El desencanto en la novela nicaragüense contemporánea: anotaciones a las «Anotaciones...» de Marcel Jaentschke
Anotaciones a la Banana Republic (2015) funciona como contradiscurso de la identidad nacional nicaragüense; aquí un análisis de varios de sus elementos.
En este ensayo se explora el sentimiento de desencanto en la novela nicaragüense, para lo cual seleccionamos Anotaciones a la Banana Republic (Helsinki: Seirua / Centro Cultural Latinoamericano de Finlandia, 2015), novela posmoderna y polifónica, cargada con un discurso mordaz. En esta obra de Marcel Jaentschke (Managua, 1992) se esboza una crítica sobre la inestabilidad política del país, la corrupción de los sistemas tanto políticos como sociales y la inexactitud de los vanagloriados sucesos revolucionarios. Nos encontramos con espacios intercalados, tropos narrativos ubicados en una Nicaragua post-revolución, una Managua contemporánea en la que se contemplan algunas realidades cotidianas y un tiempo futurista (distópico más que utópico) donde se especula con los resultados de las generaciones pasadas y presentes. Sobre todo, se presenta el desencanto con los ideales revolucionarios: a los protagonistas los permea hasta la médula sentimientos de derrota, vergüenza y fracaso; esas tres pasiones son el común denominador en exmilitares y jóvenes, dos generaciones que, a pesar de estar sumergidas en la banalidad, en lo volátil, tienen conciencia de la falsa concepción de los ideales utópicos esperanzadores que en la praxis contrastan de gran manera con la realidad que la historia oficial les asigna.
Como se sabe, y el autor se encarga de recordarlo apenas en el inicio vía epígrafe, la expresión banana republic tiene en lengua inglesa tres connotaciones —igualmente peyorativas— que en esencia se complementan: a) país pequeño, especialmente en América Central, especializado en la exportación de bananas (o de otro producto tropical); b) país dominado por intereses extranjeros, representados por unas pocas compañías dueñas de grandes concesiones; y c) país con un gobierno inestable, usualmente dictatorial, en el que se presentan revoluciones frecuentes y una continua presencia de los militares en la política (Jaentschke: 2015, 14). Así, dentro de la obra convergen en un mismo universo una serie de personajes que intentan ejemplificar las realidades por las que atravesaron algunas personas en determinadas etapas de la historia de este país centroamericano; personajes que interactúan entren sí en la medida en que sus realidades se conectan en la trama de la novela y que aparecen en diversos tiempos de la narración unidos por hilos conductores pese a su distancia cronológica.
Uno de ellos es el Rodi, o Robidiel cabecilla de una importante red de narcotráfico que realiza sus operaciones en la capital nicaragüense luego de la primera década del 2000: “Rodi y su equipo cubren la zona que va de los semáforos de ENEL central, no muy lejos de la avenida universitaria de Managua, hacia el sur: Los Robles, La Centroamérica, Altamira, Carretera a Masaya llegando hasta el km 8” (Jaentschke: 2015,20). Otro es Justin Guevara, alias el Frentón, personaje que integra la red de narcotráfico del Rodi y quien, sin ser uno de los actores principales, representa al arquetipo de “camello” o “mulero”, como se les conoce popularmente a las personas que prestan el servicio de distribución de droga.
Por otro lado, Álvaro Flores, presentado como el único costeño que militó en las filas de la Dirección General de la Seguridad del Estado de los años ochenta, “era un negro de mirada distraída. Un gigante introvertido y callado, atrapado en la esquizofrenia del tiempo. Un tipo excéntrico y muy delgado que no sé por qué solía irse de los lugares sin despedirse; digamos de perfil bajo, digamos que cuidadoso” (Jaentschke: 2015:27).
Ricardo Flores y Ernesto Frías son un par de amigos que representan la parte de la juventud en una relativa decadencia del país; ambos son estudiantes universitarios con un amplio conocimiento cultural (literatura, música, cine) llevado de la mano por su adicción a las drogas: “Luego de terminar silenciosos el bate de marihuana Ernesto deja de ser una sombra. Saca un espejo de su bolso... seguidamente vierte la cocaína en el espejo, protegiéndola del viento” (Jaentschke: 2015: 35).
Pedro Menocal es otro de personaje principal de la novela. Participante de la guerrilla sandinista, miembro importante en las misiones de encargadas a su pelotón, “[f]ue un combatiente de la división 25 de Julio que con el triunfo de la revolución ascendió a la capital del servicio de inteligencia. Se hizo famoso porque en varias ocasiones tuvo el honor de luchar a la par del padre Gaspar García Laviana, quien como ya sabes fue lo más cercano a una súper estrella de la guerrilla” (Jaentschke: 2015: 45). Su hermano, Roberto Menocal, también formó parte de la guerrilla sandinista, pero desertó y tuvo que pasar varios años en el extranjero: “[...] se las ideó para cruzar la frontera a Anchurias, país donde residió ilegalmente desde diciembre de 1982 hasta septiembre de 1993”(Jaentschke: 2015: 45).
La construcción de estos personajes es una muestra del desencanto en esta literatura moderna, pues ejemplifican arquetipos y búsquedas bajo ese signo, algo con lo que coincide el crítico Víctor Ruiz, para quien es la condición desencantada y melancólica la que provoca que “se abalancen sobre la historia pasada, presente y futura de la ‘dilatada república de las luces’ (metáfora de Nicaragua)” (2016: 2). Consecuentemente, durante la narración se nos presenta una ficción obsesionada por desmontar la historia oficial de Nicaragua, que nos muestra una forma alternativa, digerida, de comprender su realidad; continúa Ruiz: “El autor no pretende erigir su texto como documento histórico, busca más bien crear una parodia del mismo, restarle importancia, banalizarlo” (2016: 3).
1. Desencanto con la revolución y sus ideales utópicos
Se podría afirmar que Anotaciones a la Banana Republic es la novela más desencantada de toda la narrativa nicaragüense, especialmente por el sentimiento de derrota que permea a los personajes ante la pérdida de los ideales revolucionarios y de la revolución como proyecto de nación. Entonces no resulta extraño que en la obra los protagonistas dejen de luchar por los ideales utópicos esperanzadores, incluso ya en la guerra de los años ochenta algunos personajes prefieren desertar y vivir como basura en Honduras.
Aparece también el encuentro de dos generaciones. Por un lado, los jóvenes de la Nicaragua actual, quienes consideran que el pasado los trastoca y lo cuestionan de manera incansable: al fin de cuentas, la revolución es una herencia de sus padres, y perciben de forma descontextualizada los ideales utópicos, que acaban banalizando. Por otro lado, están los mayores, que fueron los jóvenes que antes lucharon en la guerra, creyendo de manera religiosa en las ilusiones esperanzadoras que ofrecía la revolución y que, después de las elecciones presidenciales de 1990, sintieron una bofetada en la cara cuando para muchos finalizó la revolución o, más bien, la vida, que en ese periodo significaba lo mismo. Heriberto Pichardo, quien en el relato carga con mayor peso la voz narrativa, manifiesta:
Lo cierto es que los años pasaron. Y paso lo que tenía que pasar precisamente porque nadie espera que ocurriera: perdimos las elecciones del 90, perdimos o bueno más bien creímos perder una revolución, y claro que después todos intentaran referirse a esa derrota con varios nombres , para poder ignorar que las cosas se salieron de control mucho antes del 90;claro que le amputaran los miembros a la historia […] y también nos percatamos que de una u otra manera la habíamos cagado más de lo que creíamos , nos dimos cuenta de nuestra ignorancia , de nuestra ingenuidad , de pueblo sometido por caudillos y algunos nos diremos a regañadientes que la cagamos por culpa del pulpo (p.29).
Ante ese sentimiento de desencanto que causa en los personajes del texto la pérdida de los ideales esperanzadores, Cortés (2010) expresa: “La posguerra es también el momento en que nos balanceamos sobre una cuerda floja entre el olvido y el recuerdo de nuestra historia” (p.116).
La voz narrativa desencantada destruye el mito de los ideales revolucionarios en el que giró su vida y la de muchos jóvenes del siglo pasado, se abalanza sin paracaídas sobre la historia que lo condenó para siempre, que a la vez sigue condicionando su presente. Además considera una estupidez muy grande que la figura del hombre con fusil, barbudo y uniforme verde olivo sea la sinécdoque de un valor supremo en Nicaragua.
A pesar de que Pichardo fue guerrillero y protagonista del enfrentamiento bélico, su sentimiento es de vergüenza, ya que la historia que se narra sobre los hechos revolucionarios es nada más un arsenal de mentiras elevadas para justificar la muerte de muchos que ofrendaron su vida y se les considera héroes, aunque otros, como él, no tuvieron reconocimiento:
Ya de por sí la vida es una putada, pero cuando inviertes tu adolescencia y tus mejores años con un rifle en la montaña, defecando en el monte bajo el temor que algún milico barbudo intente sodomizarte mientras defiendes una idea que con el calor de un arma cada día se va haciendo más vaga, todo para perder en las urnas ante la oligarquía, entonces la vida se siente doblemente trágica” (p.30).
Indudablemente, Pichardo se muestra desencantado con la revolución porque lo moldeó como sujeto, transformó y destruyó su personalidad hasta dejarlo en el sinsentido; por eso se admite engañado y expresa desprecio. Además, en la ficción de posguerra los resultados de la guerra se reflejan sin ningún resplandor, no fue el gran parteaguas que todos creían y después de pensarlo mejor se llega a la conclusión de que los guerrilleros revolucionarios no terminan de encajar en la historia, como el ejemplo que cita a continuación el protagonista:
La figura del chino Wong, siniestra como un fantasma , junto con la de tantos otros personajes inmemorables y prescindibles, mutantes ajenos al recuerdo , borrados de la memoria colectiva de la lucha sandinista, reducidos a una tumba sin nombre y un par de canciones , es decir, una silueta que camina exhausta , sin encontrar un rostro en la historia (p.42).
Pichardo experimenta el sentimiento de desencantado, pues al reflexionar en la posguerra sabe que ha sido traicionado. Él, que fue parte integral del Ejército Popular Sandinista y puso su vida en peligro por las utopías esperanzadoras revolucionarias, ahora es testigo del deterioro del liderazgo político. Por eso trata de enfatizar que el mito del héroe militar y su fachada demagógica han desaparecido. Por consiguiente, la fidelidad hoy en día está condicionada por los intereses particulares y no colectivos.
Por último, resulta necesario destacar que el discurso de Pichardo y de los demás personajes que aparecen en la novela es heredero de un discurso cínico posmoderno, escéptico, fatalista y volátil. Al respecto Beatriz Cortez señala que la suya es “una sensibilidad que ya no expresa esperanza ni fe en los proyectos revolucionarios, utópicos e idealistas que circularon en toda Centroamérica durante la segunda mitad del siglo XX” (p.25).
El desencanto del mito revolucionario se vuelve más crudo cuando Pichardo enfatiza lo banal y superficial que es la historia de los hechos revolucionarios. En la posmodernidad la gente ha dejado de creer en la historia como paradigma de verdad absoluta: al fin de cuentas siempre está escrita de manera arbitraria para justificar la victoria de los vencedores. Los vencedores se encargan de ello, entonces las historias periféricas resultan más verosímiles.
Lo que hace la voz narrativa es poner en tela de duda la verdadera trascendencia de los mitos revolucionarios. A través de su discurso cínico posmoderno, Pichardo ya anteriormente cuestionó de forma severa la revolución, por tanto no es de extrañarse que le reste protagonismo al mítico guerrillero idealista vanagloriado por la literatura testimonial. Para los grandes revolucionarios el gran tribunal que juzga al hombre es la historia, pero qué pasa cuando esta se cuenta de manera parcial. Walter Benjamín conjetura una respuesta:
El cronista que narra sin distinguir los acontecimientos entre los grandes y los pequeños, da cuenta de una verdad: que nada de lo que una vez haya acontecido ha de darse por perdido para la historia. Por cierto, que solo a la humanidad redimida le cabe por completo en suerte su pasado (p.4).
El problema es que nosotros asumimos que las muertes de los grandes cuadros son las únicas muertes heroicas durante el periodo de la guerra civil, y viciados por las patrañas narradas desde los roncos cantos entonados por los vencedores y sus traumas, encontramos cierta banalidad en lo historia no oficial que es, sin duda, la única de las historias posibles entre el infinito vaivén de relatos en que nos inventamos con ingenuidad. A eso le dicen estar vivo y no es fortuito” (p. 233-234).
En el párrafo anterior el protagonista no alcanza a negar la revolución ni lo fundamental de los acontecimientos históricos, sino que su discurso ofrece una perspectiva que contrasta con la mirada positiva de los procesos armados que preponderaba durante la guerra.
También considera que la idealización que se les hace a los (cadáveres) héroes siempre es una tergiversación, porque están lejos de la figura mesiánica que se les asigna; de esa manera el discurso de Pichardo refleja el espíritu de contradicción ideológica que albergó a los guerrilleros en la posguerra, en el que expresan sus inconformidades y desconciertos que los lleva a no encontrar un lugar en la sociedad.
Como último acto, los exguerrilleros revolucionarios se vuelven en contra de sus excompañeros de armas y de los ideales que enarbolaban, por ende la contradicción que alberga a los personajes desencantados de la posguerra se convierte en una paradoja. Porque su discurso, sin ser anti-revolucionario, se muestra indolente ante dicha diatriba, pues sacan a relucir aquellos acontecimientos que desnaturalizaban la lucha y que habían sido silenciados por los propios revolucionarios; el ejemplo lo da a continuación Roberto Menocal, revolucionario y desertor:
En esa ocasión el que ganó el concurso de violaciones que organizábamos en el pelotón de los zompopos fue mi hermano, El lobo. El hijueputa es feo hasta más no poder, pero nadie nunca le dio talla a la hora de echarse los culitos en la montaña, en esa ocasión yo quedé en cuarto lugar. Violé a 37 perras, con orgullo, entre ellas a Isolda […] pueden decirme Roberto Alfonso, acabo de escaparme, de la guerra. Al chile. (p.65).
Como puede apreciarse, la voz narrativa nos desnuda, sin maquillajes, la falsa concepción que existía hacia la figura del mítico guerrillero revolucionario idealizado como un Quijote posmoderno o un Mío Cid legendario, como contraste este personaje se ha desprendido de todo contenido ideológico y social.
Refleja el abuso del poder que se le concedió, y al igual que otros guerrilleros utiliza la violencia sexual como método para dar rienda suelta a sus pasiones. Por último, este protagonista expresa su distopía para salvarse de la nada o mejor consigue una estratagema para fugarse de una guerra que no considera como propia y no es parte de su identidad.
Por consiguiente, para no ser acusado como traidor decide exiliarse de manera voluntaria en Anchuria (metáfora de Honduras) y vivir literalmente como una basura; así lo confirma Menocal: “La verdad que en aquel entonces yo me conformaba con muy poco. Aunque suene a pedo, lo digo en serio, cualquier cosa me parecía mejor que estar movilizado en mi país” (p.75).
Roberto Menocal cuestiona el sentido de la guerra y no tiene ningún sentimiento de pertenencia en el conflicto; no obstante, ser un desertor no resulta sencillo, es sinónimo de cobardía. Especialmente porque a su generación se le asignó la etiqueta de estar destinada a pelear en la conflagración civil y a pesar de ser considerado un héroe por estar (supuestamente) muerto, en la posguerra decide aparecérsele a su hermano Pedro, quien por referencias textuales en la novela es conocido como el lobo; este último lo rechaza y prefiere seguirlo considerando muerto, porque está aferrado a una historia y soltar esa historia equivale a perder su identidad y en última instancia su justificación de vida: “El lobo se esforzó en esconder su indignación, por disimular el dolor […] ver a su fallecido hermano delante suyo, como un verdadero maricón. Un traidor a la causa de su vida. Un paria. Un misio” (p.110).
Las secuelas de la guerra forman parte del lobo, incluso la cicatriz que lleva en el rostro es su marca de por vida, la revolución fue literalmente su vida. En contraste, Roberto Alfonso está lejos de ser idealista como su hermano, su desencanto radica en el sentimiento de vergüenza que lo acongoja, no le encuentra sentido a la existencia, pretende asumir una máscara que oculte esa vergüenza, pues no resulta fácil adjudicarse esa conmoción de derrota que lo lleva a experimentar fracaso.
El fracaso que siente Menocal es la metáfora de un país entero, Nicaragua. Es un fracaso colectivo de la sociedad, con lo que se quiere ocultar el sentimiento de vergüenza para disfrazar que no nos queda algo de dignidad en medio de la inmundicia. Ramírez (2002) señala que “el fracaso en cada relato recibe diferentes nombres y ocupaciones, generalmente es el anhelo de algo que no se podrá conseguir” (p.112).
En la novela también aparece la figura del militar caído en deshonra que está sumido en el pauperismo y la decadencia, ese guerrillero es Pedro Menocal, hermano de Roberto. Ambos personajes son antagónicos y en la construcción discursiva de la novela fungen como la gran metáfora de la división histórica que ha existido en el país y como consecuencia ha provocado los hechos más funestos de la historia.
En el periodo de la posguerra los consanguíneos Menocal tienen algo en común: la derrota, ese sentimiento de desencanto que se generalizó en los años noventa y obligó a muchos exmilitares que solo aprendieron a matar a no reinsertarse en la sociedad después de la conflagración; entonces como efecto dominó sus vidas no tienen sentido en la posguerra, son inadaptados, maquiavélicos, oportunistas y por supuesto sanguinarios:
…ignoro por qué el lobo Menocal terminó de esta forma tan deplorable. Ignoro por qué nunca le dieron la pensión de retirados de guerra, ignoro cómo un guerrillero más o menos respetable, que inspiró algunos mitos y relatos de la época, se convirtió en un junkie hijueputa explotador de menores. Ignoro por qué uno de los militares más brillantes del ejército haya tenido que dedicarse a la limosna, malviviendo en un basurero. (p.118).
Es interesante la reiteración de la palabra ignoro en el párrafo anterior, porque la realidad que se nos presenta en el texto es la de exmilitares que en la posguerra han perdido la identidad y tienen que deambular sin hallarle sentido a la vida. De este modo se ven obligados a ser la antípoda de los ideales que pregonaron en el pasado.
Caídos en desgracia, los combatientes en la ficción de posguerra se presentan desnudos de cualquier etiqueta moral que justifique sus actos; en consecuencia, con el tiempo se han vuelto seres ignorables y nunca logran la reinserción en la sociedad:
El lobo […] con el tiempo le mostraría a la niña el camino a la zona rosa. Allí la entrenaría cuidadosamente en el arte de pedir monedad a los locales, billetes a los turistas y algunas veces vender comida en bolsas plásticas a los carros y buses que esperan en los semáforos (p.117).
En la producción narrativa actual los militares son representados como figuras antagónicas cuyo comportamiento difiere de manera exponencial respecto al papel magnificado que ocupaban en la literatura testimonial; en cambio, el excombatiente en la narrativa de posguerra se refleja desencantado, apátrida y enajenado.
Álvaro Flores, excompañero de armas de Menocal que sí tiene éxito y reconocimiento social, llega a la conclusión de que “todo se fue”, ese es el devenir histórico; para hacer esa afirmación ocupa como referencia al lobo, personaje común y corriente que está muy lejos del héroe idealizado, más bien es el típico antihéroe presente en la literatura centroamericana de posguerra que se proyecta desarraigado sin correspondencia con algún proyecto político colectivo: “El Lobo Menocal: se fue a la mierda como la revolución, por los Yankees, como la segunda etapa de la revolución, por los neo, como nuestra patria desde que aparecieron estos caballeros de mierda” (p.118).
El desencanto por el periodo histórico de la revolución y posr-revolución en la novela no solo es de las personas que la vivieron, sino de los jóvenes, quienes, a pesar de estar sumergidos en la banalidad, en lo frívolo y en la adicción a las drogas, tienen plenamente conciencia histórica del periodo de la posguerra o época de desencanto que inicio en los noventa. Años en los que crecieron, además vivieron en carne propia esa época convulsa y agitada en la que se enarbola la paz como bandera, el progreso como escudo y la mentira como verdad.
Como parte de su cinismo a estos jóvenes no les molesta hacerse autocrítica, se consideran incapaces de actuar, porque de antemano los embarga el sentimiento de derrota; en otras palabras, prácticamente se suponen inútiles, ya que las fuerzas las han perdido, les da asco el pasado, se sienten huérfanos de la historia. Desdeñan todos los valores establecidos como el pináculo de lo nacional y, como sujetos posmodernos, para ellos no existen paradigmas universales, las experiencias siempre se miden de manera particular, aunque la pasión que los provoque venga de un mismo fenómeno: el desencanto revolucionario.
Nuestra miseria como generación [...] Memorias paridas en la inacción del ser, los tropiezos en nuestra historia, la asquerosamente privilegiada y casi inexistente clase media de un pueblo traumado. Nuestro desventurado destino. Un destino militar, obsceno, globo que sube y sube y explota en lo alto. Intento descifrar que es lo que pienso y fallo porque esta miseria, esta noluntad, este canto vacío no se piensa, se sufre. (p.55).
El desencanto en la generación actual es evidente, se sienten víctimas del país que se les ha heredado y estas palabras de la joven protagonista María Victoria Flores demuestran que habita en un espacio en el que el discurso oficial de la nación y la experiencia individual no tienen ninguna coherencia, pues la mayoría de jóvenes se sienten atropellados, el país ha ido de fracaso en fracaso y cada vez se vuelve mayor. El mejor ejemplo de esto lo da Ricardo Flores, hermano de María:
Es en esa época, principios de los 90, que el estado comenzó a vender los rieles del tren que unía parte del pacífico de Nicaragua, entre otras cosas. Además de la privatización de sus derivados: El Cardenal Obando cortando el listón que inaugura la primera gasolinera Texaco ubicada en la entrada de Las Colinas […] Violeta Barrios junto a Bush I tirando un par de ametralladores semiautomáticas a una montaña de armas que arde lentamente, sellando los acuerdos de paz y restableciendo relaciones; las marchas y manifestaciones de los sindicatos; la generación de los jóvenes ya-no-tan jóvenes en las llegas, aguantando con las uñas del desempleo la caída del bloque. (p.174).
Ricardo Flores, a pesar de ser muy joven, tiene conciencia histórica y en el párrafo anterior enfatiza el final de los proyectos utópicos esperanzadores que da inicio a la época del desencanto que se presenta en la narrativa nicaragüense. Para los jóvenes como Ricardo, todo se acabó, al final de cuentas los ideales revolucionarios se fueron como una hoja de papel que se desintegra en el agua; las personas de la posguerra sintieron una bofetada en la cara y se abalanzan en contra de la historia pasada, presente y futura de la revolución.
Estos adolescentes son herederos del sentimiento de derrota; común denominador de toda la sociedad, pues la época que se suponía de paz trajo consigo el pauperismo social, la decadencia, la falta de sentido de la vida y la violencia injustificada.
Por tanto, los jóvenes para fugarse de esa realidad posrevolucionaria ingieren grandes cantidades de drogas y, aunque resulte patético y cínico, estar bajo efectos psicotrópicos los lleva a la reflexión en la que abordan temas sociales, la revolución, la existencia, la identidad y la historia, todo eso gracias a que la obra es polifónica y versátil, pues se vale del interdiscurso, que Edmon Cros define como “toda aquella combinación de discursos múltiples que actúa en la conciencia de quien produce el texto, es el conjunto de relaciones que se establece entre todos los discursos que están produciendo sentido dentro de la obra literaria” (p.101).
Para transportarme a mí, un nieto de la revolución mutante [...]. Todo ese gran camino recorrido por esta chatarra para terminar como la basura necesaria de una sociedad archirreligiosa y complejísima que experimenta un continuo síndrome de Sísifo, todo ese camino para finalmente ser otra pieza en los juegos del absurdo y la decepción de la posguerra nicaragüense (p.174).
Ricardo con su crudo discurso cínico también se encarga de reflejar la hipocresía de muchos jóvenes e hijos de la revolución que no conocen absolutamente nada de los hechos bélicos, sino que utilizan su posición ventajosa para aventurarse a establecer un criterio banal sobre el conflicto.
No cabe la menor duda de que estos jóvenes, sumergidos en lo frívolo y esporádico de la existencia, dejan en evidencia su falta de conocimiento, por eso banalizan la gesta revolucionaria para utilizar la máscara de la hipocresía. No mostrar su clasismo, la exuberante vida burguesa que llevan y, por supuesto, se apoyan del flojo y arbitrario punto de vista de sus padres al irse solamente por la tangente sin conocer a profundidad la historia, a eso se ha reducido la gesta de los hechos revolucionarios, esa falta de conciencia histórica y revolucionaria contrasta con lo concreto que quieren representar:
Porque en realidad no saben qué se celebra el 19 de julio, por lo que al preguntarle a sus amigos Sandinistas fresas “maje, ¿Qué onda con la plaza? […]” no saben qué responder, y luego apoyándose en los mitos mal-paridos de las bebederas de guaro de sus padres, “Que la revolución es el despertar del pueblo” y que “el 19 de julio se conmemora el triunfo de la revolución, 2 días después que Somoza huyera de Nicaragua (p.101).
2. La ciudad desencantada en la novela
La ciudad se presenta como un elemento importante dentro de la narrativa, no solamente para los escritores desencantados, sino para la literatura en general, ya que la ciudad es el medio donde fluyen los personajes de todas las obras literarias (haciendo algunas salvedades por supuesto). Los personajes y el tropos donde se desarrollan los acontecimientos van cambiando como si el escenario de una obra teatral se tratase y en la literatura desencantada ambos, la ciudad y sus oriundos, viven con una sensación de pérdida y de desorientación una vez los haya ahogado la modernidad de la sociedad y la hostilidad de la misma. (Gonzales: 2013:2).
En la novela moderna se plasma la vertiginosa rutina de la sociedad moderna, llena del tráfico, de avenidas infestadas de automóviles en una ciudad que para poder moverse dentro de la misma, la mayoría de los habitantes no les queda otra posibilidad que viajar en buses donde reina la sensación de inseguridad, sumada a la que se presenta en las calles de la ciudad. (Hass: 2010:18):
El interior del oxidado autobús decorado con calcomanías de Jesucristo, el Fútbol Club Barcelona, el Ché Guevara y los Looney Tunes... junto al caos que existe en los puntos principales de la ciudad, el conductor continúa con la vista fija en el camino... Los platinos se los compró a una niña con el pelo muy castaño, en el semáforo de Metrocentro" (p.170)
En el fragmento anterior extraído de Banana Republic se puede ejemplificar la realidad cotidiana de la población de las ciudades en este caso en concreto, de Managua, estas personas tienen que hacer uso de los buses para movilizarse en su día a día, en este viaje por la ciudad se describen algunos lugares que caracterizan a la capital, así como los rasgos que presentan los alrededores de dichos lugares:
Una niña chela de pedir limosna bajo el sol, chela como esos pintas que se pintan -cuando están en píntin- el copetín con agua oxigenada, solo por el mero tripeo, por la mera decadencia burbujeante de la piedra de crack. Una niña de 9 años que será violada en un futuro cercano por algún familiar inmediato, y después será obligada a convertirse en madre por ley. (p.170)
No sólo nos encontramos con la cotidianidad de los personajes que se mueven a través de la ciudad, sino que se nos muestra el desarrollo de la urbe descontrolada y la inseguridad a la que se exponen sus habitantes, ese crecimiento urbano está fuera de control. Muchas áreas de esa ciudad-monstruo son prácticamente “zonas rojas”, dominadas por la inseguridad y el miedo (Hass: 2010:18)
Los elementos que conforman la ciudad, como edificios, calles, establecimientos, etc., aportan cierta identidad a la masa amorfa que es la ciudad, lo cual ayuda a describirla y enumerarla por sus partes al azar; no hay un diálogo de autoconciencia entre el hombre y su urbe, sino un recuento inanimado de pormenores, nombres de calles, de antiguos sitios y monumentos. (Gonzales 2014:12):
“*Mayorga en su Hummer, esperando en el semáforo de Galería Simán. *Mayorga peleando en el Casino Pharaos. *Mayorga comiendo carne asada mientras dice malas palabras en un barrio de la carretera norte de Managua”. (p.186)
En el párrafo anterior se presenta una denuncia, a través del actuar de una personalidad (un antiguo boxeador), a la sociedad misma por aplaudir sus actos; la descripción de las acciones, lejos de aparecer en un tropos x, aparece en algunos sitios de la capital, con la intención de dotar de cierta identidad al entorno para desautomatizarlo ante la perspectiva del lector:
La susodicha “zona rosa”, frente a la estatua de Alexis Argüello, después de pasar el Night Club 5 estrellas donde los narcos de cuello blanco solían pagar los kilos de cocaína que son cuidadosamente envueltos por el Cartel de Sinaloa... Observo, entonces, al riachuelo de cemento acogiendo a una manada de prostitutas que se erigen como pequeños monumentos al desempleo, pasadas las 8 pm, frente a la Ferretería Lugo, no muy lejos del puticlub antes descrito, un poco antes de dar con el Casino Pharaos, el sitio en que los huelepegas suelen merodear junto a los limpiavidrios por las tardes, donde a veces un drogadicto malabarista suele exhibir sus disfraces mientras limosnea" (p.188).
La forma en que se mueven los personajes es una constante en su desplazamiento por la ciudad, la vuelve un espacio de agitación, donde las únicas señas de identidad están presentes en las huellas que el caminante guarda de su experiencia; no obstante, estas huellas no consiguen marcarla para todos los que la atraviesan. La urbe, ausente del arquetipo de una ciudad dichosa, resulta un simple espejismo; en ese espacio giran sin rumbo personajes desorientados (Ovares: 2016:99).
Se puede ver en el fragmento anterior cómo los personajes se mueven dentro de la ciudad, pasando por algunos lugares representativos de la misma, pero estos sitios que le proporcionan cierta identidad a la urbe, se debe señalar, han adquirido una identidad para los personajes, que se observa en las experiencias ahí adquiridas, lo que realza su descripción.
No sólo la urbe adquiere identidad en sitios de referencia para la sociedad en general, sino en todos los lugares que atraviesan los personajes y que a raíz de los acontecimientos se va abriendo lugar a una caracterización dentro de la obra, los personajes se adentran por calles y sitios públicos de tal modo que amplían el panorama descrito en la narración: “Nos bajamos del bus. Caminamos. Cruzamos la carretera que se dirige a Masaya. Otras calles. Otros nocturnales. La Óptica. Centro de idiomas. La Embajada de México. El parque. La lluvia. El monólogo de las gotas chocando contra el pavimento”. (p.226)
Acá se nos muestra una ciudad no precisamente en sus lugares más populares; los personajes evaden lugares con una amplia presencia de transeúntes, ampliando de esa forma la perspectiva que se adquiere de la ciudad, que les sale al paso a cada momento, se sitúa dentro de ellos; la ciudad se convierte en una extensión sin límites, sin periferia alcanzable para el viajero (Ovares 2016:100)
Sumado a esos sitios que contienen una identidad individual para los personajes, se presentan otros que poseen una identidad colectiva, resultando otra de las piezas presentes en la descripción de la ciudad. “Todos los mecanismos minúsculos de la ciudad, la desoculta, la visibiliza, pues al callejearla la intuye, la destruye y la vuelve a construir para sí mismo y para los demás” (Gonzales 2013:3): “Casi siempre en moteles de la capital ubicados en la Carretera a Masaya, donde en el techo y respaldar de la cama siempre se encuentra un espejo mugroso” (p.236).
Los desplazamientos por los lugares conocidos de forma colectiva aportan elementos para el cambio de perspectiva de la visión que generan estos lugares; de igual modo proporcionan una revisión de esa identidad colectiva de los puntos en la ciudad (Gonzales 2013:3).
Rodi y su equipo cubren la zona que va de los semáforos de ENEL central, no muy lejos de la avenida universitaria de Managua, haci el sur: Los Robles, La Centroamérica, Altamira, Carretera a Masaya, llegando hasta el km8, donde bien se sabe que quedan las discos y bares clase media-alta más populares de Managua. También en dependencia del flujo de los compradores, pueden llegar a cubrir la parte del norte de la capital que sale hacia el malecón del Lago Xolotlán, es decir, desde la entrada al mirador Tiscapa (donde se sabe que Somoza albergaba su colección de utensilios de tortura), pasados los semáforos de Pricesmart, Bolonia, la Colonia Independencia, Hasta los alrededores del antiguo Hospital Militar, junto a los antros que circunvalan a las prostitutas y travestis que adornan, junto a los árboles de la vida, la Avenida Bolívar, en un contraste sórdido entre la pobreza y la fantasía (p.21).
En el párrafo anterior se nos describe la extensión donde los distribuidores de droga realizan su servicio de entregas, se nos muestra además un mapa de las zonas con mayor actividad nocturna de la ciudad, es en estas zonas que son parte de la identidad colectiva de la ciudad donde ocurren los acontecimientos más violentos, lo cual sólo reafirma la idea de una ciudad insegura.
Esta es la perspectiva de la capital la de una ciudad destruida demasiadas veces, desintegrada geográfica e identitariamente. Además, se deshila otra imagen de Managua: la ciudad nocturna. Managua por las noches se transfigura, se perturba, y es esta transfiguración y perturbación de la ciudad la que se consigue mostrar con los vaivenes de los personajes en la ciudad (Gonzales: 2013:11).
3. Desmontaje de la identidad nacional
El desencanto que alberga a los protagonistas no se limita a la pérdida de los ideales revolucionarios, sino que va más allá, hasta esculcar el mito de la identidad nacional. Por eso jóvenes intelectuales como los hermanos Flores, Ricardo y María se encargan a través de su discurso mordaz de desmontar el falso mito de la identidad nacional; para ello cuestionan la idiosincrasia de lo que es considerado autóctono y representativo de lo nicaragüense, lo cual no es una sorpresa, porque la obra utiliza un contra-discurso característico de la novela posmoderna que se enfoca en hacer añicos la identidad y plantear una identidad caótica y fragmentaria que carece de referentes fijos.
En Anotaciones a la Banana Republic, para desmontar la identidad nacional la voz narrativa se vale de la negación de valores que ya no considera como propios. Uno de los primeros señalamientos que hace es la definición del “nicaragüense”, que para el protagonista es sinónimo de un ser carente de significado, pues sus pilares están cimentados en elementos superficiales, volátiles e inútiles como el culto al colonialismo, la exaltación de figuras históricas y el arraigo etnocentrista de cosas que consideramos como propias, aunque resulten contradictorias. Así, por ejemplo, en el siguiente fragmento la voz narrativa arremete contra “las festividades agostinas”:
No pueden ver más allá de una lata de cerveza o una botella de ron, pues estas fundamentan todas las expresiones de su identidad. Porque ser nicaragüense significa que tenés que ir como mierda a reafirmar el orden colonial en un evento tan abominable como los “Hípicos”, donde los caballeros que pueden degenerar en caballería conmemoran su apreciada Colonia; y uno tiene que atipujares de cerveza y flor de caña y ver pasar a la gente de apellido, la gente “bonita”, la gente caballa a caballo (p.185).
El señalamiento que hace el narrador es que los nicaragüenses toman cualquier motivo que les sirva para formarse una definición rígida de la identidad nacional, principalmente los aspectos culturales que carecen de sentido, pero que son considerados vernáculos y de orgullo nacional. Aunque muy en el fondo se sepa que la identidad nacional nada más es un mito generador de exclusiones, pues no existen elementos culturales, históricos y patrones de conducta comunes que identifiquen de manera unitaria y convencional a los nicaragüenses:
Porque ser nicaragüense, entonces significa abrazar con alevosía y recelo a la otredad, mirando como idiota al que va a caballo mientras tomás y tomás (dice tomás) y en tus delirios deseas más que nada en el mundo poder terminar tus días como uno de esos caballos que montan humildes potrillos en las fiestas patronales; entendiendo a la realidad desde la ignorancia de las elites históricas (p.185).
Como vemos en el párrafo anterior, la voz narrativa afirma que el proyecto de la identidad nacional es generador de exclusiones, pues los roles que deben jugar las personas en la sociedad están bien delimitados y para alcanzar la meta es necesario que otros estén colocados al margen y entiendan el mundo desde la ignorancia, históricamente así funciona el país. Además de generar exclusiones, en la novela la identidad nacional también opera como una ficción, pues cada persona se la forja, al igual que el carácter, por medio de la experiencia.
No hay una sola identidad que defina a todos los nicaragüenses, tampoco hay una identidad fija que especifique a un individuo en los diferentes momentos de su vida. De querer definir la identidad, eso traería como consecuencia un grupo de nicaragüenses inadecuados y marginados que coexistirían víctimas de violencia de cualquier índole, porque serían la otredad, ambiguos y descontextualizados. Beatriz Cortez advierte, en su propio contexto, del problema resultante de hacer una definición absoluta de la identidad nacional:
Quien lo haga incurrirá en el campo de la ficción, ya que la normalización de la identidad presupondría la regulación de las conductas, formas de ver el mundo, expresiones culturales, experiencias públicas y privadas de todos los salvadoreños a la vez (p.187).
La voz narrativa enfatiza la hostilidad a la que se reduce la identidad nacional, porque trae como efecto un proyecto generador de violencia. Además, el concepto de lo “Nacional” se ha banalizado y utilizado de manera oportuna como ardid para expresar orgullo, para vanagloria de la imagen de una persona influyente en la política, lo militar o el pensamiento, y luego elevarla hasta que forme parte de la idiosincrasia. Tan lúdica y frívola se ha vuelto la definición de identidad, que Ricardo Mayorga en su momento fue visto como una metonimia de lo nicaragüense.
Porque ser nicaragüense, quizá antes para algunos bendecidos por el viento que estaban dos o tres pasos adelante, significó otra cosa , pero ahora se reduce a tomarse una toña muy helada mientras abusas de una campesina subalimentada en un burdel de tercera que es protegido por la pesca, donde todas las noches transmiten en una televisión de plasmas aquella “mítica” pelea de Ricardo Mayorga contra Feliz “Tito” Trinidad, esa pelea balurde, deplorable, vergonzosa, en la que el troglodita iletrado de Mayorga se deja desbaratar la jeta […] como todo nica hecho y derecho. Mal-ganando, orgulloso de la vergüenza profesional, apostando al fraude de nuestra identidad (p.186).
Otro punto importante es que la novela con su discurso cínico funciona como una propuesta anti-identitaria que insiste en la necesidad de resistir y ofrece a los personajes la posibilidad de liberación. Además, el alegato de la obra ofrece la única vía para crearnos un concepto de identidad, para ello es necesario tomar en cuenta que esta identidad sea: fragmentaria, híbrida, intangible, y siempre en constante proceso de transformación. Contrario al proyecto identitario excluyente y generador de violencia que trabaja en beneficio de las élites, que tiene sus pilares en cosas artificiales e incoherentes.
El desencanto con el concepto de identidad es evidente, porque es la causa del sentimiento de vergüenza que afecta a muchos sujetos que no comparten el criterio de todo lo que se denomina orgullo. Lo nacional para la voz narrativa es causante de ignorancia, exclusión, violencia, vacío espiritual que por defecto trae la decadencia de la sociedad, particularmente por el culto al colonialismo que se presenta en el relato: “Las mansas mensas todos los años van disciplinadamente a pagarle su promesa al santo, a celebrar esta maravillosa colonia con sombreros y vestidos de vaqueros, masas felices en el país más feliz del istmo” (p.187).
Además de todo lo anterior, el narrador también arremete contra los intelectuales, quienes a través de la literatura se aventuraron a utilizar elementos simbólicos y concretos para crear un concepto de identidad nacional. Lo que resulta una aventura muy arriesgada, tomando en cuenta la pluralidad de elementos que conforman a la sociedad como un todo y a las personas como un universo de experiencias particulares; por ello la voz narrativa cuestiona la cosmovisión que se formaron intelectuales de la talla de Pablo Antonio Cuadra acerca de lo nicaragüense:
El mejor libro para entender la identidad nicaragüense según el centro nicaragüense de escritores es Por los caminos van los campesinos, de Pablo Antonio Cuadra (P.A.C). La representación del nicaragüense como alguien “ameno” y “servicial” es fruto de esta empresa de la dramaturgia […] Todo esto bajo el prisma colonial de las elites históricas que P.A.C carga en su intrigante aspecto de coyote ugly y su inabarcable mojigatería de español curtido venido a menos (p.258)
Después de señalar puntualmente a Pablo Antonio Cuadra, el narrador hace una enumeración de obras que abordan el tema de la identidad nacional y el elemento común de todas es que los escritores buscan cómo justificar su papel en la historia, definir su condición (criollo, militar, religioso). Por eso la voz narrativa manifiesta: “las distintas esferas del poder en dependencia del momento histórico” todo bajo el pretexto de obtener reconocimiento social imperecedero, al fin de cuentas es lo que se percibe en estas obras. Dicho lo anterior, Anotaciones a la Banana Republic hace parodia de quienes han definido la identidad nicaragüense, los banaliza y resta importancia a sus aportes, aunque el escritor no busca de manera pedante justificar su texto, sino satirizarlo, ironizarlo y sobre todo, como último recurso, se aleja de cualquier justificación pretensiosa, porque no intenta erigir su obra como un texto histórico oficial, todo lo contrario: crea una ironía del mismo.
Bravo y Miranda (1995) refutan el concepto de identidad nicaragüense plasmado en diferentes trabajos: “En una sociedad no existe, por tanto, una sola identidad, sino múltiples y diversos proyectos de imaginarios colectivos que compiten y luchan por imponer su hegemonía” (p.119). Estos pequeños señalamientos le sirven al narrador para atacar fuertemente aspectos que sí forman parte de la identidad, como la historia del cacique Nicarao, quien inspiró el nombre el país. La figura de Nicarao es incuestionable, su papel en la historia nadie lo refuta.
En la novela posmoderna siempre se presenta el discurso periférico que cuestiona de manera incesante e ironiza el papel de algunas figuras del pasado y pone el dedo en la llaga al señalar los discursos silenciados por la modernidad; además, resulta necesario repasar la historia, por eso la novela justifica la destrucción del mito de la identidad nacional, que tiene su cuna en el cacique por excelencia, Nicarao:
Así cantaba en la leyenda nuestro amado, nuestro falso y ahistórico cacique inventado […] Donde no queda lugar ni para los falsos relatos que como leyendas fundamentan nuestra frágil identidad nacional (p.174).
En Anotaciones a la Banana Republic el discurso literario utilizado juega un papel indispensable. El más elemental es el intertexto, por eso no resulta extraño distinguir que el tono de la narración guarda estrecha relación con el poeta más desencantado de todos, Carlos Martínez Rivas, guía espiritual de la poetisa joven Victoria Flores y de los demás personajes desencantados presentes en el libro.
Flores arremete contra la supuesta “gesta heroica” de Nicarao, que es sinónimo de orgullo y resistencia. Además a ella le resulta burlesco, de mal gusto, porque representa las ruinas históricas del país. Entonces no es de asustarse que le reste importancia y trascendencia a Nicarao; para ello se vale de una entrevista que José Román le hizo a otra figura histórica e importante en el país, el General Sandino, quien ve en Nicarao un ser mezquino, timorato e inútil que no dio ningún aporte significativo:
En verdad que la pobre Nicaragua ha sido un país maldito: Primero, los españoles le dieron su nombre tomándolo de un cacique cobarde que le tuvo miedo a cuatro caballos y unos cien españoles andrajosos. Que dicen que Nicarao era un sabio porque les habló del diluvio y no les puso resistencia dándoles además oro y comida dejándose bautizar [...] si solo se comunicaban por señas porque fue tan generoso o cobarde, por eso le llamaron Nicaragua a nuestro país. ¿Por qué no le llamaron Diriangén? … Si no ha sido por la ayuda traidora de Nicarao, Diriangén les hubiera echado al lago y acabo con ellos. Nicaragua se debería de llamar Diriangén o Diriamba (p.260).
4. Vacío cultural y espiritual de la sociedad
La literatura del desencanto se caracteriza por la pérdida de fe de los protagonistas en los proyectos utópicos esperanzadores. En la obra que se analiza acá, el desencanto se manifiesta a través del vacío cultural y espiritual que aqueja a la sociedad nicaragüense. Por referencias textuales sabemos que las personas han dejado de luchar por aquellos valores que consideran indispensables para su desarrollo. Contrario a eso, cada sujeto prefiere refugiarse en la intimidad y vivir su propio desencanto, al fin de cuentas en la posguerra se han dado cuenta de que los proyectos culturales, políticos y sociales eran nada más utopías poco concebibles en la praxis.
Entonces no es de sorprender que el vacío que alberga la sociedad nicaragüense posrevolucionaria se haga indiscutible en el inexistente interés hacia las humanidades, sobre todo la literatura, la historia, la educación como tal; en última instancia están los intelectuales:
Lo que pasa es que vos como cualquier mierda que pretende ser escritor tiene esa estúpida necesidad de pensar ante todo que la literatura importa un comino en este desierto […] Bajo ninguna circunstancia podés dejar de tener una opinión sobre la tradición y el destino poético; sobre la miseria política del país. Alegar, siempre que se pueda, a unos cuantos nombres griegos mal aprendidos en una facultad de filosofía que enseña todo menos filosofía. Mencionar en todo momento a los clásicos […] y ser, en definitiva, el prototipo del intelectual reaccionario en un país donde la adversidad pretende enfrentarse con el intelecto (p.89).
En el párrafo anterior la voz narrativa nos muestra el poco interés hacia la literatura, el pauperismo político, la fragilidad educativa del país y sobre todo el egolatrismo de los intelectuales.
Todo lo anterior es producto del sentimiento de posguerra o desencanto que tienen los personajes; por eso el narrador protagonista hace una crítica amarga al vacío cultural y espiritual que permea a la sociedad.
El narrador carga particularmente contra la falta de interés hacia la educación, pues cuestiona desde la forma en que se brinda el conocimiento hasta las condiciones deplorables en los niveles de infraestructura, desdeñando los parámetros para que a algo se le nombre “Universidad”:
Yo, por mi parte, después de mis vanos intentos por convertirme en escritor que no me llevaron a ninguna parte más allá de la pobreza, me dediqué a ser profesor de derecho en una Universidad privada de la capital […] es una enorme exageración, pues hablamos de un galerón forrado de hojas de zinc pintadas que tiene un rótulo que dice universidad (pues de otra manera no sabrías muy bien dónde te encuentras) (p.17).
En la narrativa del desencanto uno de los métodos utilizados es la escenificación de una voz narrativa que ha sido protagonista de los cambios que han acaecido en la sociedad posrevolucionaria. Por eso el narrador del párrafo anterior no es otro que Heriberto Pichardo o mejor dicho el personaje más desencantado de todos en la obra, él es quien se encarga de cuestionar el poco interés hacia la educación en el país.
La educación por antonomasia es indispensable para el desarrollo humano y de las naciones, sin embargo, en Nicaragua se desdeña la enseñanza, siempre está en segundo plano, se enseña desde la ignorancia tratando con indiferencia al otro, además los hijos de las clases altas son los que gozan de ese privilegio, así lo afirma Victoria Flores:
Venus asistió a la misma escuela que yo. Sin embargo no aguantó y a la mitad de la secundaria se fue a uno de esos colegios bilingües que fueron creados para que los hijos de la gente blanca, aunque claro siempre habrán sus excepciones, como Venus, quien logró colarse en los radares estamentales de una institución educativa que en principio enseña a ser blanco en un país colonial (p.99).
Las últimas líneas del párrafo anterior nos ponen en evidencia que la educación, además de ser un privilegio, también es generadora de exclusiones y violencia. Vista desde todas las aristas, económico, social, político, religioso, étnica e histórica, las líneas están perfectamente trazadas, esos son los filtros que debe atravesar alguien en este país de “trogloditas”, como le llaman en muchas ocasiones los personajes. Particularmente los jóvenes, quienes se encargan de hacer una crítica mordaz de lo lúdico y superficial de la manera como trabaja la educación superior en Nicaragua, destacando por supuesto que para ello tampoco hay que ser un sabio, se trata nada mas de deducir:
Qué magnifica forma de recordar las campañas de alfabetización que ocurrieron en este país durante la Revolución, que estupenda forma de mostrarle respeto a los movimientos de educación para adultos, a los CDIs, al centenar de expresiones de educación popular: con universidades enmuralladas que comercian el saber en un país donde el aprendizaje es un lujo (p.181).
Para finalizar esta parte, la voz narrativa define de manera sutil y austera lo mal que está la educación en Nicaragua. Entonces se vale de una ironía que inmortaliza el vacío cultural que existe en el país, especialmente con respecto a algo tan fundamental para el desarrollo como es la educación: “Y el recurso bibliográfico más utilizado antes de 1998 en las universidades nicaragüense fue: Diccionario Español de Sinónimos y Antónimos […] mientras que el recurso bibliográfico más utilizado después de 2005 es: Wikipedia” (p.267).
El vacío cultural y espiritual se hace evidente, sobre todo por la falta de interés hacia la historia, pues las personas, como sujetos posmodernos y globalizados, han caído en el conformismo y prefieren buscar el lado lúdico a los acontecimientos.
Esta actitud trae por defecto el desmoronamiento social del país, además resulta necesario enfatizar que la historia en los discursos posmodernos narrativos y en la literatura centroamericana de posguerra es vista como algo político, porque siempre responde a intereses muy particulares de quienes quieren contarla.
No es de extrañar que en esta obra hijos de exrevolucionarios tomen la historia como justificación para plantear una retórica más carnavalesca que revolucionaria: “Entonces ponen un playlist en I- Tunes que se llama música testimonial, o música revolucionaria dicen con orgullo y confianza: ‘vos escuchá loco, vos solo escuchá y vas a entender’” (p.101).
La historia también puede ser vista como una ficción porque, al final de cuentas, quién tiene la verdad absoluta; además, cualquier afirmación que se haga puede ser refutada y en algún momento se consigue reivindicar el papel de alguien o restarle mérito, así de simple.