Nuestra casa flota entre sus muros
Una aproximación a la poesía de Douglas Téllez a cargo del crítico y poeta Iván Uriarte
Estaba por graduarse de Ingeniero Civil cuando en el año 2003 Douglas Téllez (Nicaragua, León 1971) publicó su primer libro de poesía, Inscripciones en una pipa sagrada-para los muros del empire states y otros poemas (Anamá ediciones). La sobria pero elocuente ilustración de Maigritte (Ceci ce n’ est pas une pipe) que ilustraba la portada, anunciaba lo innombrable: la voracidad del capitalismo, la decolonialidad como discurso conformador de la historia, en un lenguaje cargado de ironía y amargura: “Los grandes hijos de la usura amasan sus monedas en la caldera de Wall Street…”
“No me preguntes que fue de la pradera/ donde ebrio de felicidad saltaba el bisonte/Nada del ayer existe…/Solo viejas cintas cinematográficas/ donde siempre eres el malo”.
Ese desenmascaramiento decolonial va de la frase de Catón (Delenda est Cartago) a la decapitación de Francisco Hernández de Córdoba en la antigua colonial ciudad de León, la caída de las torres gemelas y la invasión a Irak…
En Nuestra casa flota entre sus muros, que hoy edita también Anamá, la pluralidad del enunciado verbal planteado en Inscripciones, continúa y enlaza, aunque centrado, en su primera sección, “Aguizotes y fantasmas”, en la terrífica nocturnidad de la ciudad de León en su segunda fundación. La textura verbal nos confronta a un lenguaje incursionando antropológicos y míticos tiempos donde confluyen fantasmas y agüizotes que aterrorizaron también la infancia de Darío, tales como la Carreta náhuatl, el padre sin cabeza, o el fuerte resonar de los cascos del caballo del coronel Arrechavala asolando a medianoche las empedradas calles del León colonial: “El coronel Arrechavala se pasea por el abismo/ de la noche, custodiando sus tesoros y tierras”. Pero también relumbra en ese mundo nocturno el “cadejo”, y el diurno “Cipe”: “Tengo dos manos/ tengo dos pies/ camino al revés/ la gente cree que vengo/ cuando al río voy/ con mi calabacito/a buscar agua/ a buscar miel.” Desde luego que no recrear las procesiones de Semana Santa, ni las lluvias de ceniza asolando los techos de la ciudad sería no completar la secuencia ancestral de una urbe colonial marcada por sus terrores nocturnos asombrados a la luz de profunda acendrada religiosidad: “Ya pasó el santo en sus andas triturando alfombras. / Los colores se dispersan y se confunden con una multitud de pasos abandonados”.
La segunda sección que da título al poemario, es y va más allá de lo que denota: intensa metáfora del desarraigo. Se trata de un mosaico lírico que oscila entre la evocación de un pasado subjetivamente más próximo que lejano (“Llevo un niño atrapado en mi pecho, / su risa recorre la sala y los pasillos/ de los jardines donde mis ancestros cada tarde, conversan…”) con la nostalgia filosófica del tiempo heracliteano visible en las eternas aguas intemporales: “Me detengo en las márgenes del río/ a contemplar las cambiantes aguas/de Heráclito…/”
Se trata de una sección sin el rigor temático de la primera, pero que despliega un abanico registral donde el yo lírico circunda con natural lenguaje, logrando un equilibrio admirable de imágenes sorprendentemente genéticas: “Reconozco nuestra edad/ en los riscos de las piedras/ ahí donde la furia del río/ talló la punta y la lanza”. O bien: “Transcurren monótonas horas de tedio, /bajo el puente fluyen nuestras edades/ disipadas en las superficies de líquidos espejos”.
Dentro de esta exploración ancestral que alterna con diversos poemas en esta sección, hay un texto de cierta extensión: “Trisagio para unos dobles de campanas.” Antes de referirnos a este intenso poema, debemos señalar la presencia constante del bronce de las campanas de la ciudad como imagen totalizadora del tiempo en sus diversas instancias, que, precisamente se hace oír en este texto donde en el momento en que el niño que se retuerce en el vientre de la madre nunca va conocer a su abuela. Es el drama del desencuentro que viene a coincidir con los funerales de la abuela. La narratividad del texto aunado con un lenguaje lírico de una desarmonía armónica nos retrotrae a un pasaje con precedentes en el Tristran Shandy de Laurence Sterne o bien en algún poema narrativo de Robert Browning: “Entonces abuela me parece que te veo levantar del ataúd/ como un Lázaro o un cristo resucitado y te alzas/ en un carro forrado con nubes y plumas”
Nuestra Casa… es un poemario que, en su segunda sección, de amplio registro temático, juega con variantes textuales, porque Douglas Téllez que es también dibujante, pintor, narrador y escultor, logra aquí inusitada musicalidad acompasando como frente a un atril una compleja resonante verbalidad: “Chillan, truenan en la noche/ las ruedas o el eje/ en un pretil empinado”
Como colofón a esta nota introductoria quiero señalar una notable transtextualidad, me refiero al poema: “El cuervo sobre la rama”. Sus primeros versos nos dan unos acordes temáticos musicales fácilmente audibles y versalmente identificables en musicalidad próxima diversa: “El cuervo está triste, /viste de negro, / viste de luto. / Nunca se le vio tan negro./ Nunca se le vio tan triste”. Jamás un poema tan célebre, musicalmente, de nuestro gran poeta Rubén Darío había sido sometido a la criba de una des-lectura total, desmitificando así la parafernalia del modernismo, sin transgredirlo: trasvistiéndolo para crear otro ritmo y sentido que sin anularlo al mismo tiempo lo trasciende.