{Primeras} Cartas de Iowa

Otra mudanza; ya van 14. El año más oscuro de su vida: del invierno austral, al otoño boreal. Intimidad compartida.

Fotografía de Ernesto Castro Mora, artista invitado en este número (ver galería).

Capítulo piloto

 

31 de marzo, 2017

 

 

Querida familia*,

 

Marzo empezó como dice Robert McKee empiezan los guiones perfectos: punto de giro en la primera hoja. Después de un febrero a puro sufrimiento (habíamos, para colmo de males, abandonado el cigarrillo a fines de 2016), el primero del mes recibimos una carta de aceptación a la Universidad de Iowa para una maestría en Escritura Creativa. A los pocos días, el reaseguro no oficial de una oferta de ayudantía y beca que nos permitiría costear los gastos que, de otro modo, nos habría sido imposible enfrentar. Sueño del pibe, promesa de redención y, como somos humanos, fuente de manija, discusiones, incredulidad, excitación. Charlas de madrugada y tantas veces insomnio. 

Una chica puede soñar, es cierto, con compartir alma mater con gente como A.M. Homes, Joy Williams, Elizabeth McCracken, Raymond Carver, Nelson Algren, Kurt Vonneghut y Philip Roth. Puede juntar papeles y certificados y las más amorosas cartas de recomendación, pasar meses con los dedos cruzados a la espera de una respuesta favorable. Pero: ¿puede una chica, en caso de ser dada la bienvenida, estar a la altura de las circunstancias? El tiempo irá develando este misterio. Mientras tanto hacemos meditaciones guiadas, nos entretenemos con conceptos que el nuevo feminismo vuelve a poner de moda**, repetimos mantras como fake it til we make it y juramos que, hacia fin de mes, con la luna nueva en aries para escorpio en casa seis, volveremos a hacer desgastar nuestros particulares síntomas neuróticos en el gimnasio a fuerza de transpiración. 

Por lo pronto el primer domingo almorzamos los últimos rayos del verano y los abuelos de mi hija nos malcrían, nos llenan de preguntas y nos ofrecen ayudas y mimos, bondiola y matambrito de cerdo, chorizos, morcillas, tira de asado, chimichurri. Se discuten cosas como si dos años constituyen mucho o poco tiempo, la conveniencia de usar Skype todos los fines de semana, si alguien nacido y criado en una megalópolis como Buenos Aires será capaz de sobrevivir en el contexto de una población de apenas sesenta y siete mil habitantes. No tenemos ni la menor idea. Hago énfasis en una foto que encontré hace poco en la que, a menos de dos meses de vida, se me sostiene en precario equilibrio (llorando aterrada) sobre un caballo en un monte de eucaliptus en la localidad de Tres Arroyos. La mayoría de las fotos de mi infancia, recuerdo a mis interlocutores, fueron tomadas en contextos rurales. 

Hacia la tercera botella, difícil saber a raíz de qué, revoleo un tenedor mientras relato el miserable día en el que, tras la victoria electoral del macrismo, y después de un par de días sin salir de casa, bajáramos al supermercado deprimidos para entrar, all in, en una paranoia carpenteriana en la que, al mejor estilo They Live, abrí los ojos para encontrarme aterrada con que la mitad más uno de los lagartos de esa mañana estival había votado ese resultado. Ese es el día en que empezó todo, le aclaro a mi padre. El día en que dije yo ya no tengo nada más qué hacer acá, en el que se extingue mi responsabilidad moral, explicito. Y continúo, hasta que mi marido me ataja y dice me que no me equivoque, que de refugiada política no tengo nada. Mi padre refuerza: si sigo con ese discurso va a retirar la oferta de unas millas aéreas que hace instantes había anunciado estaba dispuesto a regalarnos. Cabeza gacha, guardo silencio hasta la conversación que tendré con mi esposo en la cama esa misma noche y, mientras tanto, pinto un relato épico de lo que hasta el momento consituye uno de mis mayores temores: frío, viento, nieve, escarcha. Consigo la promesa de las botas de nieve más abrigadas y coquetas de este mundo, y volvemos a casa con borrachera de champagne.

El lunes más lunes del año camino a la parada del colectivo mi hija me anuncia: es nuestro último primer día de clases juntas. A los pocos días me comunico con Otto, argentino que está terminando el programa en el que nos disponemos a aventurarnos. Hablamos un poco de plata y después otro tanto de plata, salpicamos con detalles de la cursada y nos desviamos hacia la plata, pero también de la cantidad de materias por cuatrimestre, de potenciales futuros compañeros, de qué no hay que decir en las entrevistas para la visa estadounidense, del lado más conveniente del río para vivir, de yerba mate, de cera depilatoria y vacunas, del aeropuerto de Cedar Rapids. 

El 8 de marzo recibo una oferta oficial del Departamento de Español y Portugués. Es un contrato de varias páginas. Mi padre, el abogado, me aconseja: “esto es como cuando firmás una hipoteca, lo firmás sin leer”. Después de algunas consultas y precauciones, damos por aceptada la oferta. 

Cuando empieza el otoño soy consciente: estoy entrando, literalmente, en el año más frío y más oscuro de mi vida. Marzo a julio la noche del otoño-invierno argentino para después ser ave que migra pero al revés: agosto-marzo de frío cada vez más helado en el hemisferio norte. Yo, que me jacto de nunca enfermarme, la próxima vez que lea Chilly Scenes of Winter será con real conocimiento de causa. Pero: las botas más abrigadas y coquetas del mundo. Un día volveré a Buenos Aires y murmuraré, un agosto lejano, que eso no constituye frío en realidad, mi muy estimado compatriota. Pero por lo pronto winter’s coming, y paso mañanas de sábado enteras mirando en la Internet camperas de pluma de ganso muy por encima de mi presupuesto. 

Lo cierto es que soy pajuerana respecto de esto del vivir afuera. La primera lección parece ser que su inminencia resulta renovadora de forma inversa a lo que alguna vez constituyó el mundo nuevo que cuando nació mi hija trajo bajo el brazo: prontos a partir todo configura una potencial última vez. Y como sólo soy capaz mirar hacia adelante, la única forma en la que me sale sentir algo parecido a la nostalgia es por anticipado. 

Los que vienen, entonces: meses de formularios pero también meses de brindis, de últimas cenas, últimos mates, últimos alfajores, últimos Fernet y últimos todos los lugares comunes que ahora traeremos a conciencia estamos convencidos conforman algo del ser nacional. Dulce de leche y, como diría Borges, el temperamento no-igual del idioma de los argentinos. 

Nos cruzamos en los pasillos, amigos, familia. Nos topamos en el subte y en el supermercado chino, en las presentaciones de libros y en los bares de Palermo o Chacarita, las pizzerías de Flores, las calles de Tribunales, algunas terrazas, algunos balcones. Con la frente y las copas en alto, queridos amigos. Faltan cinco meses que significa que no falta nada, che, cinco meses que significa también: faltan mil años. Qué regocijo.

 

With love and squalor,


The artist formerly known as Lolita Copacabana

 

 

* Mis disculpas por el encabezamiento epíteto-puiguiano, pero si me encuentro inmersa en esta noble tarea no queda otra: la primera y transversal referencia debe remitir a él. Lo cierto es que hace ya mucho tiempo venía fantaseando una trastocada idea de “columna” y maneras de travestir su forma, imaginando sortilegios para sortear los obstáculos que traería aparejados al vínculo su eventual mercantilización, y en paralelo bocetando formas posibles de darme el gusto de volver a lo espistolar. Dábale vueltas al cubo de rubik del ser corresponsal, en fin, cuando el destino nos volviera a cruzar un libro de Seix Barral que reúne crónicas de M.P. dese Nueva York, Londres y París para la revista argentina Siete Días Ilustrados (1969-1970) y una serie de textos publicados en Harper's Bazaar española a fines de 1978 y 1979, algunas de ellas, oh: en formato carta.  Y así el descubrimiento del recurso de la carta-crónica en el que nos aventuramos. Continuamos, pues, dando estas formas por justificadas y estas disculpas por tácitamente aceptadas.

** Dice la Wikipedia que el síndrome del impostor es un fenómeno psicológico que fue descripto incialmente por las psicólogas clínicas Pauline R. Clance y Suzanne A. Imes en 1978. Y que el mismo es sufrido por individuos exitosos que, incapaces de internalizar grandes logros, presentan un miedo persistente a ser expuestos como “fraudes”. Aparentemente estos individuos, más allá de la evidencia externa en lo que refiere a su competencia, permanecen firmes en su convicción de que no merecen los éxitos que han conseguido. Las pruebas de los logros de estas personas son por lo general adjudicados por ellos a la buena suerte, el buen timing, o como resultado de haber logrado convencer a los demás de que poseen una inteligencia o competencia superior a la que en realidad creen poseer. Según la versión de la Wikipedia en inglés, se trata de un síndrome que afecta especialmente a la población femenina. La versión en español agrega que este síndrome está especialmente difundido en el mundo académico y, en particular, se da en muchos casos de estudiantes de posgrado.

Respecto de algunos síndromes y algunos otros reduccionismos yanquis (INFJ!) mi postura bien puede resumirse en lo siguiente: son como los emojis. No existen, pero son útiles para referirse a algunas cosas.

 

Catálisis

 

25 de mayo, 2017

 

 

Querida familia, 

 

Discutíamos el otro día con unos amigos el devenir de una conocida no presente que se proyectaba una nueva vida en un país extranjero con fantasías que los demás consideraban excesivas. Si no se emprende acá, sostenían, no se va a emprender en el extranjero. Si no escribe acá, decían, menos se lo va a hacer afuera. Había incluso, creo, cierto encono en ese imaginar los infortunios varios, las precarias condiciones de vida y los impensados inconvenientes a los que sin dudas nuestra aventurera se vería sometida. Eran diseccionados sin piedad los espejismos que movían a nuestra Dora Exploradora a buscar lo que no encontraba acá a dos continentes de distancia y había un consenso general en que, a esta edad, a esta altura de la vida, en esas condiciones, bueno, en realidad había muchos motivos por los cuales el emprendimiento estaba, a todas vistas, contraindicado. 

Yo asentía en silencio y pensaba en un personaje que había escrito hacía poco: una prolífica dramaturga de dieciocho años que, con ayuda de su psiquiatra, descubre que al menos un tercio de los conflictos en sus obras literarias terminan con los protagonistas comprando un pasaje de avión y tomándose el palo. Pensaba, también, en la insuperable sensación de mirar a la ciudad hacerse cada vez más chica desde la ventana de un avión y ese momento en el que uno parece ver cómo sus problemas, sus angustias, van volviéndose chiquitos para hacerse liliputienses para después desaparecer.

 

A los once años, mudada de la ciudad a los suburbios, me tocó un cambio de colegio que marcó el cierre de uno de los pasajes más tortuosos y oscuros de mi vida. Si en el jardín de infantes ya había mantenido roces con la autoridad y la estúpida rigidez característica de las instituciones educativas, en el primario mis problemitas no habían hecho otra cosa que aumentar. Abreviando: para sexto grado tanto yo como el resto de las sospechosas de siempre teníamos, voluntad de nuestros padres aparte, ya una pata afuera de la institución.

Fue así como si bien no me mudé a los suburbios de buena gana, a los once sí fui consciente de la enorme posibilidad, la inmensa libertad, que puede significar un estreno de prontuario. Dolosa y reincidente, comprendí pronto que mi nombre y mi cara, de un día para el otro, no significarían absolutamente nada, y sería entonces mía la prerrogativa de decir, de demostrar, quién era yo. 

Decidí en primera instancia dejar de ser desprolija. Y entonces fui prolija. Decidí de paso dibujar bien, y me las arreglé bastante. Decidí varias otras cosas, y otras tantas me fueron pasando. Seguí teniendo problemas con la autoridad, por supuesto. Seguí siendo amada por mis profesores de literatura y aborrecida por los directivos de la nueva escuela. Mantuve mi perpetua resting bitch face. Seguí siendo camarillera y díscola. Pero todo eso, que quede claro, por voluntad y elección.

 

El segundo sábado de mayo llegó el primer flete. Le había avisado a mi hija el día anterior en un mensaje de WhatsApp, y se había quejado brevemente porque no le había dado tiempo de dormir su última siesta en el futón. Era cierto y sonreí satisfecha: me alegra cuando veo a mi hija poco apegada a los objetos, me gusta que entienda que la forma de hacerles honor tiene que ver con la memoria y la experiencia y no con la fetichización. Pensé en una foto suya en mi cuenta de Instagram, en la que, sentada en el futón, ríe con la cabeza hacia atrás una tarde de otro otoño (el buzo, las hojas amarillas en la ventana a sus espaldas) cuando empezaba más definitivamente a adolecer. 

También le avisé el sábado, cuando vinieron a buscar el mueble: no sólo para esquivar el impacto emocional evitable me licencié en psicología, pero es cierto que hay saberes de la universidad que son útiles en lo cotidiano. Después, cuando llegó a casa, le mostré la foto del flete yéndose por la ventana, y mi hijita, puntual, protestó por tener que volver a mudarse. Dijo: ya me mudé ocho veces. Una cada dos años, convergente con una luna en acuario, calculé, y le dije que quizás quisiera aprovechar ese descontento para venir con su mamita a los Estados Unidos. Se rió de la ocurrencia, sancionándola oportuna, pero me volvió a decir que no. 

El domingo, en vez de hacer una lista de todos mis domicilios hasta la fecha (emprendimiento siempre tentador, pero tan cliché en tiempos de cambio), tomé notas de El diario de Emilio Renzi, cuyo primer volumen leí hace poco, e hice una cruz sobre la siguiente declaración: “…soy un hombre sedentario y por lo mismo he viajado continuamente, siempre a desgano, cuando más sedentario es uno, más viaja. En el mismo sentido que un nómade sólo quiere tener un lugar, vivir ahí, tener un sitio propio, (…) los nómades sólo quieren estar quietos, mientras que los sedentarios como yo se la pasan viajando”. 

En lo que a mí concierne, jamás me pensé dentro de una u otra categoría, pero lo cierto es que vivo caminando con la cabeza en alto, demasiado alto, escudriñando casas y departamentos e imaginando vidas ajenas, vidas posibles, con la confianza ciega de que algún día, cualquier día, un día de estos seguramente inminente, encontraré la casa, el departamento, la ciudad, el barrio en donde voy a querer pasar los días que me quedan por delante. Acumulando objetos, libros, polvo.

 

Mientras tanto, se me ocurre que mis compañeros de brunch se equivocaban respecto de nuestra Dora Exploradora. Creo que, en efecto, en cada mudanza cambian aspectos de la personalidad. Que pueden ser cosas pequeñas o cosas inmensas, y que en gran medida pero no únicamente dependen de la voluntad de uno. Que la mudanza es una ventana de oportunidad para el cambio, que cada casa tiene sus reglas y que, durante un breve período, al cambiar de paradero, uno puede escribir un nuevo Código Civil. Que los espacios tienen implícitas rutinas, mayores eficiencias, que llevan a hábitos que le son propios, porque son los facilitados. Y que es el hábito lo que hace al monje. Que como dice Bruce Lee, hay que ser agua*. Be water, my friend. Y como dice Johnny Walker: keep walking, my friend. Y como decía un profesor mío de Teoría General del Derecho: mutatis mutandi, my friend.

 

Fuera de esto, querida familia, los avances en mayo tienen forma de: un contrato de alquiler firmado y señado en una ciudad muy remota, sellos varios en nuestros calendarios de vacunación, dos libros nuevos en el catálogo de nuestra amada editorial, la noticia de que estaremos viajando en enero a Cartagena. 

En lo que queda del mes, se supone, nos despediremos de los libros de nuestras bibliotecas. Visitaremos el Centro de Atención al Solicitante de la Embajada de los Estados Unidos, en donde nos tomarán nuestras huellas digitales y nos sacarán una foto para el caso en que el oficial que nos entreviste a principios de junio en la Sección Consular decida que le parecemos aptos para una breve inmigración. Compraremos cajas, trabajaremos textos, leeremos mucho, despacharemos fletes, regalaremos cosas, seguiremos frunciendo el ceño y suspirando con estrés y dramatismo cuando nuestras familias nos pregunten si nos hemos encargado de cosas que ni siquiera teníamos pensadas. Detenidos frente al objeto cotidiano más estúpido, lo sostendremos en nuestras manos y evaluaremos su peso, su volumen, su utilidad, si se trata o no de un bien fungible, prescindible, estimaremos su precio y disponibilidad en el mercado extranjero, y consideraremos la pertinencia de meterlo en una de nuestras valijas cuando llegue el momento. 

Seguiremos, seguramente, corroborando el grado desde el cual le pega el sol al Obelisco a las siete treinta y cinco de la mañana, cuando acompañemos a nuestra hija a tomar el colectivo que la lleva al colegio. Pero por ahora no pensaremos en los cambios concretos que en nosotros mismos está descontado nos proponemos hacer, o dejar suceder, cuando hayamos partido a otras latitudes.

 

Turn and face the strange, querida familia. 

Con amor y sordidez,

 

I.

 

 

Últimos preámbulos

 

25 de julio, 2017

 

 

Querida familia,

 

¿Por qué causa podríamos haber estado hablando de Scioli? Hablábamos de Scioli, con mi marido, una noche después de comer, cuando todavía teníamos casa y todavía teníamos tele. O mencionamos a Scioli y nos detuvimos apenas, nos preguntamos, lo que llevó a mi marido a descreerse otra vez de la maniobra de idear un deporte para después competir y ganarse todas las copas de esa novel disciplina. Algo por el estilo. Cuestión que enseguida pasamos a imaginar los deportes que, campeones de antemano, idearíamos nosotros. Mi marido, decretamos, sería el Master of The Universe de Hacer Veinte Cosas Al Mismo Tiempo. ¿Pero yo? Yo soy muy buena para silbar, o para tirar agua por el agujero entre mis dientes delanteros, pero ¿campeona mundial?—Campeona Mundial de la Queja, claro. O al menos eso fue lo que sugirió entre susurros tímidos mi amado esposo aquella noche.

Oh sí: es cierto que me quejo, y que me quejo mucho. La queja, que en mí es siempre derrotada, es mi parche narcisista, mi consuelo, mi último reparo, mi hacerlo “bajo protesta”, por lo tanto interpreto mi derecho, y me gusta mucho ejercerla. La crisis no es el lugar para andar desperdiciando energías, no se me ocurriría, pero en el día a día… me quejo.

Así es que julio a pura queja, querida familia. La peor y más eterna de las catorce mudanzas por las que pasé. El cuerpo comprometido en una ardua faena en la que cada vez nos vemos más y más incómodos, y que parece no va terminar nunca.

 

Margarita viene a casa y me ve rodeada de cajas y me ve con el ceño fruncido, haciendo cuentas, murmurando por lo bajo, recordando de pronto una nueva bolsa de cosas que fuimos juntando para ella. Me ve escrutar el calendario rascándome la cabeza o al borde del ataque de nervios cuando intento dar de baja el servicio apestoso que proveen los señores de Telecentro. Me pasa un mensaje de audio conmovedor que nos mandó su hija, y sonríe por lo bajo cuando me ve luchar con un dispositivo que me ayuda a calcular el peso de nuestras cuatro valijas. Dice que le apena la despedida, y a mí también, y que le hago acordar a cuando le tocó viajar y empezar de cero con Alberto, su marido.

 

Se acababan de casar, y se subieron a un avión a Santiago de Chile. Llegaron un domingo, y consiguieron una habitación, una habitación sin nada, y se hicieron de los avisos clasificados. Como no tenían cama ni colchón, extendieron su ropa en el suelo, y esa noche durmieron lo mejor que pudieron sobre las prendas desparramadas en el cemento frío. 

Para el lunes a la noche, los dos habían conseguido trabajo. Él es herrero, y en Perú Margarita era maestra jardinera, pero en Chile consiguió trabajo en una imprenta. La trataban bien, los trataban bien a los dos, y se acuerda del día en que pudo comprar su primera hornalla para prepararse la comida caliente en su habitación. 

 

Con el tiempo, Margarita y Alberto pudieron acceder a una casita, que fueron llenando de cosas, y que se fue poblando de parientes de Perú que apenabas pisaban suelo chileno pasaban con ellos los días o los meses necesarios hasta que juntaban lo suficiente como para instalarse por su cuenta. Su casa siempre estaba llena de gente, gente que se quedaba en Chile o que ganaba alguna plata, la ahorraba, y se iba a juntar dólares a la Argentina. Eran mediados de los noventa. Los papás de Margarita les preguntaban cuándo iban a llegar los nietos, pero ellos decían que todavía no, que todavía no estaban listos, que todavía querían lograr algunas cosas más.

En el noventa y siete una hermana de Margarita, que estaba en Buenos Aires trabajando de empleada doméstica con cama, pasó a visitarlos por Chile y les contó, una vez más, cuál era su sueldo traducido a dólares. La hermana de Margarita mandaba esa plata a Perú hacían ya años y con eso, además de ayudar a su familia, de a poco se estaba construyendo una casa. Margarita y Alberto, no sin ambivalencia, decidieron que les quedaba un resto de energías para, ellos también, venir a probar suerte. Volvieron a vender, a regalar, a repartir todas sus cosas. Armaron las valijas y una caja de medio metro por medio metro, con cosas de cocina y todo que Margarita pudo meter adentro, y se tomaron un avión a Buenos Aires.

 

En Santiago, la última tarde que Margarita fue a trabajar a la imprenta, sus jefes le organizaron una despedida con torta y delicias de fiesta en la que participaron todos los empleados. Fue una sorpresa y una ceremonia emotiva, en la que los chilenos le hablaban mal de los argentinos y le decían a Margarita que si estaba segura, que iban a extrañarla mucho, y a fin de cuentas que bueno: siempre se podía volver.

Aterrizaron también un domingo, de 1998, en el porteño barrio de Abasto. Lloviznaba, pero después de dar algunas vueltas consiguieron una habitación minúscula en una pensión horrible, peligrosa, que parecía estar por venirse abajo. Como no tenían dato ni consiguieron señas para ningún trabajo, el lunes salieron a pasear por el barrio, a ver si veían o escuchaban de algo, y de paso se familiarizaban un poco con la ciudad. Y en esas estaban cuando los agarró la policía, les pidió sus pasaportes (que no tenían encima), y después de maltratarlos un poco en la vía pública, se los llevó a la comisaría.

 

Acá una historia inconclusa de aterrizajes, aterrizajes sin duda mucho más interesantes que mis quejas, querida familia. Confío en que el final de mis protestas coincida con el fin de temporada: en un taxi camino al aeropuerto el 31 a la tarde, preocupada como siempre por cualquier estupidez, extrañando a mi hija de antemano, el sweater que elegí para el avión demasiado picudo, presintiendo un resfrío por el contraste entre el calor del norte con la temperatura de acá, preocupada por ese examen cruel apenas aterrizada, el recuerdo de hace unos meses hablando del invierno de Michigan con Bety Sarlo en el subte A y aquel otro, más fresco, de ese paseo de domingo en el que nos cruzamos con Osvaldo Gross a pocas cuadras y como una (gorda) enajenada empecé a gritarle ¡ídolo!, ¡ídolo! mientras cruzaba la calle.

 

Lo más parecido a la nostalgia me ocurre en los asientos traseros de los autos, en silencio, con la ciudad y sus luces como lanzas, rápidas, la música de fondo mientras me proyecto hacia adelante. Pero los corazones fríos del hemisferio sur son más fríos que nunca durante el mes de julio, ¿no es cierto?

 

Godspeed,

L.

 

Iowa Nice

 

27 de agosto, 2017

 

 

Querida familia,

 

Gran parte de lo que es crecer consiste en acostumbrarse al hecho de que, contrario a la idea que uno podría tener, los cambios suceden por medio de procesos. En la vida hay poca varita mágica o píldora milagrosa, mucho de sangre, sudor y lágrimas, más caminos que destinos, y eso que en psicología hay gente que llama “hechos demarcadores”, por lo general, mientras se desenvuelven, pueden descomponerse en una serie de episodios más pequeños —instancias— que, en el presente progresivo, cumplen la función de lubricar la experiencia. El cambio “está pasando” por bastante tiempo antes de que sea cosa del pasado. 

Muchas veces la consecuencia de haber aprendido estas cosas, creo yo, es que a uno se le olvide que los acontecimientos también pasan. En efecto: sucede que de pronto uno se mete en un avión a las 8PM en Buenos Aires y, una noche y un avión más tarde, se asoma curioso por la ventanilla a ver los interminables verdes campos de maíz que rodean al pequeño enclave que configura el nuevo hogar. 

La mente tarda más y el espíritu ni hablar, pero el cuerpo, como a través de los portales naranjas que mirábamos hipnotizados en los dibujos de He-Man en los ochenta, o los modernos verdes fluorescentes a los que Rick y Morty nos acostumbran hoy, viaja rápido. 

 

Hay que decirlo: Iowa City nos recibe con los brazos abiertos. Por supuesto que hay trámites y más trámites relacionados con el desembarco. Por supuesto que la reacción inicial al ver las cosas que tanto se habían esperado contiene siempre un elemento siniestro, shockeante, levemente traumático. Claro que hay crisis de angustia y grandes revelaciones que, después de tantos años, nos llevan a sacudir por primera vez a nuestro marido en medio de la noche porque "entendimos algo" y nos resulta imperioso discutir estas revelaciones en ese preciso instante. Y es cierto que los primeros días pasan en la rosa nebulosa del estrés al punto que, una semana más tarde, nos cuesta recordar con precisión que es lo que estuvimos haciendo, exactamente, los primeros días después de nuestro arribo. 

Pero Iowa City es una ciudad preciosa. A nuestros ojos porteños, el suburbio más hermoso que hayamos visto en nuestra vida. Un suburbio con un cementerio del siglo diecinueve en el que pastan mansos, bastante imperturbables, los ciervos curiosos del bosque. Un suburbio en el que los granjeros solícitos nos ofrecen dos veces por semana los tomates más ricos de sus plantaciones y las plazas tienen parrillas públicas para hacer asados, si quisiéramos, y hay un río, y varias librerías llenas de libros que nos habíamos olvidado que queríamos leer. 

Después vendrá el invierno, nos susurran por lo bajo los nuevos amigos, los compañeros de programa más experimentados. Pero nosotros acabamos de dejar el frío y la espera detrás, y apretamos las mandíbulas testarudos, nos subimos a nuestras bicicletas, y nos zambullimos de cabeza en las verdes delicias del agosto iowense.

 

Las adaptaciones no son una sino mil, querida familia. Primero adaptarse a ser un alienígena (“alumno internacional”). No del todo acostumbrados a la idea, la adaptación a ser un alumno de posgrado. Después de la tristísima despedida, a ser una inmigrante separada por más de nueve mil kilómetros no sólo de mi hija, sino también de pronto de mi marido. Y tras un día completo de llanto desconsolado, demasiado pronto, la semana de capacitación para el trabajo que culmina con conmovedora charla de nuestra directora de carrera, que arranca hablándonos de sus juegos de niña con un set de Fisher Prize y nos coloca una etiqueta, que no esperábamos, y que sigue haciendo eco muchos días después de que la haya pronunciado: la maestra rural.

 

De la primera clase que impartí salí eufórica, totalmente maníaca, anunciando a mis colegas que estaba feliz porque no había manera de que en mi vida fuera a ser capaz de dar una clase peor que la que acababa de perpetrar. Lo más bajo, repetía entre risas, ya había pasado. Como alumna una tiene tanta experiencia que sería casi imposible que a esta altura pudieran someternos a vejaciones para las que no estuviéramos preparadas, pero ¿enseñar? ¿De esta manera, a estas personas? La capacitación fue poca pero aunque se hubiera extendido al doble tampoco me habría dejado conforme. Preparada, mucho menos.

Al final de la semana, veterana, con esa felicidad tan particular que pega justo después de atravesar lo más pesado, mando audios de Whatsapp a los parientes en Buenos Aires contándoles un poco de las peripecias de esa (¿tercera? ¿cuarta consecutiva?) “primera semana”. Pienso en aquella foto de la que hablé incluso alguna vez en este espacio: los brazos de mi tía Inés, en algo así como el primer mes de mi vida, apoyan solemnes a este ser furioso en el lomo de un caballo y, escandalizada por la estupidez del mundo, calva y desdentada pero nacida para la lucha y sobre todo la protesta—pongo el grito en el cielo, roja de ira. Mi hermano me manda palabras de aliento y mi papá, lacónico (pero con emoji-Munch) me anuncia que “todo va a estar bien, hijita”. 😒 Claro que todo va a estar bien le digo, eso ya lo sé. Maldito histrionismo y esta tendencia heredada a zarparme con la hipérbole. 

Pero después, recién, domingo a la mañana antes del primer café y mientras me enjuagaba en la ducha la tintura del pelo: todo va a estar bien como sabemos que todo estará bien cuando no queda otra alternativa. Y es que, la verdad, —spoiler alert— en la gran mayoría de los casos, como Dios quiere, siempre termina estándolo. Aunque no en todos.

 

Soy Lola, soy Lolita y soy Inés y estoy en mi nueva casa, en Iowa City, en los Estados Unidos. Patricia Bullrich, estado argentino: ¿Dónde está Santiago Maldonado?

 

Desaparecidos en democracia en el gobierno de Macri, en mi país. Agosto de 2017.

 

I.

 

Mariquitas

 

26 de septiembre, 2017

 

 

Querida familia,

 

Si soy adicta al trabajo es sólo porque lo odio tanto que no me tomo descansos con la esperanza de terminar, de terminarlo todo, de una vez y para siempre. Algo por el estilo dice Miranda July en un maravilloso cuento que apareció en la New Yorker este mes. (Queremos tanto a Miranda July, estamos decididas a seguirla en absolutamente todas sus propuestas, en cada uno de sus visionarios triunfos, en cada una de sus embriagadoras derrotas.) 

Es así como transcurrimos, familia querida, este septiembre cruel: sumidas en esta bella forma de explotación llamada “teaching assistanship”, una suerte de contrato de ayudantía de precarias condiciones que, para otra persona que odia al trabajo al punto en que no puede dejarlo hasta poder darlo en algún nivel por terminado (🙋🏻), resulta en un cóctel de cortisona y adrenalina no demasiado fácil de llevar.

Me rehúso, de hecho, a hacer la cuenta de cuántas horas le dedico por semana a la universidad. Me rehúso sobre todo a hacer la cuenta de la cantidad de horas que no le dedico, o a repasar mentalmente cómo era la circunstancia de la protagonista de The Circle y al escalofrío posiblemente premonitorio que me corrió por la espalda cuando fui a ver la película con mi querida hija aunque supiéramos que era una peli mala, porque no nos importaba, porque Dave Eggers y Emma Watson.

No vamos a decir que estemos tristes, querida familia, ni tampoco estresadas: no tenemos tiempo para estarlo. No tenemos tiempo para dar paseos en bicicleta por el río, ni para ir a ver a los bambis, ni las películas que los lunes se muestran gratis a los estudiantes en uno de los cines con más onda del planeta. Nos limitamos a saber que están ahí, y leemos la bibliografía obligatoria y alguna aislada noche de mínimo insomnio —es que tampoco hay tiempo para el insomnio— dibujamos calendarios de colores que ilustran agendas que llegan hasta el 22 de diciembre y que no incluyen, ni siquiera sueñan, con compras de navidad. O de cumpleaños. Desde la mesa de la cocina le sonreímos a dos conejos en el patio trasero, ambos perseguidos por una ardilla indignada que, desde el primer piso por lo menos, se parece mucho a Chip y a Dale.

 

Me habían dicho que no me preocupara por aprenderme los nombres de mis alumnos de Español Elemental II, y era verdad. Tardo menos de quince días en saberlos todos. Nos juntamos por cincuenta minutos tres veces por semana a practicar la lengua hispana y, cuando da, a ver videos de Manu Chao o de Babasónicos, y descifrar qué es eso del presente progresivo o los pronombres de objeto directo e indirecto. Conversamos sobre las tareas domésticas que menos nos disgustan y la ropa apropiada para asistir a una boda. De a poco vamos aprendiendo a lidiar con nuestra mutua timidez.

“Instagram en español”, un proyecto de seis semanas que inauguramos hace no mucho, empieza de la siguiente manera: mi alumno querido llamado Houston en traje militar con anteojos negros sosteniendo dos misiles. Paralizada, con el celular en la mano, apelo a mi propio arsenal y me hago de uno de mis mecanismos de defensa favoritos: la negación. Y entonces le describo, bastante histérica, la foto a mi marido, con mucho detalle. Mi marido escucha paciente y me dice: y vos que les ponés fotos de Chávez cuando te proponen que les hables de Simón Bolívar. Yo le digo que de ninguna manera. (Porque también les hablo de Simón Bolívar.) Y que además Houston está disfrazado, que Houston tiene ese uniforme porque está jugando al paintball. Tendrá veintidós años, le digo a mi marido. Mi marido está muy tranquilo: es así. No es una joda, los mandan así, me dice mi marido. ¿Te acordás de la guerra de Malvinas? No me acuerdo de la guerra de Malvinas: tenía un año. Mi marido tenía dos. La guerra de Malvinas. Algo de lo que cuentan los libros. ¿Sabés lo que pasa? Son dos misiles los que tiene en los brazos. Y Houston medirá un metro setenta. A Houston yo le hago decir qué ropa se pone para ir al boliche, ponele. Le pregunto cuántos hermanos tiene. En qué parte de su casa pasa más tiempo. Le corrijo la pronunciación de frigorífico (que en el idioma de nuestro libro quiere decir “heladera”). Y cuando me entrega en el pasillo la tarea y se agacha en el piso para escribir su nombre, le digo que lo deje así y que el apellido no hace falta, porque es el único Houston de mi vida. Miro la foto de Houston con anteojos negros. Los anteojos negros que son el sombrero de cowboy de otro yanqui militar que, en blanco y negro, monta una de las bombas de destrucción masiva que van a desencadenar el fin del mundo en mi película favorita de Stanley Kubrick. Al fondo de la foto, borrosos, en un campo abierto, diminutos, se ven más solados.

 

Esto es lo que pasa en el mundo desde que llegué a Iowa City: dos terremotos en México, huracanes varios en el Caribe, alertas de tsunamis. Inundación sin precedentes en Texas. Atentados en Barcelona y en Londres. Desaparecidos en democracia en la Argentina. La escuela de mi hija, como muchas otras en mi país, tomada en una protesta a la que el macrismo le hace oídos sordos por una reforma educativa escalofriante.

Seguro muchísimas cosas más, pero como dice el novio de una compañera: van a estar llegando las bombas atómicas y nosotros, los del programa, vamos a estar preguntándonos los unos a los otros en tono estresado si llegamos a terminar de leer el libro gordo de Axtaga para la clase del miércoles que viene. (Quizás la cuenta de Instagram de Houston pueda alertarnos de alguna cosa: voy a mantenerme atenta.)

 

El primer domingo de otoño el piso, puntual, está inundado de hojas secas, pero siguen haciendo temperaturas por encima de los treinta grados (celsius, nos toca ahora aclarar) y, con el estómago y el pelo todavía un poco revuelto después de nuestra (al fin) primera noche de whisky y cerveza en el Fox Head, asistimos a una lectura de Natalia Hernández, poeta nicaragüense que es compañera nuestra. Después, a la salida, en medio de un debate sobre insectos y la mejor forma de espantarlos, la directora de la maestría nos cuenta el caso de las mariquitas. 🐞

Se trata mariquitas asiáticas, que aparentemente trajeron un verano para que se hicieran cargo de una plaga en los cultivos. Pero que, después de trabajar, cuando llegó el invierno, se resistieron a su destino previsible, que era la muerte por baja temperatura, y se mudaron a las casas. Miles y miles de vaquitas de San Antonio, las clásicas, las que en Buenos Aires hacemos correr por nuestros dedos al principio de la primavera (¡ahora mismo!) y a las que les pedimos deseos o les pedimos algo vago relacionado a la buena fortuna, pero agrupadas en protesta masiva, haciendo dibujos abstractos, de a miles, en los cielos rasos de demasiadas casas en Iowa City. Conmovedor e inquietante arte de la supervivencia de unas mariquitas a las que —cruzo los dedos— me alegrará ver este invierno interviniendo el techo de mi propia habitación.

Mientras tanto, esperamos a la nieve y buscamos huecos para escribir nuestros textos, volver a corregir nuestros poemas. Como las mariquitas, mano de obra barata importada a la pequeña ciudad universitario-rural. Como las mariquitas, temerosas del frío que ya olemos en las hojas naranjas. A diferencia de ellas, seguras de que no podremos hibernar en casa tranquilas hasta que el hielo —ya te siento— se haya ido. Pero bastante convencidas de que, como ellas, podremos amucharnos y lograr darnos calor entre varias, y que será la fuerza creativa de un dibujo en el firmamento, aunque sea bajo, lo que a las últimas nos salve de perecer.

 

With love and squalor,

 

L.

 

Las anteriores cartas forman parte de una correspondencia que la autora lleva en tinyletter.com, donde puede consultarse el archivo completo y suscribirse a la lista mensual de correo.