La guerra de Sandino o Pueblo desnudo

Esta novela fue escrita en la primera mitad de los años 1930 y estuvo inédita hasta 1985. Aquí, unos pasajes.

Fotografía de Sergio Palma (ver galería completa).

—«¡Ejército Libertador de Nicaragua! Este día, hermanos, nos hemos cubierto de gloria. Necesitamos que la victoria sea completa. Nos ha atacado el ejército más poderoso del mundo, y lo hemos batido. El plan es éste. Creen los mercenarios rubios que nos han aniquilado y es necesario que lo crean. Hoy ha llovido fuego y muerte sobre Segovia Santa. Creen los sicarios del avariento y codicioso Coolidge que nos han ahogado.

Creen que ya acabaron con Sandino y su ejército. Pero aquí estamos, invictos, ¡invencibles!».

«¡Ejército! No hay que dar señal de vida. A la mañanita volverán. Si dejamos los cadáveres de nuestros hermanos muertos, sin recoger, es para que se convenzan de que todos estamos muertos. Y cuando menos piensen, les caemos sin que estén prevenidos y que no quede uno con vida. ¡Ahora somos la Muerte viva, la Quirina enfurecida, los ángeles del Juicio Final, y esta victoria será la envidia de los ejércitos del mundo!».

«¡Ejército! ¡Descansen..., arm!».

 

*

 

EN LAS LADERAS DE EL CHIPOTÓN se cavaban trincheras y se les ponía toldo. Faltaba un mes para que comenzaran las lluvias que se anunciaban copiosas. El Tata Cura decía que las trincheras le recordaban las catacumbas. Del Cuartel Central, en la cumbre, se perforaban caminos en zanja hasta las trincheras. El trabajo era inmenso.

Ferrara había salido en diversas comisiones hasta el Ocotal, comprando víveres. La orden de concentración que los yanquis habían dado sembró el pánico en la tierra. Los comerciantes acaparaban el maíz y los frijoles y el arroz, para vendérselos a los cafetaleros a alto precio. Ferrara unas veces compraba, otras asaltaba las cargas; luego desarrolló la táctica de comprar primero, poner la mercancía a seguro, y asaltar al vendedor para recobrar lo pagado. Así, siempre tenía con qué pagar y para obtener las provisiones no necesitaba gastar tiempo regateando precios.

 

EL TERROR QUE LOS YANQUIS imponían con su concentración y el bombardeo de aldeas infelices, y el otro terror que sembraba la cuadrilla de Ferrara, mantenían a las Segovias en alarma perpetua. Herr Hagedorn, el mandador alemán de la finca de los Sircker, comprendía la situación. La propiedad a su cargo venía a ser una especie de asilo. Tenía la seguridad de que los yanquis la respetarían, y que bandolero ninguno se atrevería a asaltarla. «Germania» se llamaba la hacienda. A la «Germania» acudían familias enteras. Hagedorn les proponía darles rancho a cambio de trabajo cortando café. Si no querían, podían irse.

Las familias enteras se quedaban. El veterano alemán calculaba en elevada suma de marcos oro lo que se embolsaría de no pagar jornales. «Ayúdate que Dios te ayudará», era su lema. A los marinos los detestaba cordialmente. Toda noticia de descalabro que sufrían le alegraba el corazón. Por los nativos no era odio el que sentía sino un desprecio sin átomo de pasión. Dios los había creado para el servicio del blanco. Y blanco puro, sólo el alemán. La «Germania» por ser propiedad alemana era lugar sacrosanto. Frente a la casa de habitación, en una asta noblemente erguida, flotaba orgullosa la bandera del Imperio de Alemania. Hagedorn era alemán de la vieja escuela. Había acompañado al príncipe Henry von Prussia a Centroamérica. Su alteza se había establecido en Costa Rica. Él había logrado la gerencia de la «Germania» en las Segovias nicaragüenses. Era aficionado a la historia y poseía una biblioteca que era el asombro de sus mozos.

 

*

 

SE LE DABA DESCANSO a las bestias que habían llegado maltrechas y cuajadas de patacón. Mientras tanto el coronel Umanzor había salido con dirección a la "Germania" para explorar el campo y dar aviso de la situación. Los días se pasaban de sol a sol haciendo trincheras, cavando hondo los depósitos para la dinamita, limpiando los rifles para que no se fuesen a ensarrar. Por las noches, junto a los convalecientes, se contaban cuentos, se armaban discusiones; adoctrinaba Sandino, y el panameñito tocaba su guitarra mejoranera y cantaba:

Usaré lentes y leva,

pantalones a lo balón;

me pondré camisa nueva

igualita a la que lleva

el mismo gobernador;

voy a llamarme doctor

aunque metiendo la pata

ya que fue jecha la plata

para el que engaña mejor, ¡ah!

 

Y adiós al triste corral,

al maíz y al ganado,

yo quiero ser diputado

o siquiera concejal.

Me voy a la capital

a chupar en el Unión

y a mi chica, de lección

para que tenga recreo,

voy a enseñarle el flirteo,

el yas y el charlestón, ¡ah!

Voy a enseñarle el flirteo,

el yas y el charlestón.

—¡Negro más ambicioso! —exclamó el coronel Ferrara.

—¡Oiga! —le replicó el panameñito—. No me miente esa palabra. Yo soy panameño, sabe. Yo soy de Los Santos. No lo niego ni lo escondo, que lo que se hereda no se hurta. Pero negro, no, ¡compadre!

—¡Mírate el pelo murruco en un espejo, y no jorobés la paciencia!

—¡Vea qué vaina! —exclamó el panameñito—. Negro aquí, negro allá, así nos tratan los gringos... —Las lágrimas se le salían a los ojos.

—¡Coronel Ferrara! —exclamó Sandino—. La cuestión no es de espejo ni de mirarse nadie. Negro se dice en Panamá para insultar, y yo no permito que se insulte a ningún voluntario.

—¡Yo lo decía en broma, mi General!

—¡Atención todos! Desde hoy quedan abolidas las diferencias de raza en el Ejército Libertador de Nicaragua.

—Que nos eche otra canción, y se olvide el accidente —dijo el Tata Cura—. Aquí nadie te ha querido insultar, hijo; ¿verdad Ferrarita?

—Yo, no —dijo el coronel Ferrara—. Si hasta cariño le tengo. Que nos cante otra canción y se deje de dunderas.

—Ahí les va un zapatero —dijo jubiloso el panameñito, y cantó:

¿De qué te sirve afanar

para tener plata y oro

si no tratas de alcanzar

el verdadero tesoro?

 

¡La niña que yo más quiero,

aquella a quien tanto adoro,

la niña por quien yo muero,

ese es mi mayor tesoro!

Mientras el panameñito cantaba, Peño no le quitaba los ojos a la Felicitas. La llama de la lumbre le hacía brillar las mejillas a la muchacha.

 

*

 

SE ESPERÓ LA MAÑANITA. El General Sandino pasó revista de su ejército. Eran más de cien hombres.

—«Atención... ¡Firm! Ejército Libertador. Quiero que todos vean lo que es ser valiente. El capitán Peño va a hacer ofrenda de una mano. Va a dejarse mutilar, para poder volver entre la yancada y que le den confianza y guiarlos adonde podamos batirlos».

«Este es un sacrificio voluntario. Cuando tengamos medalla de oro para premiar el heroísmo, esa medalla lucirá una mano cortada en memoria inmortal de este acto».

«¡Capitán Peño!».

—Presente, mi General.

—¡Avance!

Peño avanzó. Tenía los ojos fijos. Caminaba como si fuera de piedra.

Sandino hizo traer un trozo de cedro, un pedazo de tronco alto como una mesa. Allí ordenó a Peño que colocara la mano. El capitán lo hizo pero no pudo dejar de torcer el cuello para advertir la mirada. La frente le corría en sudor. Sandino alzó la cutacha reluciente.

—¡Mi General! —gritó, saliéndose de las filas el Tata Cura—. ¡Mi General!

Fue todo en un segundo.

La cutacha cayó cercenando dos manos. El Tata Cura también quiso ser sacrificado.

Los mutilados alzaban en alto los muñones sangrantes.

Sandino en persona les contuvo la hemorragia amarrándoles la muñeca con cáñamo fino.

—¿Por qué quiso hacer eso, padrecito?

El Tata Cura gemía.

—Yo no he sido un buen sacerdote.

—¿Duele, padre?

—No.

—Ejército Libertador, presenten... ¡arm!

 

EN EL CUERO ESTIRADO que a Sandino le servía de cama descansaban Peño y el Tata Cura.

Las cuadrillas se habían ido al trabajo.

—Mi mano estaba consagrada —lloraba el cura—. Ahora ya jamás podré alzar.

—Sí, padre.

—Nunca fui digno.

—No, padre.

—Más grande es el sacrificio tuyo. Vos sos joven. Te gustaba trabajar. Yo puedo ser limosnero, por el amor de Dios.

—Lo que yo quería, padre, era casarme con la Felicitas.

Ahora, coto, menos que me quiera.

—No conocés a las mujeres.

—¡Sería mi suerte, padre!

—No pensés más. Pensá sólo en cómo vamos a volver donde los yanques.

—¡A esos sí que nos los embolsamos! ¡Ay!

 

*

 

LOS SANDINISTAS habían hecho una matanza enorme. Como a algunos se les acabara el parque, habían blandido los machetes y salido de detrás de los troncos que los amparaban, dispuestos a cargar contra los yanquis. Entonces fue que éstos emprendieron la fuga.

La carrera del sargento montado acabó con la moral de la escasa treintena de supervivientes, que se rindieron.

Los desarmaron a todos, los amarraron fuertemente por los codos con los brazos juntados detrás, los cargaron con sus propios rifles, y tomaron el rumbo de regreso tras de haber recogido las armas y el parque de los muertos que dejaban atrás.

Orillando el fuego avanzaron con cansancio.

—¡Quién nos batiera un tiste! —exclamaba uno.

—¡O que mi General nos dejara echarnos un trago!

—¿Y de dónde sacabas la cususa?

—Vayan alerta a ver si cogemos un venado asustado que destazar arriba —les decía Sandino, muy orondo en su mulita parda.

Divisaron antes que a venado ninguno al sargento Hemphill.

—¡Es yanque!

Una docena de rifles se elevaron y sonó la descarga casi unísona.

El caballito rodó por el suelo herido de las piernas y el marino atravesado del hombro.

La avanzada sandinista topó con Peño y el Tata Cura. Hubo abrazos jubilosos.

—¡Ahora sí que nos dimos gusto!

—¡Los yanques chillaban de espanto!

—¡Qué cachimbeada la que les dimos!

—¡Nosotros bramábamos de rabia!

Cerca había un ojo de agua. El grueso de los sandinistas pronto hizo presencia. Los prisioneros venían trasereños.

Sandino también se regocijó de ver a Peño y al Tata Cura.

—¡Son las manos de ustedes que han hecho esto! Fue una victoria total.

 

*

 

La campaña electoral estaba en su apogeo. Fluía guaro en abundancia. Los parques se cubrían de nativos que el vil licor había tumbado con «¡Viva el Partido Liberal!». Los marinos que hacían de policía en la ciudad tomaban a diversión apalear borrachos y llevárselos en autobuses a la cárcel donde les aplicaban chorros de agua entre grandes risotadas.

El general Frank McCoy, del Ejército de los Estados Unidos, había asumido poderes dictatoriales en la Junta Suprema Electoral en la que también tenían sendos representantes los partidos históricos. La Junta estaba facultada para resolver por sí y ante sí cualquiera y todo caso que surgiera, y estas resoluciones podían ser tomadas por unanimidad o por mayoría, pero sólo constituía mayoría el voto de un partido más el del interventor yanqui; no era mayoría la unión de los dos partidos nativos en contra del tercero nombrado por el presidente Coolidge. Por lo demás, no se vio nunca que los nativos se uniesen.

Liberales y conservadores rivalizaban en sus periódicos diarios en quemar incienso al yanqui, injuriaban soezmente a los compatriotas del bando opuesto, y ambos se cebaban en Sandino a quien pintaban en tétricos colores.

Moncada era el más desvergonzado portavoz de todos ellos:

—La intervención —decía— sólo bienes nos trae. Hay siete mil hombres del ejército mejor pagado del mundo que derraman su soldada en el país. Constituyen una escuela viva que nos está enseñando a ser civilizados. Y nos están mejorando la raza. Los grandes pueblos son los de ojos azules...

A Moncada lo escuchaban como un oráculo los periodiqueros liberales, los Hernán Robleto, los Juan Ramón Avilés, los Andrés Largaespada. Robleto aspiraba al nombramiento de ministro en México, Largaespada era candidato a diputado, Avilés se conformaba con pontificar. Los tres letrados sin estudio, estadistas necios, se ufanaban de ser liberales y agotaban todos los recursos de su flaca retórica empeñados en probar que los conservadores respaldaban a Sandino. La prensa conservadora no les iba en zaga. Los periódicos de los Cuadra Chamorro, Chamorro Cuadra y Chamorro Chamorro, veían en Sandino a un «comunista mexicano», azote de la Iglesia, mutilador de sacerdotes, producto liberal.

Sólo en una publicación, La Tribuna de Managua, en los artículos que escribía día a día Salomón de la Selva, y en los epigramas incendiarios que Carmen Sobalvarro mandaba clandestinamente desde El Chipotón y que aparecían los domingos, se respaldaba la actitud de Sandino, se calificaba de traidor a Moncada, se apuntaban los desmanes de la marinería yanqui. La Tribuna desentonaba en Nicaragua. Sobalvarro y de la Selva hablaban un lenguaje que no entendían sus compatriotas. El yanqui no estorbaba a de la Selva, antes bien tanto Eberhardt como Feland solían extremarse en cortesía para con el amargado y solitario sandinista que vivía en Managua.

 

ERA VALOR ENTENDIDO que las elecciones las ganara Moncada. Al votar los ciudadanos se les manchaba la mano diestra con una tinta especial que duraba semanas en desteñirse. ¡Ay de quien no tuviera el estigma! Ese era sandinista declarado y llevado a la penitenciaría. Así se encarceló a centenares de inocentes. El cómputo de votos arrojó el mayor número de sufragios en la historia del país, y Moncada fue declarado presidente electo de Nicaragua.

—¡Lo felicito y me felicito! —le dijo Gioconda Castellón.

Para celebrar el triunfo se sucedieron bailes suntuosos en León, en Granada, en Masaya, y en Managua. A todos concurría la opulenta morena de ojos azules y carnes por reventar. Estaba orgullosa de la lujuria que despertaba, pero tenía ya infinidad de rivales dispuestas a no esperar que Moncada fuera presidente. Gioconda quiso, ante esa situación, "picarle la cresta al gallo", como decía; darle celos a Moncada; y en uno de los saraos se dejó besar los hombros públicamente por Julito Benard, el dandy intérprete particular del general Feland.

—Le has cruzado el camino a mi tío —le dijo a Benard el sobrino de Moncada— y él no anda con contemplaciones.

—Pero hombre —procuraba explicar Benard.

—No hay hombre que valga. Te le atravesastes y mejor es que te hundás adonde no te vea cuando sea presidente.

—¿Y por qué no me defendés vos, hombré?, a vos te hace caso.

—El, ¡Güebington Avenue y Bergal Street!, no me jodás. A Benard se le aflojaron las canillas de terror. Era tan fácil hacerle daño a él, se decía. Bastaría una insinuación de Moncada para que Feland le diese de baja. Y entonces, ¿qué sería de él? En aprender inglés, en aprender a bailar, se le había ido la primera juventud. La vida se le volvía amarga. Y lo peor era que cuando había intentado manosearle las tetas a la cabrona, ella le había dado sonora cachetada.

 

*

 

EL PLEITO ENTRE Eberhardt y Feland se fue acentuando. El Senador Burton K. Wheeler visitó Nicaragua en cuestión de horas. A la prensa de su país hizo declaraciones:

«Volé sobre Nicaragua y estuve en su ciudad capital. No vale todo ese país la vida de un solo marino americano. Nicaragua es lo peor y último de la tierra».

 

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La novela completa puede leerse, en la edición de Julio Valle Castillo (Managua: Fundación UNO, 2007), de donde se han tomado los fragmentos anteriores, siguiendo este enlace.

Salomón de la Selva

Poeta nicaragüense bilingüe, ensayista, diplomático y político nacido en León (Nicaragua) en 1893. Sirvió como soldado raso durante los últimos meses de la Primera Guerra Mundial al servicio del rey de Inglaterra Jorge V en el Royal North Lancashire Regiment, experiencia esta que sirvió de inspiración para su poemario El soldado desconocido (1922). Otros de sus títulos a destacar son Tropical town and other poems (1918), Evocación de Horacio (1949), Evocación de Píndaro (1957) y Versos y versiones nobles y sentimentales (1964). Murió en París en 1959.

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