Narrar las Ruinas | Paseo por la Obra de W.G. Sebald
Cuentan que en 1830, luego de terminar de construir su obra maestra, el Banco de Londres, sir John Soane comisionó a un artista para que pintara la estructura en ruinas. Cumplía así el gran sueño romántico. Nacido en 1944, Sebald no tuvo que incurrir en tales excesos. Sin quererlo, había heredado un mundo en ruinas, un mundo cuyas pretensiones de modernidad habían terminado por reducir la historia a escombros. Tocaba recoger. Los libros de Sebald, más parecidos a los antiguos gabinetes de curiosidades que a las novelas, a los almanaques renacentistas de historia natural que a las narrativas decimonónicas, recorren la historia del siglo XX bajo este imperativo: intentan acumular los escombros a los cuales había sido reducido el mundo y construir, a partir de ellos, un gran collage desde el cual repensar el futuro de la literatura después de la gran catástrofe modernizadora.
Nacida con las últimas explosiones, hija de la miseria de la posguerra, su obra imagina a ese primer hombre que, en el ocaso de la guerra, con la memoria del trauma todavía viva, sale a caminar por el desolado paisaje y, sin quererlo, se pierde. Solitarios y melancólicos, sus protagonistas deambulan por la historia como bibliotecarios borgeanos, en busca de un secreto histórico que, sin embargo, se les escapa. En el camino, sin darse cuenta, configuran una literatura distinta, intelectual pero emotiva, que se atreve a afrontar el vacío de sentido que la guerra dejó atrás. Sebald, heredero de Kafka pero también de Borges, contemporáneo de Claudio Magris y de Ricardo Piglia, imagina la novela del porvenir como un recipiente vacío dentro del cual cabe todo: fotografías, disquisiciones, anécdotas, conjeturas y sentimientos, historias y recuerdos. Convertida así en una gran muñeca rusa, su obra explora ese gran museo de la memoria universal dentro del cual gozosamente podemos perdernos, por horas, sin saber qué buscamos ni quién nos guía. Horas o días más tarde, al salir, el lector se siente acechado por una sensación extraña: la de haber pasado una larga noche de insomnio envuelto en un mundo frío y objetivo dentro del cual, sin embargo, la llama de lo humano parpadea omnipresente.
Cuando publicó su poema en prosa Del Natural, en 1988, Sebald llevaba más de veinte años viviendo en Inglaterra y acababa de cumplir cuarenta y cuatro años. Artífice de una literatura para lectores pacientes, su entrada al mundo literario fue así mismo tardía y llegó marcada por un profundo sentido de extrañeza. A partir de entonces, con la publicación de títulos del calibre de Vértigo (1990), Los Emigrados (1992) o Los Anillos de Saturno (1996), su obra crecería con el mismo poder con el que en sus textos crece la sensación de desarraigo y de abandono. Leyendo sus libros uno acaba imaginando a un forastero muy callado y paciente que en plena noche se dedica a contar anécdotas en una voz muy baja, cercana al murmullo. Son libros extraños, a medio camino entre el ensayo y la novela, libros capaces de conjurar los espectros históricos que perviven bajo el día a día de las grandes ciudades. Abundan en sus páginas seres apátridas y errantes que vagan por la Tierra en busca de un hogar perdido. Literatura de la búsqueda, viaje hacia el final de la noche como aquel que en su momento imaginó Céline, no sería hasta la publicación de Austerlitz en 2001 que Sebald daría con el personaje cuya historia le regalaría su obra maestra.
Recuerdo que al terminar de leer por primera vez Austerlitz, allá para el 2005, me quedé pensando en una imagen: la imagen de un tren que atravesaba la historia europea y por cuyas ventanillas se podían entrever pequeños retazos de una historia atroz. Todavía hoy, al pensar en la novela, más que una trama, surgen en mí ciertas imágenes: un hombre insomne que vaga por una ciudad enorme, la imagen de las polillas que puntúan el tempo de la historia, la atmósfera de espera y tedio con la que un hombre espera sentado en una estación de tren. Ahora comprendo que ese hombre que espera es Austerlitz, el personaje que da título a la novela y a quien el narrador conoce, precisamente, en la estación de tren de Amberes. Es ese el nombre del enigmático forastero cuya vida el narrador persigue a través de más de medio siglo, hasta perderse en un delirante paseo histórico. Un paseo que lo lleva a acompañar a Austerlitz en su búsqueda de un pasado secreto que ha quedado sepultado bajo el ruinoso paisaje de la posguerra. Un pasado judío que la historia ha intentado esconder y que lo fuerza a deambular por el siglo en busca de una respuesta al acertijo del mal. Como en un sueño, leve y extraño, el lector que se adentra en sus páginas se encuentra con una novela que explora las formas en las que construimos, recordamos e imaginamos la barbarie. Un laberinto que nos fuerza a recordar, con Kafka, que siempre estamos ante las puertas de la ley, del mal y del delirio.
A veces pienso que Austerlitz bien pudo haber nacido en Latinoamérica y que su historia fácilmente pudo haber ocurrido en nuestras tierras. Su épica historia natural de la destrucción, tal y como el propio Sebald tituló uno de sus libros de ensayos, no nos es ajena. Pienso cosas así y regresa a mi mente el Benno Von Archimboldi de Bolaño. Pienso en su gran trayecto por el siglo XX y en sus extraños libros, en la gran épica que termina por depositarlo en Santa Teresa, rodeado por chicas muertas. La historia del mal, pienso en esos casos, es una historia extraña y oscura como extraños y oscuros tendrían que ser los libros que intentaran representarla. Pienso en esa y otras cosas, pero siempre termino por adentrarme nuevamente en sus libros, como un buzo entre las ruinas de un naufragio o como el propio Archimboldi entre las algas del Mar Báltico. Al salir suspiro aliviado, sin saber exactamente qué vi en aquellas terribles profundidades, pero muy consciente de que los ojos arden y el aire falta. El siglo XX, a fin de cuentas, fue algo así: quienes lo sobrevivieron poco podían contar que no fuera un extraño cuento de terror.