Somos un abandono de luciérnagas

Poemas inéditos del poeta costarricense Francisco Gutiérrez 

Azufre, fotografia de Gustavo Briceño Casanova

Dryas reciente

 
                                                 El Dryas Reciente (c. 12.900 a
                                                 1.700 años AP) fue un retorno a las condiciones glaciales. El nombre se debe a
                                                 un género indicador, la flor silvestre de la tundra alpina Dryas octopetala.

 

 

Hemos usado al frío como un brazo flexible,
un abrigo con manchas de bronceador en el paladar. 


Hemos abrazado a la muerte confundiendo la tristeza
con los papalotes que traducen el frío en las madrugadas.

 
Hay alguien detrás de los bloques de hielo
y las explicaciones,
un derrame de amapolas
que prefiere sentarse detrás de los ojos. 


Hay muchos con hambre
en la forma de parpadear,
grandes extensiones de hielo
para la cosecha del metal de los saxofones.

 
Hemos vendido el agua que flota
por encima de la congelación
y hemos tomado a los cristales impersonales
de las ventanas como parte de la familia. 


Somos una manada que no merece
las migraciones de las mariposas monarca,
somos una manada que merece la ingravidez
de la ternura envasada en los supermercados.


Somos una densidad al fondo de los vasos,
una soledad esférica por debajo de las hormigas,
un desgano asociado a la erupción
de los hogares de ancianos. 


Somos el nado sincronizado de los ahogados,
la sinfonía de la tibieza
que tiñe de sangre el color rojo de los cangrejos. 


Somos una era con síndrome de estocolmo,
un estómago de montaña
que agradece la sequía de los pájaros.

Somos un abandono de luciérnagas
a la espera de los semáforos,
un lamento que se agita
en el pelaje de los osos mientras se alimentan.


El agua tibia al fondo de la autoestima
del océano viaja al norte,
se encuentra con nuestras promesas
del deshielo río abajo
y es así como aún buscamos un ramo de dryas
para mantener el corazón glaciar
del siguiente luto en estas manos aún nuestras.

 

 

Aguas profundas 

 


Atando cabos, atando cuerpos,
atando un cristal empañado al hundimiento
de un mensaje dentro de una botella aun llena.
Así la semilla se desnuda en soledad
en medio de dos manos de tierra,
así las cosas aún oscuras
duermen la siesta en los baños públicos. 


Por las fronteras que acarician
los bordes de las piedras redondeadas,
por los tratados de reparación
que han caído de un escarabajo en huida.
Así transcurren las oraciones de aguas profundas,
las que negocian el cauce con el frío
que hace esferas en cualquier alma.

 
El calor más próximo,
el que parquea el color amarillo en los nidos ilegales,
esa caricia traslúcida en los árboles ajenos,
las cuentas claras de una llovizna
que evita tocarse la espalda.

 
Por las semillas prohibidas
cualquier mano es una promesa de cal para aguas abiertas,
un mercado de las costas que esconde sus barcos,
las lecciones de violín que perdió la montaña entre sus manos.

 
De asuntos mal escritos está llena la lluvia,
ese espacio entre los dedos
donde crecen teclas de sal,
donde nace un piano bisiesto.

 

 

 

Serpent Mound

 

                                                  Serpent Mound, ubicado en la meseta de Serpent Mound Crater

                                                  en el condado de Adams, Ohio, Estados Unidos.
                                                  Es el mayor montículo-efigie del mundo.

 

 

Muchas almas se desprenden del cuerpo
por impulso germinal, 
niegan el atajo de ascender, 
se dejan caer al suelo 
y empiezan a escurrirse a través de la tierra.
Almas de escarabajos,
de libros cerrados,
almas de pájaros. 


Algunas abren el subsuelo y no se reconocen,
confunden sus brazos con raíces de frutos negros.
Almas que detienen su camino bajo tierra
para esperar con la boca abierta la luz de cuerpos fríos,
la imaginan con bordes de sal,
con una esfera de sal en el ombligo. 

 
Una cantidad aún considerable
elige perforar la nostalgia,
abandonar la fertilidad
de la capa más delgada y superficial,
eligen la solemne castración impresa en las nubes de polvo.


Muy pocas logran avanzar cauterizando los mantos,
van tejiendo desórdenes de rocas
y así alguna isla alargará el agua
hasta romper el aire con las manos grandes. 


En una excavación de rutina
se confunden las costillas de las represas,
se seca la saliva de los castores.


Los pocos restos de varias almas
logran alcanzar el núcleo de la Tierra
y tejen su nueva piel en lo disuelto del hierro.
Pulen sus ojos viejos con la polaridad de los osos comunes.
La cicatriz del viaje lleva forma de serpiente,
tierra limpia ondulada,
su cola abre el sol en el solsticio de invierno
y su cabeza es un templo
que cierra un pájaro sobre el otro en el solsticio de verano.
Y además esta tierra existe.

 

 

Sonajeros para elefantes

 

 

Cada sol es una gran fogata, 
una extensa tarde de domingo 
en las afueras de la melancolía. 
Para la cocción de las araucarias, 
de los sonajeros para elefantes, 
para la cocción de los meteoritos 
de corto alcance; 
ahora son aceptadas las recetas 
de un lenguaje solamente oral, 
esa lista de peticiones de rescate 
que viaja a solas en una tormenta solar. 


Sacando a pasear a la gastronomía 
por las calles angostas de la lujuria,
enumerando los ingredientes 
en las oraciones que orbitan el sudor ajeno,
aceptando los puntos ciegos 
que construyen el lado deformado de las iglesias;
así se rellena la astronomía de las tazas de té, 
la profecía en oferta en las tiendas astrales.


El sol es una gran fogata, 
todo es un restaurante 
que apaga sus hornos 
por debajo de los gatos 
que resucitan el asma 
en el pecho del desencanto.

 

 

Cilindro de cera

 

 

Al respirar somos un instrumento de viento muy rudimentario,
una gaita afinada con la humedad del miedo a la muerte.

 
Vamos rozando de manera continua el aire,
el aire recién accidentado en otra piel,
se enfrenta a la nuestra y continúa envuelto
en la anarquía de las mariposas con doble discurso.

 
Cuando nos sumergimos en el agua,
las agencias de viaje pierden ritmo en las peceras,
distorsionamos los planes de los agujeros negros,
el parte meteorológico de las aves migratorias necesita terapia de grupo.

 
El agua se construye cuando mueren las ballenas,
de la indecisión de los verdugos
el agua aprende la humedad. 


Parece lejano el inicio de los años 1900,
una aguja tatuando el relieve,
una cadencia de roces para reproducir
cualquier sonido similar a un escorpión
que recién ha completado su condena. 


Nuestros cuerpos de cera,
nuestros cuerpos cilindros mal diseñados de cera,
orquesta que ignora todos los instrumentos
que viajan dentro de las maletas extintas.


Dentro de los osos de hace 5000 años,
prefiero los solos de viento,
cinco agujeros en su fémur,
la sinfonía ancestral que hace del viento
un lugar para continuar la muerte.

 

 

La luz apagada

 

 

Sin guardar importancia alguna, 
sin necesidad de género,
molde o muro de retención en un jardín invertido, 
así transita la muerte, 
dueña del espacio traslúcido
entre la sangre y las arterias encorvadas de las manos ajenas. 


Así se traduce la muerte,
lenguaje bípedo
que transcribe los accidentes de tránsito,
los imprime dentro del pan,
los disuelve en el café de las mañanas,
lenguaje cerrado que conversa a solas
con la piedra que se ejercita
en las frases que nos decimos antes de dormir. 


Árbol de fuego seco con tronco inflamable que no arde,
instrumento de viento
que mantiene sin quemar
el alma de las cosas que ven la música
como la casa de empeño del llanto. 


Así la muerte encuentra camuflaje
en la tibieza de las iglesias
que entran en la temporada de rebajas
para las misas de bajo presupuesto,
para las misas que pueden costear
las larvas de las buenas costumbres. 


La muerte hermana,
suave tejido que le da textura a las mitades de las cosas,
textura que hace del trabajo de la guillotina ignorada
un milagro sucio de alas,
alas como páginas analfabetas con la mirada hacia el suelo.

 
La muerte hermano,
desconocido pariente que conoce la ropa interior de nuestro espíritu,
testamento de las aguas río abajo,
paciente que exige un dolor mayor
para el ramo de flores a la orilla de la cama. 


La muerte gemela,
así se confiesa la oscuridad
cuando la luz la escribe en dos,
dos mitades de una sandía rellena de oraciones
que no encuentran vida que las perdone.

 

 

Recipiente de luz

 

 

La luz tiene derecho a su propia metamorfosis,

a guardar oraciones en recipientes de vidrio,
tiene derecho a reclamar la sombra del agua,
a quedarse quieta para ver pasar
a las hormigas de huellas intercambiables. 


La luz nace en los lugares
donde los océanos cambian de nombre.

 
Duerme sobre algodones de oscuridad,
los envuelve y preserva del deshielo
que la sangre espera de las uvas. 


La luz lleva nombres propios en los callejones,
en las firmas sobre las paredes,
lleva cargamentos de grises para tejer la lencería del tacto. 


La luz tiene derecho a su doble personalidad,
cumple migraciones en los hoteles de paso
y arrastra un reptil de dudosa procedencia. 


Es así como la condena de las luciérnagas no espera.

Francisco Gutiérrez

Nacido en San José, Costa Rica. El día 27 de Diciembre del año 1978. Realizó
estudios en Química, Administración de empresas y Gerencia de proyectos.
Actualmete labora en la industria de manufactura.

Inició su camino en la literatura después de los 20 años. Tiene publicado un
libro, de nombre Pretextos para sobrevivir, 2005. Dejó de escribir por un poco
más de 10 años, a la espera de una nueva forma, la cual llegó hace poco más
de un año, con estos textos.

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