Los rituales del fuego: Una aproximación personal a la poesía de Roy Vega Jacome
Una de las voces más singulares de la última poesía peruana es Roy Vega Jacome. En otro momento presentamos una selección de los tres poemarios que hasta el momento conforman su obra poética. En esta edición de Álastor, el poeta y narrador Berman Bans nos presenta una interpretación de su poesía.
Roy Vega Jacome es un poeta peruano. Pero esto poco o nada pareciera decirnos, sobre todo desde nuestro conocimiento periférico de los últimos avatares de la poesía peruana en los últimos veinte años, o lo que es casi lo mismo: nuestra ignorancia crasa de la poesía peruana en lo que va del siglo. Roy Vega Jacome es un poeta peruano, un autor consciente de su rica tradición poética, la de los dos césares: Vallejo y Moro; referentes tutelares implícitos en sus tres primeros poemarios. Es decir, es un poeta peruano que no desconoce lo que en su propia tradición hay de aventura desgarrada y de doble exilio latinoamericano: el geográfico y el existencial. En otras palabras, sus poemas como testimonio, es un poeta sutilmente irónico con los presupuestos consabidos del nacionalismo social respecto de la identidad; un poeta que pareciera afirmar que la única patria es el lenguaje o alguna escena originaria, interiormente plenipotenciaria, clavada en algún mediodía de la infancia al borde del desierto. Desde su formidable poemario Rumores de un arpa retorciéndose en la hoguera (2014), pasando por el vértigo subterráneo de Muestra de arte disecado (2015), hasta el culmen meditativo de su poemario Etapas del Espíritu, runas grabadas en la piel (2017), su voz se irá consolidando texto a texto, como una presencia inconfundible, engendrada y renacida, en la oquedad misma del lenguaje poético: esa forja incandescente, creadora de símbolos dinámicos, defensores y fundamentalmente necesarios para la vida interior.
La profunda conciencia lingüística, el protagonismo de la memoria, la apertura hacia los rituales primitivos, el sentido celebratorio de sus imágenes, la presencia telúrica del origen y la fuerza simbólica de los nexos parentales, se irán entretejiendo en una sólida aventura del lenguaje poético que, de un poemario a otro, y conservando su autonomía como los escalones de un templo asirio, irán construyendo la unidad de una obra sólida, concebida desde sus cimientos en una innegable voluntad de estilo, o de una obra musical que se sostiene en el poder de sus leitmotiv, en las persistentes repeticiones de sus tropos y de sus temas obsesivos. Una cantata polifónica que, a lo largo de los tres poemarios, vuelve sobre sí misma con destellos y felices flashback, repitiendo melodías, evocándolas o prediciéndolas: símbolos personales, desiertos recurrentes, escenas detenidas en el fulgor ávido de la infancia, como si la poesía fuese el espacio donde el poeta pudiese nacer de nuevo en una liturgia del fuego, en un auto engendramiento que implica la encarnación de un verbo no exento de salvajes mascaradas.
I. El rito de paso: El Holocausto de los instrumentos.
En rumores de un arpa retorciéndose en la hoguera, Vega Jacome nos introduce en el ritmo de su proceso iniciático. El poemario, publicado en 2014, se encuentra construido en tres secciones: I. rumores de un arpa retorciéndose en la hoguera, que da el título al libro; II. zumbidos transparentes tejen un vuelo de aromas rosados; tomado de un verso del mismo poeta, imagen misteriosa que irá construyendo su propia melodía recurrente en futuros poemarios; y III. máscaras, acaso la sección mejor lograda, no sólo por el afortunado uso de sus eficaces recursos retóricos, sino por el dominado delirio de los rituales tótem, muertes y renacimientos, dramatis personae subterráneo y desdoblamientos mistéricos que cada máscara, identidad desnuda, implica dentro del conjunto del poemario mismo: Una propuesta decisiva sobre la encarnación poética, la identidad subversiva y el dinamismo proteico de la voz lírica que oscila entre lo sublime de la música ( el arpa-símbolo de la voz encontrada) y el acto violento del sacrificio por fuego, porque para nacer hay que morir, y para saber, hay que ignorar; de ahí la diacronía meditativa entre la memoria y el olvido que actúa en el trasfondo de este poderoso poemario.
El poema-pórtico donde este renacimiento poético, bautismo de fuego, se realiza plenamente es el poema titulado Oquedad:
“volver por el conducto mojado
y ensanchar sus paredes con nuestras ropas
y sentirnos uno solo en la neblina
que ahora nos recibe con extrañeza.
recoger nuestras piernas en un perfecto círculo
y rebotar de un lado a otro en el éxtasis
y aferrarnos al tenso ritmo
que contiene nuestro rostro, nuestra mueca.
(…)
(al final somos bautizados
en un líquido irreconocible
que nos provoca dos enormes orificios
y nos delega la tarea de hacerlos palpitar).
El ritual del segundo nacimiento, el que otorga la voz y el verdadero rostro, máscara tótem, queda fijado en este primer poema de Vega Jacome. En él se nos predice también lo que será la agonía de la última sección, máscaras, en los avatares, dolorosamente gozosos, que culminarán en el potente y último texto del poemario: máscara con orificios.
La voz poética resurge del vientre, útero y tumba, para preguntar por su origen. La respuesta oracular del poema axis mundi es contundente y conduce a la meditación cíclica:
“provienes del Sur,
de aquel espacio donde el río pierde su nombre
y desemboca en un ojo mortuorio.
provienes de la región
donde los climas se confunden cegados por tu cicatriz
(inusual región para quien profesa constelaciones
o silba torpemente al cielo sin alcanzarlas)”
Pero la voz no se deja encasillar en el trillado binomio poeta/región inhóspita. Rápidamente las preguntas nos ubican en una tensión que solo puede resolverse en el origen y destino oscuros de esa voz recién nacida:
¿por qué vienes hacia mí,
polvo subterráneo,
árbol de membrillo,
viento de langostas?
provienes del espacio más impuro y más nítido
de mis propios vestigios.
El origen de la voz se concilia con la voz misma. Pero eso tampoco constituye un consuelo para las incertidumbres de la búsqueda. En el poema “arquetipo” el peregrinaje (¿En algún inframundo egipcio?) repite las fórmulas escatológicas del “Soy + tropo +símbolo…” que pueblan la poesía del antiguo Libro de los Muertos. Como si la aventura hacia la identidad y la pertenencia apenas fuese el primer estadio iniciático de una voz poética que trae un arsenal de preguntas ontológicas ante un desierto sin respuestas. Solamente al llegar al poderoso poema ciudad sumergida, (por su ritmo y tensión imaginativa exquisitamente logrados, uno de mis favoritos de todo el poemario), es que esa voz encuentra un referente, misterioso pero cercano, del cual aferrarse. Ese referente, amenazado o destruido por el tiempo, también contiene los signos femeninos de la ciudad antigua, de la mujer perdida, de la madre difunta. ¿Metonimias de la poesía? Es un referente femenino que vigila a la voz lírico-narrativa, y le marca su hoja de ruta para develarle los símbolos descarnados de una tristeza fecunda.
Lo símbolos telúricos de esta sección del poemario, la cueva, el vientre, el pozo, con el elemento femenino, acaso materno, donde el poeta escarba las piedras y asciende en el “vértigo de su magia”, para contemplar los tropos que prosiguen en varios de los siguientes textos. (Cf. zigurat vértigo; laberinto de hojas secas; síndrome de diógenes), levantando piedra a piedra el duelo de la ausencia y la presencia que lo va conduciendo cada vez más al desarraigo, a la marginalidad, a la soledad consumada, hasta llegar al punto de renegar de su origen o desear haber nacido en otro desierto, solo para llegar a la conclusión de que su destino de todos modos, siempre sería el mismo: ser, menos que un ciudadano anónimo, un “morador a la zaga del acantilado”. Inmediatamente la escena cambia, y regresa al origen mítico de la encarnación del verbo (cf. testamento), donde las imágenes sorprendentes, magistralmente sostenidas, lo conducen al claustro de su propia interioridad autoexaminada para su profesión de fe, su declaración de amor inesperada:
tú eres mi estigia y mi edén.
llegas como la clara sangre
que es mi alimento y mi dolencia.
(cf. clara sangre en el claustro).
La comunión con la poesía encarnada queda sellada en este texto, con ese enfrentarse al antiguo yo, como una mortaja que se abandona a los pies de un fantasma insomne. Porque ¿Qué mayor sabiduría que la de saberse incierto? Nos espeta la voz del poeta en su formidable texto poiesis, el poema con el que se cierra este rito iniciático. Incierto es lo que contemplo, nos confirma la misma voz en ese texto donde las imágenes surrealistas magistralmente hilvanadas, no gratuitas, sino sabiamente contempladas y expuestas con una sintaxis contundente, con esa “sabiduría disfrazada de ocaso” con la cual el poeta identifica a la misma poesía que su voz pretende y penetra hasta lograr encarnarla en lo más profundo de su caverna iniciática. La imagen del cántaro, carísima a la gnosis clásica ( “…clamores y náuseas de mármol”), aparece por primera vez para quedarse como símbolo poderoso del lenguaje poético, de la poiesis /creación, origen y destino del mismo poeta:
“lo incierto es el agua en un recipiente quebrado”, esto es lo que la voz del poeta contempla, nos dice, para luego desear con la fuerza de su propio conjuro:
que las palabras no rompan el cántaro que las contiene,
que el cántaro se junte con el cántaro mismo.” (cf. poiesis)
El cántaro se convierte en esta sección del poemario en un tropo metonímico que simboliza la comunión entre el lenguaje poético, origen del poeta, y el rostro cambiante del poeta mismo. Un ejercicio mágico donde lo contemplado y el que contempla y la contemplación son un mismo acto poético:
“tu aura iluminó la fuente,
agua encantada bajo el solsticio,
verdadero prisma que tallé con mi aliento.
volviste la mirada y era de barro:
me contemplabas como una estatua que precede a la lluvia”.
(cf. ciudad sumergida)
El telón mistérico se cierra con la presencia del cántaro. Y el conjuro que transmite la comunión de la voz con el mismo símbolo. Vega Jacome recurre a las metáforas del surrealismo primitivo para alegorizar su propio recorrido iniciático a través de las liturgias clandestinas donde el fuego, el agua, el barro, “eres mi edén y eres mi estigia”, constituyen tropos fecundos, poderosamente dinámicos, de su propio renacimiento.
He mencionado la palabra surrealismo sin ningún prejuicio. César Moro, un poeta carísimo a las búsquedas de Roy Vega Jacome, nos enseñó que “surrealismo era la palabra del siglo”, no porque constituyera una moda desastrosa, una antiestética de salón parisino anti racionalismo europeo, sino porque fue la manera de nombrar la apertura al salvajismo espiritual de la interioridad humana, patentes en las culturas llamadas primitivas, que tanto llamó la atención de Antonin Artaud (otro poeta tutelar para los textos de Roy Vega Jacome; sobre todo en su estudio vertiginoso, revindicador, sobre Vincent Van Gogh), del mismo César Moro y del indispensable Octavio Paz. Para usar un abusado cliché de André Breton, ya que andamos por estos lares, podemos afirmar que existen innegables vasos comunicantes entre los últimos textos de esta sección del poemario con otros textos precursores de la Tortuga Ecuestre, y, sobre todo, ciertos fragmentos de El Cántaro roto, ese texto paradigmático, testimonio del recorrido surrealista y nahuatl, de Octavio Paz. Esta intertextualidad, tensa, proactiva, (cognitiva y creativa), entre algunos de los textos de la sección Rumores de un arpa retorciéndose en la hoguera y ciertos fragmentos de El Cántaro roto del poeta mexicano, alcanza sus mejores cuotas en los últimos poemas, donde la voz de Jacome, recién nacida de las cenizas, se resiste a la muerte imaginativa, desentrañando por sí mismo, (sea a la luz del texto precursor o de su propio descenso a los abismos), los símbolos expuestos del agua, del fuego, del barro, y del árbol de membrillo y del campo de mazurcas que irán posicionándose como referentes imaginativos recurrentes en sus próximos recorridos poéticos. Las diferencias son claras: Si en el texto de Paz, esa especie de río caudaloso de imágenes que expresan el diálogo desgarrado con el decadente mundo de los hombres, para resolverse en ese monólogo interior cuyas imágenes, en versos larguísimos, nos ametrallan para significar, a través de los elementos de la tierra, el agua, el fuego, la comunión del poeta con su canto, y la fundición verbal de su canto con el cosmos desértico de Monterrey, (cf. El Cántaro roto), lo que priva es la imagen del poeta reconciliado con su canto y con el mundo natural, mientras que en Roy Vega Jacome esta comunión se resuelve sin pretensiones épicas o sociales, sino, a través de un verso menos denso, de imágenes más equilibradas, a través de una experiencia más personal, más íntima que, aunque no es privativa de los nexos comunitarios, (el poemario está dedicado a su padre, y no carece de ricas alusiones a significativas experiencias familiares), se encuentra distanciada de los elementos coyunturales de la sociopolítica que sí inspiraron , en los años cincuenta, la primera parte del poema del poeta mexicano. Los poemas de Jacome dominan sus imágenes con mesura expresiva. No hay facilismo gratuito, ni escenas innecesarias. Es un mural donde cada imagen constituye un fragmento orgánico, justo y necesario, para acompañar su aventura iniciática. Esta aventura, donde él también es canto que se une al canto del mundo purificado por el fuego del espíritu, es un regreso al origen del hombre, palabra encarnada y música del viento, barro que crepita como un arpa retorciéndose en las llamas del lenguaje para un nuevo nacimiento.
El diálogo tenso con los textos de César Moro, se hará más patente en los deslumbrantes textos de la segunda parte.
II. Zumbidos transparentes tejen un velo de aromas rosados.
¿Qué hacer con esta imagen enigmática con la cual inicia la meditación de la segunda parte?. ¿Será una imagen recurrente en otro poemario, o solamente un verso aéreo salido de una de sus visiones? Los poemas de esta segunda sección no tienen título. Son criaturas verbales sin nombre. Numeradas eso sí, como las celdas de una mazmorra subterránea. Es como si esa imagen, la de los zumbidos transparentes, fuese el tropo matriz de todo el contenido. La meditación, irónica o atormentada, sobre la identidad y la pertenencia continúan en otro nivel del discurrir poético. Acá la irreverencia y el sarcasmo corrosivo, el humor negro, esa bandera oscura que ondeó en los pabellones del surrealismo, hace de las suyas a diestra y siniestra, con ciertos tonos afortunados que, de una manera irreverente y a la vez empática, nos recuerdan ciertos textos de la Tortuga Ecuestre, de César Moro, sin caer ni un momento en el juego del payaso efímero que fue una característica innegable del surrealismo parisino. En Jacome hasta el sarcasmo tiene un origen y un destino en el contexto más serio de su propia búsqueda. Y eso lo acercaría más bien, si de escuelas vanguardistas hablamos, a la actitud de los expresionistas más que al surrealismo. No en vano su amor a Vincent Van Gogh producirá un par de textos significativos en futuros poemarios. Jacome se cuestiona con seriedad los antifaces verbales o literarios o existenciales. No se conforma con las payasadas líricas que la gratuidad surrealista podría proporcionarle. Al salir de su experiencia anterior inicia el movimiento haciendo preguntas más profundas:
1.
¿Cómo revertir el antifaz?
busco vino para trocarlo en cántaro
en el sótano la música se preserva
la maleza nos protege el rito
¿pertenecemos a una raza distinta?
¿serán las palabras el talismán?
la ceniza trepa los escalones
e instala su bandera en el piso más alto
llegan las hordas de caníbales
se desplaza la dermis sedienta
la atmósfera es una polea
que levanta enigmas y se quiebra en ellos.
Este texto basta para convencernos que estamos delante de una poesía meditativa, que reflexiona con seriedad sobre sí misma, distanciada de manera marcada de las risueñas travesuras de cierto surrealismo intrascendente. La identidad del poeta es cuestionada y lo único surrealista que se detecta es el sentido de la poesía como un ritual subterráneo, profundamente existencial, más bien clandestino, irónico o sarcástico solo cuando está a la defensiva ¿De los textos precursores como los de la Tortuga Ecuestre? ¿De las hordas de caníbales que rigen el mundo desfondado de la superficie? El asunto es revertir el antifaz. Es decir, la cara falsa que nos impone el mundo. (Cf. el poema 2 y el poema 3). El poema 4 vuelve a hacer referencia al origen del río remontado en la sección primera del poemario. La metáfora del “ojo mortuorio”, la fuente del río donde el poeta se encuentra varado, deseando germinar una hoguera, sin instrumentos de pesca ni capacidad de movilización. Estos poemas se prolongan entre meditaciones fragmentarias e imágenes dominadas por una precisión onírica sorprendente. Como si las imágenes del sueño fuesen más nítidas que las de la vigilia. Acá aparece la imagen del desierto como origen y las visiones primeras de la infancia. Y una imagen paradigmática que será, de ahora en adelante, un recurrente símbolo en la futura poética de Jacome: la del persistente insomnio creativo y la del oasis:
11.
cortar caminos a media luz
alcanzar mediante el desvelo
un oasis varado entre escorpiones
(cf. poema 11)
Ese oasis, metáfora del agua del origen en el desierto del tiempo, o meta-tropo del ojo mortuorio mencionado antes como símil de la fuente del río remontado, seguirá apareciendo, con la potencia de una visión poética tremendamente telúrica, en los siguientes poemarios de Jacome, y constituye una de las imágenes referentes en el formidable poema máscara circular de la tercera sección.
Esta sección, construida con textos breves e intensos, en versos de longitud media, más cortos que los de la primera parte, muestra a un poeta que maneja, con pleno conocimiento del oficio, la sintaxis repentina, la reiteración y el paralelismo, para montar y desmontar la penumbra de sus imágenes sobre el muro de la caverna, ese tropo inconfundible de la página en blanco que asedia su vigilia cotidiana. También regresa el referente femenino de las sandalias que hieren el archipiélago, y el arbusto de membrillo, (poema 13 y poema 16), un símbolo evocador del asombro telúrico de la infancia, pero también, como es sabido por su significado etimológico (en griego, Membrillo significa Manzana de miel), es una fuerte alusión al despertar erótico, ya que el Membrillo era una fruta afrodisiaca que, entre los antiguos griegos, por su aroma perfumado y su dulce sabor, era ofrecido en las bodas; las novias griegas solían morder una fruta de Membrillo antes de ingresar a la intimidad del tálamo para que el primer beso fuese recordado con una intensidad agradable. Primer asombro erótico o visión de la otredad femenina desde la mirada de la infancia, el Membrillo, como tropo persistente, también seguirá apareciendo en los textos de Jacome como un referente de identidad y pertenencia que convoca y convida a la avidez de la comunión carnal, simbolizada por la escena, también reiterativa, del niño que devora un melocotón abierto a mediodía. El membrillo de Cidonia, que crecía en la isla de Creta era el mejor cotizado por los antiguos griegos. En la poética de Jacome, el tropo del Membrillo, evocación de lo femenino, y la figura dinámica del laberinto de hojarasca (uno de los mejores poemas de la primera sección, cuya imagen, ya convertida en tropo reiterativo, es decir auto-citable, reaparece con fuerza connotativa y persuasiva en los textos numerados de la segunda sección), irán ganando un espacio genésico dentro de la poética de Jacome, a partir de este poemario. El poema 16, es una celebración de la consumación amorosa: El cetro penetra el himen de una santa, con la invocación tutelar del tronco del membrillo y sus presagios apadrinando la escena consumada:
“árbol de membrillo
ya presentías el abandono de tu imperio
los espejos rotos son tu emblema
te desgajas de música y banquetes
permaneces amparando a los proscritos
ateridas épocas de labranza
las que comienzan”
(Cf. poema 16).
Los siguientes poemas recorren la narrativa del duelo y de la pérdida. No sabemos si se refiere a una presencia femenina concreta, que encarna la poesía misma, o a la poesía encarnando un innominado cuerpo femenino. Desde el poema 9 al 23, los poemas, sustentados en versos tensos de ritmos paralelos, contrapuntísticos, y en imágenes fuertes y bien elaboradas, van desgranando el encuentro y la pérdida amorosa que, mutati mutandis, ha sido el origen de la escritura poética de la mayoría de los grandes poetas que en el mundo han sido. Jacome cuestiona su motivación de una manera defensiva en el poema 22:
“y quedó blancura apilada
en diferente edificio
este sentirme observado
este sentirme atrapado
sin llave ni alfileres
razón invalida para tentar el lenguaje
transcurrir las horas
y romper la nata verdosa del desamor
tropezando en cada escalera
garabateo temeroso
runa indescriptible
ruido mutado en rumor entre las brasas
fuego anormal fuego distinto fuego humano
soy yo y no me reconozco”
(cf. poema 22)
El texto defensivo no logra protegernos del desamor y su bilis negra; el terror que nos produce la soledad y la muerte. Pero nos consuela, al mostrarnos en su intento retórico formidable, al develar con valentía cómo el tiempo nos deteriora, nos hace tropezar en las escaleras del descenso, hasta la enajenación y el auto-desconocimiento rayano en la locura, que cualquier garabateo puede convertirse en una runa sagrada o sacrílega. Ese rumor del alma, el lenguaje poético, vuelve a crepitar desde sus propias brasas; el fuego interior portado por el poeta Jacome, un fuego que solo puede traernos, como diría el poeta Hart Crane, “una infancia mejorada”.
A riesgo de rozar el somero comentario de texto, que no es nuestra intención primaria, señalamos que la poderosa imagen final de este poema 22, que nos recuerda a ciertos textos del gran poeta del fuego que fue William Butler Yeats, (cf. Per amica silentia lunae y Navegando a Bizancio), es un cráter significativo para comprender el recorrido profundamente meditativo de la poética de Roy Vega Jacome. Es a partir de esta imagen del fuego y de la runa indescriptible; delante de esta desolación espiritual que se resiste a la soledad y a la muerte imaginativa, que Jacome tensará hasta el último límite el arco de su meditación poética en los poemarios siguientes: Muestra de arte disecado(2015), y Etapas del Espíritu, runas grabadas en la piel,(2017), dos poemarios bellísimos de los que nos ocuparemos en la segunda parte de esta aproximación crítica al trabajo de este interesantísimo poeta peruano.
La voz del fuego nos prepara, a través del monólogo lírico, para el último descenso a sus infiernos. La última línea del poema 22 es paradigmática. El desdoblamiento producido por el fuego en la identidad y pertenencia tiene profundas connotaciones espirituales. ¿Una alusión al fuego del purgatorio de Dante donde se encuentra suspendido Odiseo como el más versátil de los mentirosos homéricos; el rey de los disfraces y antifaces? ¿Un guiño al Yo es otro Rimbaudiano; o al contengo multitudes Withmaniano? ¿Al contenedor de legiones llamado Maldoror? (No olvidemos la imagen del universo como un cerdo transparente que se revuelca en su propia pocilga; una imagen oscura y tremendamente fuerte que aparece, como rechazo espiritual de la burda realidad cósmica, en el poema sinfonía de sal y niebla en el santuario de las mazorcas, en la primera sección). Las alusiones no son infinitas. Pero sus códigos, posiblemente intertextuales, se conectan de manera subterránea en la interioridad madura de los poetas meditativos.
Si regresamos al contexto de ese verso contundente “Soy yo y no me reconozco”, al final del poema 22, la clave nos la dará el poema 1 y el poema 2 con los cuales inicia esta maravillosa sección dolorosamente sapiencial: ¿Cómo revertir el antifaz? Que nos conduce irremediablemente al monólogo casi trágico del poema 23, esa elegía de sí mismo ante la pérdida amorosa apenas soportable donde el poeta y la figura amada se han jugado el cántaro y la flama.
te oigo hablar idiomas distintos
gárgaras de amatista
no brotan los proverbios
a los que creías pertenecer
no hay babel que sostenga
lágrimas de un mismo color
el trueque del ser y el no ser
de ambos focos del planeta
se ubica la música del sembrío
del fruto germinado y paralelo al desierto
hoy arrastras sin remedio ni rebeldía
una marca biforme en el rostro peludo
oh directrices que devoran mi peñasco.
(cf. poema 23)
El sembrío del fruto germinado paralelo al desierto es el Membrillo. El tropo del amor consumado y ahora perdido sin remedio. Las alusiones a los textos simbólicos del génesis no son gratuitas. El pozo sapiencial se ha secado. Es una imagen de la sabiduría estéril. No brotan los proverbios porque no hay consumación que los produzca. Ninguna Babel, con su sacralidad pluri-lingüística, puede colmar la sed del poeta. El edificio se derrumba como imagen de la tristeza líquida, sinécdoque de una caída prehistórica. El ser o el no ser se define por la marca biforme del rostro. Una alusión a la raza de los intocables cainitas; constructores de lenguajes, forjadores de ciudades, despreciados por la divinidad salvífica. Es el destino de los errantes que no poseen un peñasco, un monolito firme, donde resguardarse contra la maldición del tiempo. La única salida son los rituales subterráneos: El baile de máscaras dionisiaco para exorcizar la enajenación y recuperar la chispa divina de la identidad. Entramos a la tercera sección, la mejor lograda a nivel verbal, pero la más oscura por su carácter apotropaico.
III. Máscaras:
El deseo del deseo inaugura la confección de estas máscaras donde pareciera dispersarse, como párpados de arena, el mismo rostro del poeta. Los textos mantienen el verso libre de extensión media, como en la segunda sección, pero son más extensos en el desarrollo de sus imágenes auto reflexivas. La primera máscara reanuda la reflexión atisbada del final del poema 7 (Y yo que vivo deseando el deseo), de la segunda sección: el deseo del deseo y sus configuraciones faciales. La máscara violeta es una meditación sobre el sentido de la voz poética:
(…)
los dedos teclean innoble ayuda
la música suelta y desgreñada
mis propias palabras repetidas
mis tópicos y signos
es esta hoja física un recuerdo
tiene la facultad de almacenar olores
esta soledad es tuya
(…)
sé que vivo deseando el deseo
todo luce pesado como una moneda enterrada.
(cf. máscara violeta)
El deseo del deseo, ese talento enterrado, es la motivación apasionada de la poesía que se enmascara en la diversidad de sus motivos. Esos motivos, magistralmente reconstruidos desde adentro con el poder de las imágenes evocadas, alcanzarán su culmen poderoso en el que quizá sea el poema más bello de toda la sección, incluso como resumen sintetizador de todo el poemario: máscara de adobe. Esta es la máscara que desenmascara al poeta. El fingimiento que lo desnuda. El rostro verdadero sobre el falso rostro. En dicho texto, todas las imágenes evocadas constituyen, desde la precisión de su propio lugar, la música y el signo de toda la experiencia de la muerte y el renacimiento, de la comunión carnal y de la pérdida erótica, de lo sagrado y lo sacrílego, de la presencia femenina huidiza, ausente y presente, casta y fornicaria, hasta la comunión con el frío entrópico de los silencios asesinos. El poema condensa, a través de la reiteración de las imágenes más poderosas que han ido apareciendo en la trama de todo el poemario, y por medio del uso preciso y reiterado del paralelismo, en esa atmósfera de templo profanado, que nos recuerda el estilo de una salmodia monástica o las notas reiteradas de un teclado de blues acribillado contra la muerte, toda la aventura del poeta y la construcción de sus propios tropos, su verdadera victoria contra la ausencia, desde el suelo pestilente de su propia derrota. Citar un solo fragmento de semejante pieza poética, separada de la armonía demoníaca de su conjunto, sería una irreverencia contra el lector, que no voy a permitirme. Sólo diré que en ella aparece también el tropo de la arpa quemándose que da título al poemario entero; y es por tanto el texto clave, junto con el sinécdoque de las sandalias hiriendo el archipiélago (poema 13, segunda sección, y zigurat vértigo, primera sección), y la chica orando ante la pila bautismal, su sexo lejos de mi sexo, para penetrar en el secreto imaginativo del poemario entero.
Después de máscara de adobe, (y es esto lo que convierte, como dijimos al inicio de esta aproximación, a esta sección en la mejor lograda de todo el poemario), el nivel de excelencia artística de cada uno de los textos-máscara, ya no desciende ni un sólo momento. Desde la intencionalidad verbal hasta la resolución técnica, así como la contundencia de sus estructuras plásticas y musicalmente reiterativas, cada una de las siguientes máscaras constituye una pieza autónoma, verbalmente autosuficiente, pero paradójicamente ligada a todo el conjunto de una manera orgánica y orquestada. Como si la ausencia de la refugiada celeste, arrebatada por el tiempo, sólo hubiese exacerbado los poderes convocatorios de la voz poética en sus acordes órficos.
“refugiada celeste
riachuelo o tiniebla donde se hayan mis vestigios
el sendero de plumas revivió al frecuentarte
levantó sus briznas de aire enfermo”
(Cf. máscara presentida)
La fiesta que regurgita el tiempo, (poema 19), la gárgaras de amatista, (poema 23), la refugiada celeste,(poema 10), tropos que aparecen en los poemas de la segunda sección, reaparecen en los textos de las máscaras como motivos plásticos y musicales de una voz poética que se cita a sí misma en el futuro, en un ejercicio de metalepsis donde la sombra del poeta, (su doble, en la terminología dramatúrgica de Artaud), compite abiertamente consigo misma. Las máscaras son en ese sentido una especie de dramatis personae para evocar a los muertos. Un ejercicio de nigromancia parecido al del capítulo XII de la Odisea, que marca las contorsiones líricas de su descenso a los infiernos en pos de la refugiada celeste, las sandalias que no hieren más el archipiélago, la fémina entregada a otro sacrílego en los avatares del tiempo inclemente. Las últimas máscaras son ejercicios retóricos poderosos. El culmen estético del poemario. Sin embargo, nos dejan la sensación que, a pesar de semejante esfuerzo poético, esa refugiada celeste no aparecerá a rodear el charco de sangre que la convoca en el centro del claustro. La tremenda metonimia de una metonimia que ejecutan esas últimas máscaras para el momento del apophrades (palabra del ateniense antiguo que denomina el día funesto en que los muertos, momentáneamente, regresan a ocupar sus antiguos hogares), no logra atraer a la amada desde el reino de la muerte. Esas sandalias no volverán a herir el archipiélago. (c.f máscara extranjera), pero esa derrota no impide que cada máscara, alegoría de la obra de arte a la que se asimila el artista (cf. máscara de orfebre) nos brinden la intensidad estética digna de semejante duelo órfico: El arpa se destroza en las llamas del espíritu (las ménades), pero lanza lo mejor de sus arpegios contra el viento enfermo en sus últimas crepitaciones.
El comportamiento metafórico y la pericia formal de estas máscaras son definitivos, pero sería pecar de superficiales si nos negamos a introducirnos en el pathos que produce ese logrado atrevimiento retórico. Y el pathos que nos conmueve es esa imposibilidad del conjuro lírico para regresar a la refugiada celeste de la muerte, luego de haber sido entregada a otro sacrílego. El poder de las metáforas es llevarnos siempre más allá, pero eso no significa que podamos regresar con lo que buscábamos a tientas en las tinieblas de la ruptura. Quedamos atrapados en la trama del poema que, más que un homenaje a la ausencia, es una formidable elegía de sí mismo, una celebración de la impotencia amorosa en las imágenes del cardumen castrado y de los votos del casto pagano que las distintas máscaras confirman. La auto ironía se torna heroica más que patética cuando, en las últimas máscaras, el hipócrita alisa sus pliegues durante el sueño (cf. máscara de orfebre) para labrar una máscara de una máscara disfrazada de gestos (cf. máscara frente a sí misma).
La meditación profunda, el fin que es también el principio, (la serpiente que se muerde la cola, y que encuentra por fin, para el poeta desencantado, la disciplina de su ruta), se encuentra construida en las imágenes del último poema: máscara sin orificios, que nos remite al inicio del ritual iniciático del fuego que devora el arpa con sus indetenibles lenguas amarillas en la oquedad del renacimiento: porque el fin es también el principio.
Durante todo el poemario, Jacome ha utilizado las letras minúsculas para los títulos e inicios de los párrafos. Más que un prurito avant- gardé, pareciera decirnos que no hay nada mayúsculo en las peripecias de un hombre que se convierte en poeta a partir del duelo por la pérdida erótica. Que esas tragedias menores le pueden ocurrir a cualquier hombre. Y tiene razón. Pero como lectores no podemos minimizar este hecho irrefutable: el duelo no convierte en poetas elegíacos a todos los hombres que lo padecen. La máscara con orificios es una metáfora de la ceguera, que a su vez es una figura del vidente arrasado por sus propias visiones. Y este es el final que provoca el inicio: “este no poder contar las marcas que van dejando las cortinas/el juego del cántaro y la flama/el divertimiento de los guerreros y los ofidios/ (…)/ palpo los espacios en blanco que me pueblan/ y extraño las hogueras los acordes/” (cf.máscara con orificios). Las imágenes bien engarzadas por la precisión de los paralelismos nos conducen a los versos finales, de cierre o apertura: “vuelvo sobre mis pasos sobre mi tacto perdido/ y una venda me imprime dos costras que conversan”.
Resultaría interesante, ya que hablamos de ese gran poeta del fuego que fue W.B. Yeats, contrastar este último poema de Vega Jacome con un texto temprano del más genial y malcriado de los discípulos de Yeats en la tradición angloamericana, me refiero a James Merrill, y a su poema Medusa:
“Los ojos en blanco miran más allá de soles sin retorno
inmensas irrelevancias que la forma deforma,
los males del sueño
donde la cara de piedra gira como un ojo enfermo
bajo su párpado: y así nosotros
observamos a través de superficies y mediodías en ruinas
la solitaria máscara de piedra
y el seco horror que se propaga
de los días reflejados en un dudoso espejo
con toda su engañosa melodía, hasta que alzamos
nuestras temblorosas espadas y pensamos en matar.”
(James Merrill, La Medusa, fragmento)
El poema de Merrill, como mencionó Harold Bloom, es una respuesta de efebo a un famoso texto de Yeats: El Segundo Advenimiento. Ambos son poetas del fuego en la tradición angloamericana. Roy Vega Jacome, que se ha jugado el cántaro y la flama, ambos tropos referentes de una tradición mistérica, de una poesía clandestina y apotropaica, culmina su ritual iniciático del fuego regresando a un mediodía más esplendoroso: el del niño que abre un melocotón a la luz del mediodía, protegido a la sombra del membrillo, bajo la mirada tutelar de sus hermanas, y es y no es el mismo niño ciego que probará todas las máscaras para traernos el fuego, tropo del lenguaje y del espíritu, que lo habrá de proteger contra las tinieblas, mostrándoselas desde la conciencia de su omnipresencia, que es para lo único, (casi nada), que puede servir la poesía, y la verdadera literatura de la imaginación.
La mención de Yeats y de Merrill no es arbitraria. Ambos poetas provienen de la actitud estética de Oscar Wilde, cuya famosa frase: “El hombre es menos él mismo cuando habla en su propia persona. Dale una máscara y él te dirá la verdad” será tomada muy en cuenta por Yeats al componer su poema The Mask, cuyas stanzas exquisitas, rematadas por sus famosos tetrámetros yámbicos, hablan acerca de si el verdadero rostro es la máscara o la máscara es el verdadero rostro de la chica que es interpelada en el poema. Esa sabiduría del amor que se enmascara tendrá eco también en su émulo, James Merrill, sobretodo en la “máscara de piel” evocada en uno de los fragmentos de su famoso poema Para Proust. Si en el contexto de la obra de Merrill, la máscara evoca alguna obra de arte perdurable que emule el trabajo de su precursor W.B Yeats, tal como lo afirma Stephen Yenser en su The consuming Myth (Harvard 1987); una obra de arte destinada a transfigurar el mundo, entonces solo podemos hablar de la máscara de la muerte que, en los mitos mediterráneos preceden también al amanecer. Hablamos de las máscaras mortuorias de la antigüedad, por las que Merrill, lo mismo que Jacome, experimentan una especial fascinación. La fijación final del rostro poseído por el rigor mortis.
Las máscaras, por ejemplo máscara de adobe, pero sobre todo el último: máscara con orificios, de Jacome, participa también de esos códigos interpretativos por su afortunada realización verbal e imaginativa, y por su profunda intencionalidad tropo-metonímica. Sólo a través de las máscaras el poeta encontrará su verdadero rostro. El del poema encarnado para defenderse del terror atávico a la soledad, a la locura, a la muerte.
El arte disecado de las máscaras anuncia el próximo avatar del poeta, al otro lado del olvido.