Memorias de un peregrino sin rostro
La congoja que tiene ecos ondulantes en Memorias del agua es esa angostura de pecho que nos pertenece hoy en tanto que somos seres urbanos sobrevivientes de un tejido social disfuncional y ruinoso
Memorias del agua (2011) es el más logrado poemario de Francisco Ruiz Udiel (1977-2010), también es uno de los más representativos de la generación de autores que emergieron en la primera década del siglo XXI en Nicaragua.
Esta reseña ordena breves notas de lectura con un doble acercamiento simultáneo: analiza la cartografía emocional del libro y, de paso, indica aspectos que me resuenan en cuanto a valores de formalidad estética.
Opino que la frecuencia de onda de Memorias del agua acaba emparentándose con ese tipo de poéticas que elogian la congoja humana, esas propuestas que saben dialogar con el cuerpo solitario por entre atmósferas de circunspección sin desaprovechar cualquier porción de belleza.
Franciso Ruiz Udiel, con este poemario, reinterpretó con vigor ese clamor propio de lo que yo denomino “poéticas monádicas”, son las que, a mi parecer, se fundan en y desde la obra del chileno Pablo de Rokha, pasan por una parte de la poesía mexicana reciente, en especial la del mexicano Julián Hebert y que en Centroamérica tiene nichos incuestionables como Soledadbrother (2003) del guatemalteco Javier Payeras.
No me concierne tanto calibrar un linaje autoral para Ruiz Udiel. Lo que sí me atañe es pasar muy en claro ¿qué tipo de congoja es la que permea estas Memorias del agua? Hay tres dimensiones evidentes: la primera es el carácter de una subjetividad socialmente descentrada; la segunda es el desgarramiento de una autoimagen constantemente quebradiza y una tercera dimensión es el acongojamiento de un cuerpo emocional que, pese a intentar remediarse a sí mismo con el empleo de la palabra escrita y la metáfora, pierde toda fe en los insoportables espejismos de desechabilidad que caracterizan a esta época hiper-tecnológica que nos desvincula cada vez más como colectividad humana. Es curioso que Ruiz Udiel sea el único autor de su generación que no exagera ni abulta su drama existencial, apenas lo designa, lo sublima. Todo este registro dimensional para él no es sino una suerte de calamidad apaciguada, un dolor amansado y contenido.
Transcribo de Pablo de Rokha, de su Cosmogonía (1927), algunas palabras del magnífico poema “Círculo”, las que valoro como gama cromática condensada de las tres dimensiones o longitudes de onda que, ya dije, configuran la cartografía emocional de Memorias del agua. Pablo de Rokha nos entrega esta grafía:
“[U]n gesto inmóvil de estampa de provincia
en el agua de asombro de la cara perdida
y en los serios cabellos goteados de dramas”.
en el agua de asombro de la cara perdida
y en los serios cabellos goteados de dramas”.
La congoja que tiene ecos ondulantes en Memorias del agua es esa angostura de pecho que nos pertenece hoy en tanto que somos seres urbanos sobrevivientes de un tejido social disfuncional y ruinoso, consecuencia tanto de abusos individuales como públicos. La subjetividad que se teje en este poemario de Ruiz Udiel es propia del ciudadano intranquilo y periférico frente a la rígida centralidad de un mercado de consumo que ha vuelto mercancía al propio cuerpo, una humanidad que ha dejado de ser sociedad para rodear al ser de apariencias, neones de fingimiento, entretenimiento y sobrepasar los límites de la frivolidad. Las capitales latinoamericanas son el hábitat de este individuo, digamos, vaciado de sí y, ciertamente, estas poéticas de la congoja, si bien tienden a denunciar el tedio, resisten mientras resienten; mientras fraguan su propia lamentación, atestiguan su despoblamiento anímico sin defender ninguna fe ni revolcarse en algún spleen.
En tal contexto, cuando una subjetividad descentrada enarbola una poética escritural suele acertar en descubrir determinados poderes de auto-enunciamiento: la voz lírica le agencia al ser -apócrifamente individuado- una careta, un rastro de persona o un rostro borrado para acompañar tanta desrealización interior. Al final del día, en estas poéticas monádicas como las de Franciso Ruiz Udiel o Julián Hebert, toda palabra articulada se vive como proceso autopoiético en el sentido que Humberto Maturana da a este término, lo que promete hacer sobrellevar ese pequeño gran inconveniente de existir. Sin embargo, el texto -muy subrepticiamente, en su fondo etimológico profundo e insinuado- añora a ser textura, tejido tangible, unión hacia algo, re-unión de lo roto que se ha heredado.
Para Ruiz Udiel la identidad misma se esfumina aún en el momento en que ocurre el ejercicio de la palabra. Ese texto-tejido-textura sublimiza el hecho psicológico de no tener rostro pero no alcanza a hacer más que eso, no le es suficiente porque no unifica nada sustancial. En “El poeta y los signos”, el autor acepta:
“Uno deja de reconocer
al hombre en las palabras […]
El olvido se filtra en cada signo […]”.
Quedamos prevenidos que para Ruiz Udiel el drama de ese ser sin centro tampoco se conjura con las palabras, mucho menos quedaría resuelto este ser monádico en la capacidad de darse cuenta que la pérdida del rostro-rastro-careta es una dolencia generalizada de los tiempos que corren. En “Elegía del pan”, este poeta canta su anti-gregarismo, se nota muy consciente de las potencias vivas que la nueva humanidad del ALL YOU CAN EAT ha eliminado contra él, sin dejarle más que sobras-sombras y sabores frustrantes:
“Busca el pan,
su dolor es la herida de alguien que no fue,
palabra suspendida, caverna oscura, puente imaginario,
tristeza de quien, marca de insondable grieta,
ha dejado de ser”.
Poética del desconsuelo, la poesía de Ruiz Udiel es una letanía sin dioses: se agranda en congojas mayores dichas casi en silencio, llega a ser una carga abismal para el propio individuo que avanza noctámbulo, desidentificado de sí mismo y callejeando. “El último infierno” es un pulcro pasaje escalonado de prosas que acotan escenarios urbanos intrigantes que se alternan con versos intimistas: en el prosema “X (Regreso a La Plaza)”, incluido en esas alternancias, Ruiz Udiel configura imaginariamente una urbanidad ideal para reposar su duelo personal y -aunque encuentra dónde sentarse- sólo atina a advertir la muerte en todo lo que le sirva de apoyo:
“No sé a quién invocar para que llegue el sueño. Sin proponerme encontrar algo inverosímil he descubierto esta madrugada que las bancas de acero tienen en su respaldar un pequeño cementerio tallado”.
Peregrino de esta vida sin centro que le ha sido transmitida por el estado de cosas de su tiempo, sabe que ha perdido su lugar en el mundo o, peor, que el mundo no es su lugar; inmóvil ante tanta excesiva actividad exterior, profundiza en sus pérdidas y se enclava en una grave dislocación identitaria: por una parte, se le disipa su rastro-rostro-carátula en el espejo de los charcos sobre el pavimento porque ya no perduran más los ritos de colectividad ni unión ni pertenencia dentro del mercado social. Por otra parte, este autor es muy juicioso al sentir que justo cuando él se individua, con esta individuación metapoiética, toda tribu posible quedó desechada. Ruiz Udiel lo interpela todo esto en “El jaspe y yo”:
“Así pasé noches enteras sin saber cuál era el día,
dónde terminaba su urdimbre.
Hablaba para mí; me convencía del punto de llegada
pero ¿quién quedó en el de partida?
pero ¿quién quedó en el de partida?
¿Habrá desaparecido aquel punto en su origen?
[…] Silencio. Ya no hay dolor.
La melodía crepita en un lugar incierto,
lugar al fin,
lugar al fin”.
Con una estética parca y exacta donde casi no hay vocablos que sobren, donde las pocas aliteraciones son imperiosas para marcar lapsos rítmicos de cotidianeidad y hastío, en Memorias del agua los recursos líricos son cabalmente milimetrados, pero se ejecutan con la comprensión de un psico-mago más que con la severidad de un esteta, ya que nada hay de ostentoso en su factura formal. Esta circunstancia hace de esta poesía de Ruiz Udiel un limbo litúrgico insólito: el exceso de consciencia de la deshumanización del exterior urbano contraría su propia ensoñación al formular una cura ilusoria en la poesía misma. Otra vez en “El último infierno”, en “VII (La soledad)”, explica:
“Claramente podíamos vislumbrar la nostalgia anunciada […]. Atrás sólo dejamos esa enfermedad que nos divide, que nos va domesticando casi a fuerza mal lograda, que nos va alejando”.
En este libro hay muchos poemas que -metafóricos o literales- insisten en rituales psico-mágicos: desde sonreírle a los árboles, cultivar girasoles, abrazar a desconocidos y caminar bajo escaleras, hasta bañarse los ojos con agua salada. Los textos más inductores y alegóricos en este sentido son “Habría que sembrar girasoles”, “Hay noches” y “II (El Conjuro)”, este último incluido como progresión de “El último infierno”.
Además de ser estas psicomagias una especie de sorpresivo ornamento estético, líricamente fundamentan la cabida plena del juego como energía imaginaria. Se padece el descentramiento, sí, pero “a la poesía le corresponde imaginar al mar”, tal como se dictamina en “Ars Poética”. Una vez imaginado el mar, no hay acto que logre sanar la separatidad respecto del mundo entero “porque una vez que naces te pierdes”, a como Ruiz Udiel decreta en “Debajo de una escalera”.
Para la Kabbalah, el elemento agua representa las emociones y asimismo es afín al vayetsé: la habilidad ontológica de salir o de saltar hacia otra orilla, ir más allá de lo conocido. Para Ruiz Udiel el salto enaltecido por sus letras es el del morir, así lo dejó descrito en “Un hombre en la calle Clavel”:
“En la calle Clavel un hombre muere de hambre,
pero antes,
escribe una lista de compras para el supermercado
y se lleva el trozo de papel
a la boca”.
Memorias del agua atraviesa ciclos de fluidez, evaporación, condensación y precipitación. Si bien el ludismo mágico es una fuente que fluye, se evapora y se condensa en esta travesía verbal, la muerte es la precipitación por antonomasia. Acaso por hambre de sentido existencial o ya por mero desengaño de la especie deshumanizada, la muerte se le aparece al poeta como único subterfugio libertario, solamente que el ciclo del agua con su muerte queda ya cumplido, despintado por siempre de toda memoria, subjetividad o afectación.