Muerte súbita: Primer parcial
Una aproximación a la narrativa de Álvaro Enrigue en "Muerte súbita", a cargo de Yader Velásquez
La novela irrumpe en la historia de la literatura como un género más bien desordenado y permisivo. En su construcción cabe de todo: el diario, el folletín, la crónica, el tratado filosófico o histórico, etc. Más allá de las acciones desarrolladas en su trama, su naturaleza múltiple permite la exploración de ciertas áreas problemáticas y conflictivas de la historia privada o universal. En lugar de esclarecer o formular algún tipo de verdad —esas especies de afirmaciones categóricas tan comunes en nuestra sociedad contemporánea— su efecto parece ser el de revelar, o al menos problematizar, ciertas zonas oscuras o ambiguas de la experiencia humana. De más está decir que estas ideas no son en absoluto propias o novedosas. Detrás de ellas sobreviven más de 400 años de teoría literaria y una tradición fascinante de narradores dedicados a la escritura de ensayos: Pamuk, Cercas, J.G Vasquez, por mencionar algunas de las aproximaciones más recientes.
Pero el motivo de este texto no radica en la exposición de una serie de reflexiones sobre un género cuyos procedimientos ignoro más allá del entusiasmo de un lector compulsivo. Me interesan en cambio las posibilidades de una especie de lectura desviada, un experimento conceptual que se permita pensar el género como un objeto, esa suerte de digresiones formales y argumentales que conforman un tejido de materiales de diversas índoles —no es casual el origen latino de la palabra texto, texere: tejer, trenzar, entrelazar. En suma: un objeto del lenguaje.
Así pues, la novela como objeto —término que tomo prestado a su vez de Julian Herbert— puede entenderse como un conjunto de artificios discursivos al mejor estilo de los formalistas rusos. Su construcción articula una variedad de mecanismos que determinan sus efectos y posibles alcances. El artefacto narrativo se pone en marcha y el lector completa su significado. Quizás esta apreciación —o capricho lector— haya sido impulsada por mi reciente lectura de Muerte Súbita de Álvaro Enrigue (Anagrama, premio Herralde 2013), una obra que utiliza la irrupción de ciertos objetos ficticios para entrelazar sus múltiples líneas argumentales y generar de este modo la sensación de unidad que sostiene al relato. A manera de ejemplo, quizás valga la pena profundizar un poco en sus operaciones y efectos.
Es difícil describir a grandes rasgos una novela tan poco ortodoxa como la de Enrigue. En palabras llanas su premisa se construye alrededor de una partida de tenis, un duelo de pelota y raqueta con el propósito de conservar el honor de los adversarios. A las doce del mediodía en punto, en la explanada de una antigua cancha romana, el poeta español Francisco de Quevedo se enfrenta a tres sets con su contrincante, un artista excéntrico y de carácter ingobernable que acaba de transformar la historia del arte para siempre. Su nombre: Michelangelo Merisi, mejor conocido como Caravaggio.
El juego de pelota no es más que un pretexto para impulsar una suerte de exploración histórica con tintes ensayísticos, un punto de partida cargado de humor e inteligencia. En la cancha convergen dos objetos tan extraños como fascinantes. Por un lado, la pella con la que se ejecutan los saques y los servicios, una bola construida, según los procedimientos de la época, por un núcleo sólido cubierto por capas de “pelo apretadas con manteca y harina”. Un dato quizás insignificante si no supiéramos de antemano la procedencia de su materia prima: las trenzas de Ana Bolena, difunta reina de Inglaterra, robadas por su verdugo la noche misma de su ejecución. Del mismo modo, es el duque de Osuna, noble revoltoso y protector de Quevedo, quien le entrega al poeta el antiguo escapulario de Hernán Cortés para mejorar su desempeño durante el juego. Un extraño amuleto tejido a mano por Malintzi con la cabellera del emperador Cuauhtémoc y que ha permanecido en la familia del duque por unas cuantas generaciones. No es casual que la novela tome una dimensión absurda, irónica y en cierto sentido hasta macabra.
Pero el sentido de estos objetos supera la simple representación cómica o simbólica. Su función radica en el extrañamiento de ciertos sucesos a lo largo de la historia europea y americana. La pella y el escapulario, las pinturas del claroscuro y las mitras de filigrana —fabricadas bajo los efectos de hongos alucinógenos en un taller de indígenas michoacanos— atraviesan los episodios más sangrientos de la conquista y la contrarreforma, del concilio de Trento y la caída de Tenochtitlan. Un periodo convulso a medio camino entre el barroco y el renacimiento, esa fase de transición demasiado oscura incluso para sus propios protagonistas. Los hilos de la historia gravitan y se bifurcan, se desplazan para luego volverse a encontrar de manera fortuita alrededor de dichos objetos.
A nivel formal la novela se organiza a partir de un conjunto de secuencias que detallan la acción de los parciales. La narración encuentra su centro en la cancha de tenis de dónde se desprenden los distintos arcos narrativos. El punto de vista se desplaza y modifica el tratamiento temporal de los acontecimientos, pasando de la escena al resumen, según las categorías genettianas. La narración modula de registro y se acerca en ocasiones al ensayo. Un juego de perspectivas que acentúa la ilusión de realidad y la ambigüedad con que se representan los hechos históricos. Unidad y digresión, saque y cambio de cancha. Tenez.
Quizás sea este procedimiento el responsable de mantener el equilibrio entre acción, crónica e informe histórico, provocando el efecto de dinamismo que caracteriza a la obra. A pesar de la aparente gravedad de los acontecimientos —decapitaciones, exilios, cónclaves renacentistas, etc— su tratamiento propone una suerte de desvío, una visión irónica e ingeniosa que revela una dimensión hasta ahora inadvertida. Los datos y objetos apócrifos confunden los límites de la ficción misma, el archivo se abre hacia nuevas interpretaciones, menos sólidas y taxativas. En lugar de sugerir respuestas, de simplificar el discurso en búsqueda de conclusiones definitivas, la ficción evidencia las contradicciones y malentendidos que conforman nuestra apreciación del pasado histórico. La novela provoca entonces cierto extrañamiento —ese término tan polisémico enunciado por Shklovski—, una forma de desequilibrio capaz de perturbar los automatismos de la percepción humana. De este modo el barroco se revela como una época mucho más compleja de lo que pensábamos. La ficción amplía nuestro horizonte de expectativa y nos plantea una serie de conflictos tan particulares como universales: pasiones, intrigas, pugnas políticas y religiosas, un mundo en constante decadencia que llega hasta nuestros días. No es la estructura de la realidad la que nos interesa, sino su experiencia atemporal.
El artefacto novelístico se despliega de forma sutil e inteligente. En el fondo mismo de su estructura operan una variedad de voces y de puntos de vista, un contrapunto discursivo que expande los límites de los hechos referidos. La novela se representa a sí misma como una especie de punto de fuga, un conjunto de fuerzas descentralizadoras que Bajtín optó por llamar dialogismo y polifonía. La dimensión paródica del relato completa su sentido histórico y amplifica sus conflictos. ¿Qué es la historiografía sino una serie de equívocos y crímenes?. Quevedo, Caravaggio, Pio IV y Galileo; Cortés, Cuauhtémoc y Malintzi. “Todos cogiendo, emborrachándose, apostando en el vacío. Las novelas aplanan monumentos gracias a que todas, hasta las más castas, son un poco pornográficas”. ¿Qué es la novela y qué clase de objeto es Muerte Súbita?. El mismo autor se atreve a problematizar un poco sobre esta suerte de incertidumbre. ¿Se trata entonces de un relato sobre la contrarreforma y la conquista de América?, ¿una estampa más o menos caricaturesca del barroco y las pasiones renacentistas?, ¿un texto sobre la utopía y los hongos alucinógenos?, ¿una narración descriptiva y cómica de una partida de tenis anacrónico?. Mi respuesta como lector —ingenuo y sentimental— es tan ambigua como absurda: quizás se trate de todo y de nada al mismo tiempo. A diferencia de los discursos monolíticos, la literatura se abre hacia una multiplicidad de sentidos e interpretaciones. La novela como objeto —formal, temático, cognitivo, etc.— escapa al ámbito de las afirmaciones categóricas. Sus múltiples efectos —estéticos, humorísticos, psicológicos— sugieren nuevas perspectivas y enriquecen nuestra experiencia de la realidad. Las novelas, al menos las que me interesan, no se plantean soluciones ni respuestas contundentes. Amplían, en cambio, el abanico de posibilidades y profundizan en sus matices. Quizás en el fondo Muerte súbita trate de esto. Quizás sea un libro sobre los malos entendidos.