El trópico despojado
«Cuando vine a ciudad de Guatemala, todo fue totalmente distinto: nadie salía a las aceras a sentarse en mecedoras...».
«Para saber cuán tropical es o no un lugar, solo basta con fijarse en cuántas personas salen a la acera de la calle para sentarse a escuchar radio o ver televisión», dijo hace algunas tardes una poeta haciendo alusión a mis orígenes; y desde luego, no dejo de darle la razón.
Yo vengo de uno de los «barrios viejos» de la clase media de Managua, fundado antes del terremoto de 1972 (porque en Managua, todo lo que sobrevivió al terremoto ya puede considerarse viejo) y en el que todas las tardes, a partir de las 5:00 p.m. durante la década de 1990 y aun hasta mediados de la década del 2000, el chavalero salía a jugar béisbol, futbol, arriba, la pañueleta o cualquier otra cantidad de juegos callejeros que muchas veces podían terminar en pleito y hasta turqueadera. Los adultos se mecían en los porches o en las aceras platicando de política, o de poesía, o de la guerra que recién había terminado, o de las telenovelas brasileñas frente a las colombianas, o de cualquier otra cosa mientras soplaba el viento del lago Xolotlán, que estaba a pocas cuadras.
De niño recuerdo haber sido televidente de los juegos de pelota épicos entre los Indios del Bóer y los Comeyuca de San Fernando de Masaya, las temporadas enteras de las Grandes Ligas, los partidos de la NBA con el mejor Michael Jordan de la historia y las infaltables peleas de boxeo, que por lo general transmitían en Canal 4 los sábados en la mañana —no recuerdo si antes o después de la Cámara Matizona— o en la noche, cuando alguno de nuestros coterráneos se disputaba algún título mundial en Las Vegas o en Nueva York. Todavía llegué a ser testigo del ocaso profesional de los que quizá sean los más emblemáticos deportistas nicaragüenses de todos los tiempos: Denis Martínez, pelotero por aquel entonces de los Indios de Cleveland, el mismo de las 30 blanqueadas, un Juego Perfecto y un récord aún imbatible como pitcher latinoamericano con más juegos ganados en las Grandes Ligas; y de Alexis Argüello, tres veces campeón mundial, hasta ahora el único nicaragüense en el Hall of Fame del boxeo y para muchos (no me incluyo entre ellos), uno de los mejores peso ligero de la historia.
Todos los que hicimos deporte en Nicaragua alguna vez quisimos ser Denis Martínez o Alexis Argüello, pero ninguno que pertenezca a mi generación podrá negar que en el país, ya a mediados de la década de 1990, también se jugaba futbol muy a pesar de que, a diferencia del béisbol o del boxeo, jamás se transmitiera en la televisión. De hecho, la pasión por este deporte para nosotros no fue influenciada por la Liga Española, los Mundiales o la Champions League, como sucede ahora, sino por una famosa caricatura japonesa (sí, lector: esa misma que usted está pensando). Por aquellos días, quienes jugábamos futbol o nos convertíamos en intentos fallidos de futboleros (porque futbolistas, lo dudo), a quienes remedábamos no era a Romario, Zidane, Rivaldo, Batistuta, Maldini o Ronaldo (el verdadero Ronaldo, no el oportunista mediático y fanfarrón que usurpa su nombre en la actualidad); sino a Oliver, Steve, Tom, Benji y Richard. Hasta los hermanos Koriotto eran personificados en nuestra cuadra por los gemelos Edgar y Frutos Plazaola… Con esto quiero decir que ningún personaje de la serie se quedaba sin ser personificado, pero esta expropiación de seres de manga creados por Yōichi Takahashi podía resultar confusa cuando jugábamos en contra de chavalos de otras cuadras que también tenían sus propios Oliver, Steve, Benji y compañía.
Cuando vine a la ciudad de Guatemala junto con mi madre y mis hermanas, todo fue totalmente distinto: nadie salía a las aceras a sentarse en sillas mecedoras, los chavalos (aquí llamados patojos) no salían a jugar a la calle porque podía atropellarlos un carro o simplemente porque en esta ciudad andar en la calle es peligroso. «¡Ni quiera Dios!: aquí no estás en Managua, aquí sí te matan por robarte un quetzal».
Pero con el tiempo mi familia y yo nos fuimos desprendiendo de la exageración con la que nos pintaban algunos de estos mitos acerca de lo invivible que podría ser esta ciudad, y más temprano que tarde en los vecindarios que habitamos empezamos a caracterizarnos por hacer cosas «extrañas» para todo mundo, como invitar a los nuevos vecinos (nuevos nosotros o nuevos ellos) a platicar y comer con nosotros en cualquier día y a cualquier hora, sacar las mecedoras a las aceras (pues al parecer aquí nadie acostumbra construir un porche al frente de su casa, y en cambio, la mayoría de estas parecen cuarteles blindados) o, en los fines de semana, organizar sopas o asados que casi siempre terminaban en un bacanal de dos o tres días hasta que algún vecino anónimo llamaba a la policía o a la seguridad del residencial para que nos fuesen a callar. Hoy, más de una década después, sé que todo ese tipo de comportamiento aquí no es nada común y hasta podría asustar, pero para aquel entonces mi familia y yo llevábamos toda una vida de verlo tan normal. Inconscientemente, esa fue nuestra forma particular de traernos y conservar con nosotros una parte del trópico que dejábamos atrás, como sé que también muchos otros migrantes —no necesariamente nicaragüenses, no necesariamente instalados en Guatemala— conservan la suya.
Cuando empecé a vivir solo ya no volví a hacer nada de eso aunque mi familia siguió armando sus bacanales por su lado y yo estoy presente en ellos siempre que puedo. Me di cuenta de que para sobrevivir en un contexto social como el de Guatemala y conservar la «dignidad» (aunque, ¿en qué consiste, en realidad, tener dignidad?) y la permanencia en esta ciudad, tenía que despojarme de muchas costumbres del trópico que yo traía de Nicaragua y que fácilmente podían levantar prejuicios injustificados hacia mi persona. Fue así como me convertí en un guatemalteco más, usando una nacionalidad que también me pertenecía, trabajando y pagando los mismos —e incluso más— impuestos que cualquier otro ciudadano, pero nunca dejé de ver con nostalgia mi vecindario tropical de Managua. Por esa razón regresé muchas veces durante una década, tantas —pero tantas— que ya perdí la cuenta.