a asociar que no he visto salir a nadie del cuarto en la cocina con zapatos. Me fijo en todos los presentes, Rodrigo está calzado aún y la Julia también, la Diana y John igual. Voy a bailar con Orlando.

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Luego de ir una vez más al baño, paso forzosamente por la cocina. Otra vez me llama la atención la dichosa puerta. Me acerco, se oye un gran ruido, parece otra fiesta, voces, música. Siento una curiosidad irresistible y decido entrar; puedo fingir que busco a alguien y veo qué hacen ahí, lo peor que puede pasar es que encuentre alguna orgía o algo así y que a los ojos de la Diana quede como indiscreta. Trato de abrir la puerta, pero es inútil: está cerrado con llave. Aun así el ruido de adentro es muy fuerte, tanto que se oye desde fuera de la cocina.  

Regreso donde Orlando que charla con John. Antes paso por la mesa sirviéndome un trago. Comienzo a sentirme cansada. Es casi medianoche. Una vez que me acomodo y le agarro el hilo a la plática, que versa sobre la situación política de Nicaragua, la Julia viene a instalarse, sus pies están desnudos y en su cara hay algo diferente, difícil de precisar, se ve contenta, aunque habla y parece no dirigirse a nadie. Seguro que estaba en la recamara misteriosa, debió salir justo después de mi intento fallido por entrar. Casi no participa en la conversación. De repente pregunta cómo nos imaginamos que sería el mundo si ninguno de nosotros estuviera aquí. Orlando y yo nos miramos con desconcierto, John parece no haber entendido la pregunta, o más bien la ignora. Luego, sin dirigirse aparentemente a nadie en específico, la Julia dice algo incomprensible, reparo en que son las mismas palabras que más temprano me decía el belga antes de que Orlando llegara: foetrius landuma o algo parecido; me siento incómoda. Rodrigo llega de pronto y se integra a la conversación. Viene descalzo. Sin preámbulos nos pregunta a Orlando y a mí cómo creemos que sería el mundo sin nosotros. Desde que se acabó la bachata, la música es como de tambores, diferentes tipos de tambores; por encima de ella distingo la voz de Rodrigo repitiendo: foetrius landuma

Me las arreglo para apartarme con Orlando del círculo en que estábamos y le digo que mejor nos vamos, ya no me voy sintiendo cómoda aquí. En realidad no hay un motivo aparente, pero siento que no soporto ver más gente sin zapatos que vienen de un cuarto secreto diciendo cosas que no entiendo. Orlando me pide que me calme, que ya nos vamos, sólo quiere despedirse de la Diana. En eso viene John, sus pies desnudos, la mirada perdida, pronuncia frente a nosotros la frase extraña y luego le dice a Orlando que la suiza quiere hablar con él, que lo espera en la cocina. Siento una especie de terror inexplicable. Mi acompañante, con mucha calma, me dice que lo espere, que le va a comunicar a su amiga nuestra disposición de partir. Lo veo dirigirse a la cocina y me parece alcanzar a oír hasta donde estoy el ruido del cuarto cerrado. El terror se convierte en desamparo e impotencia.

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Orlando, tranquilo y animado, camina desde la cocina en dirección hacia mí, pero no me mira, tiene la mirada perdida y su rostro parece iluminado, debe ser la sonrisa que exhibe. Ni zapatos ni calcetines. Tras él, la Diana, también caminando en mi dirección. De pronto me percato que todos los invitados me miran, o al menos dirigen su cabeza hacia mí. Soy la única que tengo zapatos; en realidad son unas chinelas que me compré no hace mucho. Parece que me he vuelto el centro de atención. Comienzo a sentir vergüenza de tener aún cubiertos mis pies; definitivamente soy la nota discordante en este lugar. Me tranquilizo sin embargo, porque comprendo que tal situación no durará mucho. Sé que ahora me toca a mí. Es mi turno. Me llevan a la cocina.