Y ahora que nos leemos en silencio crecen en el cuerpo del otro las palabras

Muestra poética del libro Contra un cielo pintado (2021) de Juan Carlos Olivas

The boy 

UN ADOLESCENTE ENCUENTRA ESTE POEMA

EN UN VIEJO CUADERNO Y LO ATRIBUYE A SU PADRE

 

Odio a los adolescentes.

Es fácil tenerles piedad.

 

Pere Gimferrer

Esta es la edad de las heridas.

La edad de aquellos que no amaron el mundo 

porque se fueron fundiendo en él 

como rosas fosilizadas en su propia belleza.

 

Los adolescentes miran las cosas con desdén, 

conocen la farsa de los espantapájaros, 

saben que sería divertido no acatar el consejo, 

aplastar con su mano la piel de los erizos, 

beberse toda la lluvia hasta caer de bruces, 

hacer, cuando nadie los mire, una corona de lágrimas 

que romperán en la sentencia de la nieve. 

 

No están al tanto de lo que perderán mañana, 

por eso se apresuran a destruir lo que puedan, 

salen al sol con sus lentes de aumento

para quemar con paciencia el corazón de Dios

o las falaces mariposas que les revolotean en el estómago

cuando miran a los ojos a otros de su especie. 

 

Algunos mueren temprano y los que no, 

como víboras que mudan de piel, 

van dejando de ser adolescentes 

para enfriarse la sangre en la pulcritud de los relojes. 

 

Entonces empieza la vida verdadera, 

se les desprende la noche del cabello, 

les deja de latir esa bandada de monedas transparentes 

que llevaron un día bajo el pecho

y rubios o narcisos, o negros de amor 

o azules de extrañeza, 

se elevan por sobre todo risco 

y se despeñan al vacío 

porque saben que la felicidad 

era esa fotografía donde aparecen solos, 

robustos de euforia y arrogancia. 

 

Es por eso que merecen la piedad. 

Los adolescentes no saben que están siéndolo

hasta que un día descubren, bajo una sed lejana, 

que aquellos fueron años de abundancia

y de esa época, 

como un signo sonoro y deleznable, 

ya solo quedan las cicatrices de la luz. 

 


 

EL NOMBRE VERDADERO

 

¿En qué idioma me escucharás mejor?

¿En qué lengua afinarás tu oído 

si te cantara yo esta noche 

lo que por una vida no me atreví a pedirte?

¿Sonaría mi voz como la arena 

si te nombrara en árabe?

¿Te recordaría la boca de los primeros ángeles

si de mi mano cayesen las semillas 

que una vez Adán encontró 

en los ojos de sal de la serpiente?

¿Podrías negarme audiencia 

si te llamara en el lenguaje de Pilatos, 

donde cada palabra 

es un torrente de agua y sangre?

¿Volverías de mí tu rostro insomne 

si no dijese nada y, aun así, 

al mirarte entendieras 

lo que alguien que se mata 

tendría que decirte antes de hacerlo?

Después de haber visto 

los miles de nombres con que el mundo te llama, 

he entrado en el vocablo de la duda, mi Señor, 

y ahora sé que no contestas 

con palabras mundanas, 

que te divierte tomar el tiempo de la punta 

y balancearnos entre el pasado y el futuro.

Hay que aprender a callar 

y beber en la noche 

la ardiente pureza de todo tu silencio. 

Solo así te revelas como estatua, 

como el titiritero que cansado vuelve a casa, 

un grito desdibujado en la niebla, 

quizás como fragancia etérea y lejana, 

o como hermosa tumba, 

donde los que te conocen se acercan, 

y dejan, con gesto algo solemne,

un racimo de heridas 

que llevarán tu nombre verdadero.

 

 

OTRO TIPO DE ORFANDAD

Para Carlos Garzón

 

¿A veces me pregunto a dónde irán

estos libros que fui amando con los años?

El primero que leí íntegramente a los diez, 

Vórtices de Debravo, 

que a mi madre en el 75 le costó tres colones.

O el Romancero gitano, que en el colegio 

me regaló una infumable profesora de español. 

 

¿Volverán de nuevo a las librerías de viejo

de donde fueron comprados o hurtados?

¿Caminarán sus antiguos dueños como entonces 

por las repisas del estudio, o las primeras páginas 

con dedicatorias como aquellas: 

“Para Janet, con un abrazo. Jaime Sabines”, 

“Para Ricardo, con la alegría de la restauración 

de una vieja amistad. Francisco Brines”, 

o la antología que Gelman me firmó 

tras pedirme fuego para encender un cigarrillo y bendecirme?

 

Sé que algo de ellos está ahí, 

como el olor corpóreo que dejan los parientes muertos 

en las ropas que usaron, y de repente un día 

al abrir algún baúl te encuentras una camisa

cuyo aroma te transporta a un espacio que no existe. 

Así también los libros, nos dejan un perfume amarillento 

al acercar el rostro, y delicadamente abrimos páginas 

y caminamos por recovecos con el signo del arqueólogo en la frente.

 

Poco a poco vas creyendo en el arte de la predestinación

y dejas tu propia savia en el papel, 

ya no puedes vivir sin ellos, 

la casa se hace cada vez más pequeña, 

los libros como pájaros disecados que vuelan 

te salen por doquier.

 

Llega la familia, los hijos, los nietos

a los que les enseñarás a leer

con alguna ingenua esperanza;

también la enfermedad, el divorcio, 

quizás tropezarás con esas piedras

que serán locura para el mundo 

y tendrás un verso por bastón, 

por lazarillo de ciego, 

por sobrino alcahueta 

que meterá la botella de whisky en el psiquiátrico. 

 

Y entonces envejeces, 

te aferras a ellos como a un salvavidas

en medio de la oscuridad 

y piensas que a esta altura

lo único triste de la muerte 

es que no te puedes llevar 

esa rara edición del libro de tu vida, 

sino solo el recuerdo 

de que un día la tuviste. 


 

LECTURA

 

Nuestra piel es una gran página en blanco;

el cuerpo, un libro 

 

Irene Vallejo,

de El infinito en un junco

 

Vanessa está desnuda en la cama

y me ha invitado a leer su cuerpo. 

 

Yo me acerco a tientas 

porque el tacto puede más que la vista 

y abro en su piel 

las páginas que me sé de memoria.

Cada pliego que cruje como los pergaminos, 

cada constelación que da inevitablemente a un sur, 

cada épica batalla 

donde otros han izado una bandera mustia.

 

Capítulo a capítulo 

va entregándome la noche de su cuerpo

y me dispongo a buscar ínsulas en toda cicatriz, 

hasta encontrar la propia, 

la que yo mismo hice con las manos, 

la que tracé como un límite 

para plasmar en otros cuerpos mi historia. 

 

Antes lo he hecho, 

antes logré aplacar mi fiebre napoleónica 

en territorios ajenos, 

hasta ver devoradas por el fuego 

las ciudades que tocaron mis pies. 

 

Me queda solamente una lucha, 

una última línea dispuesta 

para esculpir mi nombre en carne o piedra.

 

Los imperios caen, lo sé;

pero los libros perduran.

Y ahora que nos leemos en silencio

crecen en el cuerpo del otro las palabras, 

aquellas que no existen todavía, 

las que han de brotar,

palpitantes y sonoras,

cuando nosotros no estemos. 


 

 

DE LAS PAREJAS QUE HACEN ALARDE DE SU AMOR EN UNA RED SOCIAL

 

Es una farsa.

No vayas a creer en sus cuentos de hadas, 

en esos pañuelos blancos que manchan el azul del cielo, 

en sus fuegos de artificio

o en sus ridículos corazones de chocolate 

que se derriten en San Valentín.

 

Lo más probable es que se detesten a morir

y tengan que reafirmarse 

en las caras absurdas de los otros. 

 

Mírales su nariz, esas uñas, 

esa herida de muerte 

que llevan en las esquinas del corazón.

 

A pesar de la risa

y del falso fragor del sexo en los moteles, 

se les nota que, aún después de saciar 

un hambre inexistente, querrán despedazarse. 

 

Bien sabe el amor 

                       que no es eterno, 

aunque insistamos en ponerle nombres rimbombantes

a lo que efímeramente será menos que polvo 

bajo tierra.

 

Mas nos bastara este trago de café, 

esa mirada tuya antes de irte al trabajo, 

el roce de tu pierna en cualquier resquicio de mis años, 

o aquella hermosa fotografía 

de nuestro modesto y breve matrimonio

que todavía no sabemos dónde está, 

y aunque la encontremos,

jamás compartiremos en una red social

como lo hacen los hipócritas.


 

LOS OLVIDADOS
 

“Anda y no peques más”, 

te dijo aquel varón de Galilea, 

y arrodillada, entre lágrimas, te levantaste

para seguir el séquito de los iluminados.

 

Nunca te preguntaste qué pasó con nosotros.

Los que hacíamos fila en tu tienda 

para morder el polvo de tu noche, 

los que teníamos los ojos volados de tanto amanecerte, 

los que luego de recoger tus suampos y tus lunas 

caíamos como corderos serenos 

en las fauces del lobo 

y tocábamos por dentro el agua de tu luz 

gritando tu nombre, aunque no fuera el tuyo, 

y te traíamos frutas al volver del mercado 

y entre vino y risas 

te inventamos un idioma 

para derribar la oscuridad. 

 

Éramos tuyos, como tú eras nuestra, 

oh, reina poseída de Magdala, 

hasta que alguien tuvo envidia de tu generosidad, 

al alba nos partió con su calumnia, 

y los hombres que quisieron tenerte y no pudieron

sostenían en la mano la piedra del castigo. 

 

Tu media desnudez a media plaza. 

La muerte casi te hacía parecer más bella. 

Y el hombre de la voz profunda 

trazó una línea en la arena 

y te salvó porque cada piedra 

tenía en sus adentros la llama del pecado.

 

Detrás de una cortina, 

humillados y borrachos, 

llorábamos tu ausencia.

 

Recuérdanos, oh María Magdalena, 

si algún bien recibiste un día de nosotros, 

ruega por los que aún 

mojamos las sábanas de tu pobreza, 

por los que seremos enterrados, sin una cruz, 

al fondo de esta taberna que conoces tan bien, 

porque fue una vez tu casa, 

el templo de tu amor en la tiniebla. 


 

 

APUNTES PARA UN CREDO

 

No creo en la perfección. 

Creo en la perversión. 

En las larvas que devoran la lengua del tiempo. 

En el frío metal que abre una lesión subcutánea

como si debajo de la piel se pintara otra piel 

aún más áspera y antigua. 

Creo en el fantasma que grita en un cuarto vacío.

En la seda mortuoria de la carne. 

En las avispas que estallan los ojos del espectador. 

En esa religión pagana que le rendía culto a la belleza terrible. 

En la soberbia de las tautologías.

En lo que gira para recordarnos que la fruta se pudrirá al igual que el ángel.

En los poetas verdugos de sí mismos. 

En el templo segado por la ruina. 

En la invariable reminiscencia del agua que podría dar vida a lo quemado.

Creo en la disección de la verdad. 

En el color de la furia 

y en la chispa que perdura en el abismo. 

Creo en el beneplácito de la agonía. 

En el vino de la expiación. 

En lo que subsiste detrás de la violencia cuando todos se callan. 

En el osario de los días comunes 

y en la inocencia del tigre que devora una gacela. 

Creo en la inutilidad de lo sagrado. 

En la delicia de la culpa. 

En la vela encendida donde pongo la mano para saber si estoy vivo.

Creo en la inigualable voluntad de estar despiertos. 

En la autonomía del dolor. 

En lo inquietante del silencio de la noche. 

En la vejez que es el reino de lo perdurable. 

Creo en la Torre de Babel que aún nos persigue

y en su innumerable arena de sonidos. 

En la nada porque la tuve cerca. 

En el amor que también es la nada, 

pero alcanza para todos los que fuimos en ella. 

Creo en el verbo.

En la ceniza aplastada en el ojo del pájaro.

En todo lo que ya es vuelo 

y no habrá de ser juzgado jamás 

por los navíos exiliados en botellas 

ni por los dioses que hemos inventado 

ni por las guerras doradas de la sed

ni por el peso de no tener sentido 

ni por las leyes terrestres

que nunca conocerán 

el brillo de la vida.