Retratos del desmoronamiento
Presentamos una muestra poética del poeta costarricense Gustavo Arroyo.
De “Dialéctica de las aspas” (EUNED, 2014):
DENTICIÓN URBANA
Crecer no fue una opción que pudiera elegir.
Simplemente ocurrió,
mientras el tiempo jugaba a durar menos cada día.
Entonces primero no hubo,
luego sí,
después cayeron varios,
brotaron otros,
y la encía a veces gorda como un capullo,
a veces tenue y olvidada,
era reflejo de la inestabilidad policromática del crecimiento.
Los edificios crecen a su manera.
De pronto hacia arriba o a los lados,
pero esas son las formas menos comunes.
Por lo general crecen enmoheciendo,
despintándose,
fluctuando entre el giro habitacional y el comercio,
en medio de una peste de goteras
que son, sin duda,
parásitos inmobiliarios de bajo perfil.
El niño disimula su profundo dolor.
La inocencia ya no le cabe en el cuerpo.
Un par de lágrimas mojan la almohada
debajo de la que deja uno de sus dientes
en un desesperado intento por seguir siendo niño,
que de nada servirá.
En el fondo, él lo sabe.
Cuando los edificios crecen hasta el tope
llega el momento en que dejan caer sus semillas
y son demolidos sin remedio.
El suelo vuelve a exhibir la desnudez
que las ropas de concreto habían escondido,
según las normas de la moral constructiva.
Algo resurgirá.
Los dientes están completos de nuevo.
Volverse adulto también es una forma de demolición.
La más cruel y silenciosa.
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De “Círculo de diámetro variable” (Uruk Editores, 2016):
ABSOLUTORIA TARDÍA PARA NARCISO
-I-
Hay emociones de cal,
que queman la superficie
pero tuercen los deseos.
Tienen que ver con uñas largas,
señas pretendidas,
y atropello a los mandatos.
Hay emociones que podrían partirnos el fémur
y, pese a la advertencia,
las ansiamos antes de dormir.
Como la sensación que viven los gemelos
si alcanzan juntos el imposible trago
de hacerse el amor a uno mismo.
Porque no hay cosa peor
que el sexo que marca de por vida.
Ni nada mejor, a la vez.
-II-
¿Qué culpa puede tener aquel
a quien el agua le plagia el rostro
para atraerlo desde abajo?
El agua es planeta,
el rostro, satélite.
Qué culpa puede tener por su belleza,
o por la belleza que dice tener,
o por la que le han dicho que tiene
esos que, como nosotros,
nunca dicen que no
para mantener la básica simpatía
de la sal en la mesa.
El muchacho toma distancia
y mira con atención,
es consciente de lo que pasará
pero no deja de chuparse los labios.
De pronto recuerda el olor de aquella librería,
a cien metros de la escuela,
donde compraba helados verdes
y diccionarios con aroma a exceso de palabras;
¿qué culpa puede tener por no haberlas aprendido todas?
Se aproxima,
descansa los ojos.
Empieza a meter la lengua en su otra boca,
a llenarse del agua que hace posible el amor.
El peso de los pulmones precipitará el orgasmo.
-III-
Tenía razón Pacino
–al interpretar al Demonio,
que a su vez interpretaba a John Milton–
de tener la vanidad como su pecado predilecto.
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De “Los amores imaginarios (EUNED, 2016):
PRÉNOMS
Fred, sobre la cuerda exterior de la ironía, baila un tango con el hermano de su novio recién difunto. En aquella ciudad se habla francés, aunque se encuentra lejos de Francia; tan lejos, como si un desierto azul se levantara entre ambos territorios. A veces hablo de Fred, cuando en realidad quiero hablar de mí; a veces hablo de otras ciudades porque estoy hundido en esta, más allá de las rodillas. Creo que el único destino es seguir hundiéndome, hasta que la arena me llene la boca, hasta que tenga que comer aceras y vitrinas. Como en la vieja Buenos Aires, no debe cuestionarse el baile entre hombres: hace casi cien años que la intuición muscular atropelló su presunta indecencia. A veces soy Fred, y no quiero serlo. De hecho siempre lo soy, pero nací para esconderme de ese nombre de cuatro letras, y lo disimulo con seudónimos que encuentro en los libros que me sirven de cama. No estoy en Burdeos ni en Toulouse –quedó claro desde el inicio– y yo, aunque Fred, ahora me llamo igual que Klimt y Mahler. Confieso que esta noche no tengo con quien bailar.
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De “Los elementos nobles” (EUNED, 2018):
VI
Una mujer y su hija
asisten al funeral
de un muerto que no conocen.
Solo otros dos asistentes
saben cómo va el asunto,
y ninguno de los cuatro
rendiría confesión,
pese a las circunstancias imprevistas,
pese al pago que pudiera ofrecerse.
El muerto desconocido
es el padre de la hija;
ella no lo conoce,
su madre tampoco.
Es en este momento
que se espera el aullido de desaprobación
por la imposibilidad de lo afirmado.
Les respondemos sin demora:
“su mirada obtusa
los hace permanecer
en un error abismal”.
Recuerden, queridos,
que aquí nos dedicamos
a reunir los escombros de una historia;
y que un día sí, y otro no,
bajo el periplo del intercambio en la lactancia,
esta hija se vuelve su madre,
esta madre encarna su descendencia.
Aquí y ahora
–frente al ataúd–
ambas miran a un desconocido,
sin saber si fue su padre o su esposo.
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De “Pájaro mudo” (Nueva York Poetry Press, 2022):
ESCAMA CONTRA TÚNEL
La mujer de las escamas de estaño yace sobre la acera, con su rostro desencajado. De forma imperceptible para el llano espectador, Ruth —súbitamente, al percatarse de la esquirla incrustada en su ojo— deja de ser el mismísimo dios de la vista absoluta que fue durante escasos segundos.
Vamos a abrazar la idea
por encima de la definición,
a escoger lo valioso.
Vamos a entender
que morimos desde hace años,
porque nos vimos muertos antes de así sentirnos.
La vista nos ha traicionado desde el nacimiento:
vimos lo que quisimos ver
y por eso nuestra muerte nunca prosperó,
fue tan solo una lágrima
que aún no termina de llorarse.
El proyectil puesto en marcha por el infante cuya curiosidad se transformó en culpa insospechada, llega hasta el fin del canal recién abierto, como un grillo que busca líquido espeso para calmar su ansia.
Esto es
metal contra metal,
estaño contra plomo,
escama contra túnel.
Es una guerra perdida,
una paz inalcanzable,
el fuego que brota de la nada.
Se acuclilla un transeúnte, a propósito de brindar los auxilios que desconoce; si los móviles fueran descifrados de previo, la historia no permitiría los exabruptos. El transeúnte introduce el diente de tiburón, que lleva como arete, en el orificio surcado por la bala; lo hace con lascivia. El diente de tiburón es joya y draga: cosa maravillosa y pérfida a la vez.
Vamos a jugar al francotirador.
Vamos a creer
que vemos todo lo que ahora ocurre
a través de la mira telescópica
del arma que nació para nunca dispararse.
Vamos a sudar a raudales,
a horrorizarnos por lo que hemos visto
y por lo que estamos a punto de ver.
El ojo derecho del cadáver parpadea, titila con suma levedad.