Ideas uruguayo-nicaragüenses: Nicaragua
Sobre el rol del escritor a la luz de su situación cultural y política.
Originalmente publicado en 2012 por el autor en su blog personal: topogenario.blogspot.com.
Equidistancias
En este año que va, corre para mí el décimo tercer año que llevo viviendo en Uruguay. Que es la misma cantidad de años que viví en Nicaragua. A estos veintiséis años sumo un resto repartido en varios países del continente.
Como exiliado —voluntario—, no puedo menos que encontrarme en una especie de periferia constante: no tengo las claves culturales que forjaron el pasado de mis contemporáneos uruguayos, y no tengo las claves culturales que forjan el presente de mis contemporáneos nicaragüenses, aunque de estas situaciones de carencia la más angustiosa es la primera, la carencia uruguaya por así decirlo, ya que es historia irrecuperable para mí, es invivible; en cambio, el presente de la segunda siempre está al alcance de un click, una llamada, una radiotransmisión por la red, o unos hipotéticos boletos de avión.
Por tanto, para mis contemporáneos uruguayos, mi pasado tiene trece años. Para mis contemporáneos nicaragüenses, mi presente se detuvo hace trece años. Tengo con todos ellos, entonces, comuniones heridas, cercenadas, incompletas.
En cuanto a Uruguay, escribiré en otra ocasión; creo que, después de trece sólidos años aquí, al filo de la navaja, que incluyen mi advenimiento como escritor, me he ganado el espacio, por no decir el derecho, de realizar mis críticas, como un uruguayo más.
En cuanto a Nicaragua, voy a reflexionar en tanto que al rol de escritor se refiere, esto es, su producción textual y las condiciones políticas y materiales que rodean y sostienen esta producción textual.
Algunas marcas
Cuando yo vivía en Nicaragua, en mis últimos años, la RAAN y la RAAS eran el departamento de Zelaya; todos los días me despertaba, secretamente, sin que mi madre lo supiese, para escuchar en Radio Ya la emisión matutina (0600) de Otto de la Rocha interpretando a Aniceto Prieto/Lencho Catarrán/Pancho Madrigal; seguir a los Dantos de Managua era políticamente correcto y progre, seguir a los Indios del Bóer era ser conservador y facilista, los Dantos eran garra, sacrificio y heroísmo revolucionario, o sea, trabajo, y los Indios del Bóer eran burguesía, la percepción de jugadores mejor rentados y ganar jugando bonito, o sea, estética; Epifanio Pérez era una gloria -para mí lo sigue siendo-; y Edgar Tijerino aún no era una vedette.
Nicaragua se encaminaba por ese entonces, bajo una línea de gobiernos «liberales», a conseguir un grado de analfabetismo que, en la década del 2000, alcanzaría el 30%. Además ingresamos en el grupo de los Países Más Pobres del Mundo —y algunos hasta lo celebraron—. Aquí podríamos declarar, si todavía nos quedaba alguna duda, cualquier vestigio de Revolución oficialmente muerto.
El exilio en Uruguay, como no podía ser de otra manera, me forzó -lo quisiese o no- hacia un nuevo lugar desde donde mirar las viejas ideas que portaba acerca de mi identidad, y me instiló nuevas ideas con respecto de mi país. Estas ideas, ahora tienen este sabor, presentan una existencia algo paradójica: tienen una raíz nicaragüense, pero un fuerte eco uruguayo, son una comunicación directa con la mayor tradición crítica que respiro en la sociedad uruguaya. Curiosamente, entonces, esto sí que es curioso para mí, estas ideas tienen en el fondo más factura uruguaya que nicaragüense, esto es, son más un producto positivo del nacimiento y progreso de mi identidad como uruguayo, que un remanente o peso seco de la paulatina "muerte" de mi identidad nicaragüense.
Idea-fuerza: La toxicidad de Rubén Darío
He aquí algunas ideas que, como dije, hacen al rol de escritor:
-Rubén Darío ya es una cuestión tóxica en la literatura nicaragüense: mis años en Uruguay me han mostrado la profunda artificiosidad del esquema Rubén-Darío-el-poeta-Nicaragüense. Quiero en este momento acotar el término "esquema", y su relación "artificiosa". Como esquema quiero decir: el montaje, el aparato, la estructura, el andamio, que intenta utilizar a Rubén Darío como un vehículo, un estigma, una marca, de "ser-nicaragüense". Y artificiosidad se remite, precisamente, por ser una marca, una calcomanía, un logo Made-in-Nicaragua, a la maniobra ideológica de aquella intentona, de aquel esquema. Digámoslo así: literariamente, durante la mayor parte del tiempo hemos sido una sociedad huérfana, bastarda si se quiere, sin padre literario alguno. La manipulación de Darío como alfil de nuestra textualidad la veo, la siento, como un ensayo de llenar ese vacío, ese angustiosovacío. Porque sin un padre, sin un padrillo, textual, viril, sólido, firmemente estudiado, canonizado y secularizado, podemos empezar a temblar en nuestra nicaraguanía.
Pero la verdad es que Rubén Darío quizá es más sudamericano o español, antes que nicaragüense. Darío no es un padre, sino un padrastro -o así lo siento yo, y también mi producción textual-, que nos lo impuso una madre -quizá también una madrastra- que no conocemos, y cuyo nombre no recordamos.
Creo que los escritores de Nicaragua, si hemos reflexionado a este respecto, deberíamos denunciar esta insistencia ideológica y pasar a aceptar los hechos de familia como son, y no como nos gustarían que fuesen: que somos una nación (¿en serio?, ¿después de todo, somos una nación?) cuya textualidad es huérfana, bastarda en el mejor de los casos.
En lo que es en mi caso particular como escritor, pero sobre todo como nicaragüense, estoy absolutamente preparado y dispuesto a renunciar al padrinazgo dariano, a denunciarlo como artificioso en cuanto que locus de identidad, y a intentar impedir que se continúe con esa maniobra que opera contra mí: perpetúa un estado de lesión de identidad. Si soy huérfano textual, por el lugar en que nací, pues déjenme serlo. En serio, déjenme serlo. Lo arreglaremos. Les prometo que eso lo arreglaremos. Pero, si lo somos, déjenme serlo.
Si he recibido la influencia de Rubén Darío es en tanto que Darío es de la lengua castellana, no de la nicaraguanía. Como nicaragüense, puedo decirles, puedo afirmarles sin salirme un punto de la verdad, que jamás me sentí identificado ni con la prosa ni con la poesía de Darío, y que mi contacto social con él únicamente pasó por la recitación atlética de sus poemas en la escuela/liceo, más el clásico poemita modernista que escribimos de chavalos, y que, en lo que a mi pasaporte nacional se refiere, me hubiese dado lo mismo que Darío hubiese nacido en Santiago de Chile, en Buenos Aires o en Madrid.
Como escritor, en cambio, doy gracias a que he recibido no a Darío mismo, sino elestado de la literatura castellana en parte como consecuencia de la obra de Darío, una obra que considero monumental, por las condiciones históricas y dialécticas de las que emergió, pero no por las actuales. Sin embargo, ciertamente este agradecimiento con Rubén también lo deben de tener los escritores chilenos, los argentinos, los uruguayos, los españoles, etcétera. Y ni siquiera los escritores, sino cualquier persona que alguna vez ha abierto un libro en castellano y que no es una traducción de otro libro.
Esto es, como escritores políticamente nacionales, somos patriastras de nuestra nación -de nuestra nación política; nuestros países literarios no son nuestros países-, pero compatriotas del país textual en el que vive Rubén Darío.
Así que, por favor, dejémonos de joder con el truco Rubén-Darío-el-Poeta-Nicaragüense, y empecemos a narrar nuestra familia textual como es, una familia bastarda y/o huérfana, que refleja y que acompasa no en poco la historia colonialista e imperialista que sobre nosotros ha recaído, y cesemos de narrar nuestra familia como nos gustaría que fuese: una familia "modelo" con un padre borracho, cabezón.
Pastillitas
Al respecto, por último, quiero introducir tres pequeñas pastillitas literarias que anotan la idea que estoy reflexionando.
i) primero, los versos de Nicanor Parra, anotados a su vez por Roberto Bolaño, enEntre paréntesis. La cita es como sigue:
[...] en fin, el orden varía según los interlocutores, pero siempre son cuatro sillas y cinco poetas, cuando lo más lógico y lo más sencillo sería hablar de los cinco grandes poetas de Chile y no de los cuatro grandes poetas de Chile. Hasta que llegó el poema de Nicanor Parra, que dice así:
Los cuatro grandes poetas de Chile
son tres:
Alonso de Ercilla y Rubén Darío.
[...] Rubén Darío, como ustedes también saben, y si no lo saben no importa -es tanto lo que todos ignoramos incluso de nosotros mismos-, fue el creador del modernismo y uno de los poetas más importantes de la lengua española en el siglo XX, probablemente el más importante, nacido en Nicaragua en 1867 y muerto en Nicaragua en 1916, que llegó a Chile a finales del siglo XIX y en donde tuvo buenos amigos y mejores lecturas, pero en donde también fue tratado como un indio o como un cabecita negra por una clase dominante chilena que siempre se ha vanagloriado de pertenecer al cien por ciento a la raza blanca. Así que cuando Parra dice que los mejores poetas chilenos son Ercilla y Darío, que pasaron por Chile y que tuvieron experiencias fuertes en Chile (Alonso de Ercilla en la guerra y Darío en las escaramuzas de salón) y que escribieron en Chile o sobre Chile, y en la lengua común que es el español, pues dice la verdad y no sólo zanja la ya aburrida cuestión de los cuatro grandes sino que abre nuevos interrogantes, nuevos caminos, [...]
Roberto Bolaño / "Entre paréntesis" [44-45]
Más claro, echarle agua.
ii) la segunda pastillita es un rasgo, un patente, aunque sutil, y significativo rasgo que he encontrado absolutamente en todos los libros, pertinentes al tema, que he leído de Azorín, [he leído muchos libros de Azorín], uno de mis maestros de estilo: en todas las veces, sin excepción, que Azorín ha escrito un comentario o esbozado una idea que toca a Rubén Darío se refiere a él como «nuestro poeta», es decir,nuestro como español, esto es, de España. Inclusive, cuando en algunos breves pasajes comenta la poesía española contemporánea suya, incluye a Darío entre los poetas españoles, sin ningún tipo de especificación migratoria, y lo llama siempre «nuestro». Conociendo como conozco a Azorín, bajo su toga de minuciosidad, su consistencia de procedimiento y su metodología, me costaría grandes esfuerzos creer que es ignorante de la procedencia migratoria de Rubén Darío. Obviamente que Azorín sabe que Darío nació en Nicaragua, ¡cómo no va a saberlo!, pero lo descarta a la hora de pesarlo en la balanza de la literatura, y lo presenta como español a secas. ¿Es un intento de apropiación, de usurpación por parte de Azorín? ¿Es una jugada imperialista —otra más—, esta vez de España, contra «nosotros» —algún nosotros— para quedarse en sus predios con el Príncipe de las letras castellanas? ¿O no será que Azorín simplemente inauguró la misma función que cumpliría, décadas después, Nicanor Parra: la de señalar «Rubén no nació aquí, pero es más nuestro que los nuestros»? Esto puede ayudarnos a reflexionar que, en cuanto a identidad, identidad textual, Rubén Darío no es «nuestro», no es nicaragüense.
iii) tercero, una obra suprema del fetiche: Margarita está linda la mar, la novela con que Sergio Ramírez compartió el trofeo inaugural del premio Alfaguara en 1998. Es curioso que recién sea en 1998 cuando se convirtió a Darío en un plastic-doll de libro. Pensándolo bien, la reificación narrativa de Darío en ideología debería de haber ocurrido mucho antes; no lo sé, pienso, es una idea, o menos, menos que una idea, sólo una sensación. Quizá otras obras literarias ya lo plastificaron con anterioridad, como a las cédulas, y yo lo desconozco. Pero las probabilidades de que así sea son pocas, no sólo porque no tenemos tanta literatura nicaragüense en el siglo XX como para derrochar fetichizaciones o plástico, sino porque la fetichización, la cosificación misma como herramienta cultural y su momificación crítica, es un producto relativamente reciente en el mundo occidental, algo que tiene que ver más con el pasaje del escritor hacia la posmodernidad literaria, y el agotamiento de lasliteraturas. En Margarita está linda la mar, Sergio Ramírez produce una masacre de símbolos siguiendo casi que al pie de la letra la receta del fetiche —habría que buscar con exactitud los términos de esta receta, quizá ha cambiado—. En la novela ocurren dos historias que, a través de hábiles herramientas narratológicas —como quiera que Sergio Ramírez es un escritor profesional—, nos son presentadas como espejos una de la otra: en un espejo vemos al poeta Rigoberto López Pérez en su gesta épica donde logra asesinar, en 1956, al dictador Anastasio Somoza García, sacrificando de forma ovina su vida; en el otro espejo, seguimos a Rubén Darío, en sus últimos tiempos, por su estadía en Nicaragua, culminando con su muerte en 1916, y en el robo de su cerebro. Entonces, el lector, a través de diversas focalizaciones y cambios en las voces narrativas durante toda la novela, asiste a una maniobra en la que constantemente está cambiando de espejos: en uno miramos al héroe nacional, al nicaragüense verdadero, cordero sacrificado por la nación, en el otro miramos al héroe literario de la lengua siendo nicaragüense: como comprenderán, para los que no hayan leído esta novela —y más todavía para los que sí la leyeron—, nos es imposible evitar la transferencia cultural entre ambos símbolos. Es más, no podemos decir con exactitud qué simbología está al servicio parasitario/comensalista de quién, si el nicaragüense del Hombre Universal o el Hombre Universal del nicaragüense, si el héroe del genio o el genio del héroe, si las artes a las políticas o las políticas a las artes, si la conspiración a la decadencia o la decadencia a la conspiración. La novela es buena en cuanto que interroga, de forma habilidosa, una historia cultural concreta. Pero es mala en cuanto a que su interrogación termina en ideología pura, concurre al engaño de una transferencia simbólica donde el objetivo es -o para mí es patente- el de machacar aún más la identificación de Rubén Darío como El-Poeta-Nicaragüense. No tengamos ninguna duda: esta obra, como corresponde a las obras de todo escritor, implica/comporta una operación ideológica pura. Con seguridad ocurren otras funciones en el libro, no vayamos a olvidar ahora el viejo truco de la polisemia en la teoría literaria, siempre es bueno tenerlo a mano para poder incluir en él todo el resto, lo que sea que sea ese resto. Pero ésta, esta operación ideológica, siento que es el objeto de fondo de todo el libro. Ahora hallo muy natural pensar que la primera víctima de todo esto es, ni qué hablar, Rigoberto López Pérez. El Rigoberto de carne y hueso. Y que no es casual que hoy en día Rigoberto ya no está ni en el estadio, ni en los billetes. La segunda presa es el Lector. ¿Es esto casual? ¿Es realmente una pura casualidad? Seguramente la desaparición de Rigoberto de la simbología nacional es un reflejo directo que tiene que ver con la historia política más reciente, de los 90s para acá. Oh, casualidad, también el libro de Sergio Ramírez es "de los 90s para acá". Quizá antes no había muchas Margaritas-está-linda-la-mar precisamente porque había billetes de Rigoberto y el estadio era de Rigoberto. Yo pregunto: ¿ahora sí nos parece que la literatura es política, que la literatura es una operación ideológica por excelencia, que el escritor tiene responsabilidades políticas irrenunciables? ¿Ahora sí?
Secretos
///Les contaré un secreto, al respecto: cuando yo vivía en Nicaragua, el billete de 100 córdobas -al igual que el chanchullo de 100 000- tenía el rostro de Rigoberto, coloreado en azul prusia; además, a partir de la Revolución, el Estadio Nacional, en Managua, por Montoya, se llamaba Estadio Nacional «Rigoberto López Pérez». Hoy en día el Estadio se llama Estadio Nacional «Dennis Martínez», quien es el jugador de béisbol más laureado del deporte nicaragüense. Pero, ey, en serio, ¿qué hizo Dennis? ¿Realmente qué hizo, más que Rigoberto? Pitcheó un juego perfecto, ganó más juegos que cualquier latino en Estados Unidos, se hizo con algunos millones de dólares, bebió guaro, y terminó el quinto inning de un sexto juego de Serie Mundial, con el marcador 0 a 0. ¿Y qué hizo Rigoberto? Mató al dictador. Mató al dictador que quizá, de vivir, es bastante posible, hubiese impedido a Dennis todos estos logros. Está bien, es cierto, algunos me dirán que me pongo preciosista, que en última instancia el estadio es un santuario deportivo, y que Dennis es el máximo deportista que tuvimos -con lo que yo discreparía; nuestro máximo deportista es Alexis Argüello-. Yo les digo que no: el estadio nacional es un acto de nacionalidad; allí vamos a subjetivar nuestro yo común, allí vamos a socializar nuestro cáncer compartido, a sublimar la enfermedad de tener que soportarnos. En palabras de Terry Eagleton:
Es verdad que los órdenes capitalistas avanzados se han de proteger de la alienación y la anomia con algún tipo de rito y simbolismo colectivo que incluya la solidaridad de grupo, la competitividad viril, un panteón de héroes legendarios y una liberación carnavalesca de energías reprimidas. Pero esto ya lo proporciona el deporte, que combina apropiadamente el aspecto estético de la Cultura con la dimensión corporativa de la cultura y que, por tanto, supone para sus devotos tanto una experiencia artística como una forma de vida completa. Sería interesante imaginar qué efectos políticos tendría una sociedad sin deporte.
Terry Eagleton / «La idea de cultura» [109]
El tipo mató al dictador. ¿Me comprendés? Mató al dictador. Lo peinó, lo afeitó, lo hizo fiambre, lo palmolive, fue boleta. Inmediatamente lo mataron a él, lo acribillaron salvajemente y, lo refloto de la novela, le cortaron los güevos. Yo no estoy afiliado a ningún partido político nicaragüense, ni ningún funcionario político nicaragüense paga mis guisos del domingo ni mis gallopintos de entre semana, así que esto ahora no me viene en prenda. Mi secreto es: sin importar cómo le digan mis hemicompatriotas, para mí el estadio es el Estadio Nacional "Rigoberto López Pérez". Y así le llamaré siempre. Siempre.///
Ciudadanías de segunda clase
Si pensamos en la literatura de nuestro país, Nicaragua para el caso, —con literatura me refiero exclusivamente a narrativa y dramaturgia, excluyo por ahora la poesía— debería resaltarnos esa condición de ciudadano de segunda, tercera, o cuarta clase, que tenemos en el mundo de la literatura.
Para el escritor nicaragüense creo que le sería de gran ayuda, a su obra, y sobre todo a la vida cultural del país, reflexionar al respecto. Pero me gustaría encauzar un poco el sentido de esa reflexión. Porque dependiendo del sentido que tome será la magnitud, la potencia de sus resultados críticos. Y con seguridad sus obras narrativas son las que atestiguarán esa potencia, o esa carencia de potencia.
Países de cuarta
Como escritores deberíamos asumir que no es una casualidad, extraída del aire, el hecho del estado paupérrimo de la narrativa nicaragüense, por no mencionar la prácticamente inexistente dramaturgia. Tenemos una literatura de cuarta porque en ella reflejamos en buena medida esa categoría de país de cuarta que llevamos incorporados en nuestros genes culturales. Es cierto, este reflejo, este complejo de inferioridad, no ha sido una dominación autoimpuesta, sino que a su vez resume las condiciones históricas desde las que surgió nuestro país político —para dejarlo acotado allí, y no hablar de nación, etnia, proyecto centroamericano [o americano, si se desea] o la gesta panamericanista que usted más prefiera—.
Para no extendernos demasiado, mencionemos al pasar que durante casi todo el siglo XX fuimos uno de los ejemplos clásicos de república bananera —quizá todavía lo somos, con algunos retoques, en el siglo XXI—; mencionemos además que fuimos el país de América con más años de intervención militar directa por parte de una potencia extranjera -Estados Unidos-; y que tuvimos una dictadura de más de cuarenta años la cual, en su último período, llegó a exhibir un escalofriante analfabetismo del 50%. Así, acotémoslo para arrancar. Además de eso, con las pujas de las izquierdas en los 60s y 70s, más el triunfo de la Revolución en 1979, nos aseguramos un asiento de palco en el panorama de la Guerra Fría, aunque nunca fuimos, por supuesto, la vedette. Y todavía ni siquiera he mencionado la situación política, demográfica, cultural, que tenemos en la amplia faja de la Costa Atlántica, un lugar al que, aún hoy, mayoritariamente no se puede acceder excepto por aire o por agua, y donde el castellano ni siquiera es la lengua única.
Lo que quiero decir con ese brevísimo pantallazo político es que si culturalmente nos tratan como una sociedad de cuarta es porque políticamente hemos crecido y nos hemos comportado como ciudadanos de cuarta.
Ahora, aquí hay algunas cosas interesantes a desbrozar, porque puede parecer por allí que esta reflexión es simplemente otra política de culpas, una especie de competencia por ver quién puede ser el Bart Simpson y quién la Lisa Simpson de este episodio.
Bien, para empezar, los imperios culturales [ese Otro, ese Otherness allí afuera, contra este Nosotros de aquí adentro] siempre intentarán tratarnos como una sociedad de cuarta, porque es su estrategia de supervivencia, de extensión, de proyección más allá de sí mismos. Y lo harán independientemente de si nosotros somos el Ciudadano Ejemplar, o el canalla vendepatria. El imperialismo no va a cometer, alegremente, su suicidio cultural ni va a decirnos «Bueno, muchachos, ha sido un gusto pero nos suicidaremos culturalmente por el bien de ustedes y sus politiquetas, así que nos iremos de sus países, que los disfruten, hasta la vista, baby, sonrían». No podemos contar con ellos.
Entonces queda el otro término de la ecuación, que es nuestra existencia, nuestras responsabilidades en ella, como un país de cuarta con una historia política que sella con cemento nuestra postración/parálisis cultural frente a los imperios. [me gustaría saber quiénes serán aquellas voces que contrarrestarán este hecho —la de que hoy en día somos una colonia económica y cultural a pleno— aduciendo de que «nos liberamos» con la Revolución. Ojalá nos hubiésemos liberado con la Revolución. En serio que ojalá. Pero lo único que pudimos hacer, en el mejor de los casos, fue, si se quiere, suspender nuestra situación colonial. No me malinterpreten: éste no es un pensamiento irrespetuoso con el esfuerzo revolucionario; únicamente es un pensamiento antirromántico. Porque pensar que nos liberamos con la Revolución sin las circunstancias históricas que nos respalden es, en última instancia, un gran pensamiento de amor.]
En este paso es donde debemos ser ultracuidadosos. Porque no nos podemos dar el lujo de ser maniqueos y resolver la cuestión diciendo «Hemos sido unos canallas, unos vendepatrias, condenadnos», o retrucando con un «Ellos son los culpables por sojuzgarnos, la culpa es de ellos, mátenlos». Así como la pauperización de la literatura nicaragüense no es un estado extraído del aire, tampoco una sociedad puede sacar de la nada el as de la bonhomía y la responsabilidad política, como quien activa un switch eléctrico. Ya sabemos a dónde apuntan estas carencias: a la cultura que tenemos, a la educación, a las pugnas culturales en que estamos inmersos. A mí que me perdonen, pero esto no es nada más una cuestión política o una cuestión económica: esto es cultural. Y si esto es cultural, entonces esto puede ser literatura.
Insurgencia cultural
Así que, te repito, si esto es cultural, eso quiere decir que puede ser literatura. Con esto quiero referirme que aquí es donde el escritor va a jugar, como actor político, buena parte de sus fichas.
Sería un muy buen comienzo el que empieza por llamar las cosas por su nombre. Decir la verdad es, después de todo, un acto básico preliminar de insurgencia. Para poder movilizarnos desde nuestro puesto de dominados, lo más urgente sería que nos dijésemos «Estamos en el puesto del dominado». A usted le parecerá que esto que acabo de decir es algo de perogrullo, o que se cae de maduro. Pero yo le digo a usted que lo triste no es que sea una obviedad, sino que paradójicamente es una obviedad para las mujeres que en las maquilas meten doce, catorce, horas diarias, o para el analfabeto, que no puede construir los discursos que lo movilicen, pero no para el literato/intelectual/escritor, que derrocha sus discursos mirando hacia otra parte, pensando hacia otra parte, viviendo en otro país cultural. Que un analfabeto sepa más de dominación que un escritor, eso es lo triste.
Tenemos un país de cuarta. Somos ciudadanos de segunda clase. Actuamos como una colonia económica y cultural más. Le pasaré este dato literario, a ver qué le parece: hace pocos días me he percatado que una entidad de capital holandés financia todo el sitio web —y quizá hasta buena parte de la institución misma, no lo sé— de la Asociación Nicaragüense de Escritoras, ANIDE. Además de esto, la misma entidad de capital holandés subsidia un urgentísimo proyecto literario, como lo es el proyecto editorial de la revista Soma, una revista hecha por escritores nicaragüenses jóvenes que viene emergiendo. Y no me gustaría saber qué otras instituciones literarias podría estar sosteniendo el dinero desde Holanda. Bien, a lo que apunto es que prácticamente la mitad de la institución literaria nicaragüense está en la caridad. ¿Exactamente qué clase de literatura vamos a tener cuando nuestros libros dependen de la palabra "gracias", del tono reposado, de la mirada amistosa y ahijada? ¿Exactamente qué clase de adultez tiene un hijo cuando está enfrente de su padre? Pero no agradezcamos a Holanda tan rápido todavía. Porque aquellos que, aduciendo un supuesto acopio de realismo, argumentan que «Bueno, la realidad es que somos hiperpobres, y que peor es nada, así que Gracias, capitales holandeses, por hacernos sentir mejor y por ayudarnos a tener voz, y ya de paso ofrecernos la oportunidad de hacerlos sentir bien a ustedes al enternecerse ayudándonos», esos son nuestros primeros esclavos, es decir, los más importantes.
Mire, para serle franco, se lo diré así: yo estoy en el exilio, acá en Uruguay, un exilio voluntario (¿o no?, ¿no?), de trece años de duración, y como nicaragüense llevo en mí un constructo político de cuarta categoría, una identidad política de segunda mano, pasada por la plancha de la orfandad ideológica, y que parte del día reza sobre los putrefactos cadáveres de los grandes relatos históricos. ¿Usted piensa que esto me alegra? ¿Que revolcarme en esta hiel me da placer? No, no es algo que me alegre, pero debo reconocer que es así. Un acto contrario equivaldría a intentar ignorar el elefante de setecientos kilos en medio de la habitación. Este es mi primer paso para elevar esa identidad política hacia otra cosa. No es su elevación inmediata, sólo uno de sus pasos.
Traducción a lo literario
Trasladar esto al campo de lo literario, del ejercicio de la literatura, y su producción en el mundo y para el mundo, que es lo que me es pertinente, porque no soy ni crítico, ni semiota, ni teorético, sino que soy escritor, creo que presenta varias puntas de reflexión.
En primer lugar, terminemos de una vez por todas de juzgar nuestros textos con los parámetros de las historias literarias de las culturas imperiales, y empecemos a juzgarlas por su capacidad para habilitar-nos lenguajes de insurgencia. Quitemos del centro de nuestra lucha a la cultura imperialista, porque si no lo hacemos nos condenamos únicamente a responderle, a reaccionar contra ella. Coloquemos en el centro de nuestra lucha nuestra situación cultural, aunque en este momento sea la de una cultura mostrenca, renga, retaceada de miles de micronaciones latinoamericanizadas, o lo que sea que fuere.
En términos de producción literaria, esto no equivale automáticamente a que «escribamos acerca del país», o que en nuestro libro «aparezca» tal esquina de Managua, o tal histórica escaramuza militar contra la contra. No. Porque perfectamente podemos escribir un libro enteramente situado en Managua o Masaya, y ser los perros culturales más serviles. Precisamente, éste es un gran recurso del servilismo: el esconderse hasta en la misma calle, en la misma esquina, de nuestra casa textual. En términos de producción literaria, colocarnos en el centro quiere decir que los problemas culturales que nosotros vemos en nuestra sociedadsean el centro de nuestra crítica. Por supuesto, esto implica que tenemos que estar viendo la sociedad, comunicándonos con ella. ¿Usted piensa que, por ponerle un ejemplo, Julio Cortázar se divirtió muchísimo escribiendo Libro de Manuel? Si es así, escuche aquí al mismo Julio Cortázar comentar exactamente qué quiere decir responder, hacer frente, a las condiciones políticas de escribir, de hacer literatura, de estar-en-el-mundo. Olvídese de la etiqueta «literatura-comprometida», eso es un truco, un cuco más, del imperio. Toda literatura está en el mundo, así que toda literatura ya está comprometida.
Entonces, retomando el punto, puede ser que ésta o tal crítica en nuestro texto tenga mayor o menor fortaleza si el escenario narrativo es o no Managua, o algún pueblo del Pacífico nicaragüense, pero esta fortaleza no nos la va a dar el sema /managua/ o el sema /nicaragua/, porque el sema /managua/ no tiene más o menos crítica que, por poner un ejemplo, el sema /londres/, o /parís/ o /yoknapatawpha/. Son eso, semas, no ideologemas. Así que, por favor, no nos desvivamos más en, supuestamente, "narrar la realidad". Sin ideologemas, es imposible narrar en verdad la realidad -si es que esto, al final, era posible-, menos acceder a una crítica; lo único a lo que nos condenamos es al amontonamiento de semas en una especie de pobre holografía que, a lo sumo, sólo aspira a gratificarnos libidinalmente, o sea, a divertirnos.
Esto no quiere decir que de pronto desconozcamos que existió Balzac, o que escribamos como si nunca hubiese existido Goethe, Proust, Faulkner o Virginia Woolf, o que /managua/ está «prohibido» o que /londres/ está «permitido», o viceversa. Todo lo contrario. Quiere decir que preguntemos, investiguemos, reflexionemos: ¿qué tipo de lenguajes habilitaron las literaturas de estos tipos?, ¿cómo se comportaron estas literaturas en su tiempo?, ¿cómo imaginamos nosotros que funcionarían esos lenguajes hoy? Luego escribamos. No nos especialicemos. Ya que ésta es la vía rápida al fetiche.
Urgencias
En segundo lugar, identifiquemos cuáles son las situaciones culturales de opresión más urgentes, y asegurémonos que en nuestro libro exista una crítica al respecto. Yo lo siento mucho si usted cree que este aspecto tiene algo que ver con que usted sea un escritor del Partido Conservador, o del Partido Demócrata Cristiano, o del Frente Sandinista de Liberación Nacional. Si usted escribe, el identificar cuáles son las situaciones culturales de opresión más urgentes es una obligación, no una opinión sujeta a voto, o un me-parece. Le pondré un ejemplo que ya utilicé en otro escrito: si usted es un productor de tomates, es su obligación que no estén contaminados con una bacteria letal; y esta obligación no tiene nada que ver con que usted sea un productor de tomates del Partido Conservador o un productor de tomates del Frente Sandinista, o con lo que usted piensa acerca del sabor de los tomates transgénicos.
Usted me podría preguntar «Bueno, esto es la democracia, así que ¿quién dictaminó que ésa es la obligación y no otra, por ejemplo, divertir? ¿Quién dice que mi obligación como escritor no es, para el caso, “divertir”?, usted es un fascista, quiere obligarme a hacer algo, quiere arrogarse una imposición, Agentes, ¡arréstenlo!». Si usted enunciase esta pregunta, demostraría que usted todavía no ha entendido absolutamente nada de lo que es la literatura.
En todo caso, yo le respondería que esta obligación viene de la situación de poder en que usted, como escritor, se encuentra. Del binomio escritor-lector, usted se encuentra en la parte poderosa de esta relación de poder cultural. Imaginemos que usted es un patrón, y que tiene un empleado asalariado. Usted no preguntaría «Bueno, esto es la democracia, así que ¿quién dictaminó que estoy obligado a pagarte un sueldo?». Espere de sus empleados una situación violenta y hostil si no les paga su sueldo en tiempo y forma. Y también espere de la sociedad una situación violenta y hostil si no cumple con su obligación de identificar las opresiones más urgentes. Así que olvídese de su pregunta demócrata, o del ejercicio atlético de la opinión, a la hora de pensar las responsabilidades políticas de la literatura. Aquí no hay una democracia, aquí hay una relación de dominio, su nombre es poder, su ejercicio es la desigualdad, su consecuencia es la hegemonía.
¿Usted realmente piensa que los narcotraficantes se van a saltear el territorio de la manzana de su casa, para no molestarlo con sus tiroteos, sólo porque saben que allí hay una persona que escribe? ¿O de verdad piensa que un rabioso y violento obrero de la construcción, o un gremialista del Taxi, que trabaja doce horas diarias en negro sin aporte jubilatorio y sin cobertura médica, va a salvarlo a usted, en el medio de la revuelta armada, de la expropiación de tierras, o de la huelga general y la ocupación de fábricas, sólo porque usted es escritor, porque tiene ideas elevadas, o porque usted cree que «es la voz de algo»? ¿O porque escribe novelitas negras, o novelas pop pedorras, o experimentos de ciencia ficción de cuarta, cuentos chiludos, calientes, pasaditos de porno, divertidos, soeces?
Si usted es en verdad escritor, es decir, si está en una relación de poder desigual, déjese de jodernos y cumpla con su obligación. Si usted igualmente quiere escribir su novela pop, hágalo, sin problemas, pero después de cumplir su obligación. Para el ejemplo de la relación de poder patrón/empleado, sería «Bien, gástese todo el dinero que quiera, pero primero págueme mi sueldo». Para el ejemplo de la relación de poder productor/consumidor, sería «Bien, si usted quiere cultivar un tomate que es una nueva arma biológica y diseminarla por el mundo, adelante, pero primero asegúrese de venderme sus tomates frescos y sanos en el mercado». No es posible excusarse de esto.
La experiencia literaria
En tercer lugar, busquemos democratizar la experiencia literaria. Yo creo que la literatura no es democracia. Lo diré más acotadamente, por si algún post-estructuralista o un socialdemócrata está leyendo esto: la relación entre el texto y yo no es una relación entre elementos que se comportan como miembros demócratas.
Sin embargo, la experiencia de escribir libros, la experiencia de leerlos —no sólo la lectura misma, o más bien una arqueología de la lectura, al estilo «Este libro me ha parecido tal cosa o tal otra, qué bien, me estoy democratizando», sino la pragmática de la lectura—, la experiencia de denunciarlos y/o defenderlos, son actividades que deberíamos, como escritores, democratizar. Esto no es nada más que nos limitemos al intento de que más gente lea y más gente escriba; ni qué hablar que, como hecho democratizador, deberíamos activamente estar contribuyendo a un giro cultural de ese tipo. Democratizar la experiencia de escribir también es: mostremos cómo es que escribir libros tiene que ver con levantar barricadas, con ocupar fábricas, con perseguir al golpeador doméstico. Y al revés: mostremos cómo no escribir libros tiene que ver con ser adicto a la televisión, ser gamer, ser la colonia cultural-económica del año o el estado títere según Forbes 400.
Pero para poder mostrar esto primero tenemos que averiguar cómo son esas relaciones en primer lugar, cómo ocurren esos circuitos en la cultura. Y la gran mayoría de los escritores que yo conozco no saben cómo es que escribir libros o no tiene que ver con un piquete gremial o con los Oscars. Así que si no lo sabemos, encarguémonos de averiguarlo. Después democraticemos esta experiencia.
Actuando la nación
En cuarto lugar, tratemos la nación como si ya fuese una nación respetable. Bien, perfecto, tenemos un país de cuarta; el mundo, los imperios culturales, nos consideran ciudadanos de segunda clase, si es que nos consideran ciudadanos, si no meros animales culturales; somos apenas un puntito en la historia de la literatura francesa. Pero en teoría tomamos conocimiento de nuestra situación de dominadospara subvertirla, no para ridiculizarla, o secundarla. Es decir, la abordamos y la atacamos con las armas de la ironía, no la secundamos y la fortalecemos con los petardos del cinismo. Porque, en serio, si nosotros mismos no respetamos el país, menos podríamos esperar que otros lo respetasen por nosotros, como no sea el respeto que se tiene por la presa que se va a depredar. Respetar el país también implica llamarlo por su nombre, no por el que nos gustaría que tuviese. Esto sería un engaño, y un engaño, aunque en el fondo fuere bien intencionado, definitivamente no es un acto de respeto. Es cierto, no somos Voltaire. Quizá no somos Voltaire porque no podemos ser Voltaire. Pero antes que eso: ¿por qué tenemos que ser Voltaire? La operación ideológica a través de la cual casi que tenemos que ser un Voltaire para subvertir las culturas imperiales, ésa es la profunda marca ideológica de la dominación. Voltaire está muerto, nosotros no. Voltaire no está aquí, nosotros sí. Allí tenemos dos ventajas que Voltaire no tiene.
Como escritores, entonces, no quiere decir que para respetar el país seamos unos estirados, con una seriedad mortuoria, o unos especímenes recluidos, inaccesibles, incapaces de reírnos de nosotros mismos. Actuar en la cultura respetando al país quiere decir mostrar con hechos que nos viene en prenda el escribir, es decir, que nos va la vida en eso, así como a un taxista le va la vida en el estado de los frenos de su automóvil o en el servicio y las tarifas que aplica a sus pasajeros. Sólo porque en el país no paguemos nuestras facturas con los libros que escribimos, y un taxista sí con el producto de su trabajo, no quiere decir que escribir sea secundario a manejar un taxi, o que sea irrelevante a la hora de sobrevenir las crisis económicas, no, porque la cultura hace a la economía, los objetos culturales conducen de forma excelente el capital y hacen circular plusvalía. Pero no escribamos esperando un sueldo, o un premio. Así como el guerrillero no milita por el salario de guerrillero. El que milita por el salario tiene un nombre, y es el de mercenario. Así que no escribamos como un mercenario. O sólo le responderemos al mercado. Y si es así, no debería sorprendernos cuando aparezcan los mercenarios y nos quemen en la misma pira, junto a nuestros prístinos y divertidos libros.
Por allí algunas de mis ideas al respecto. Luego vendrán otras.