Un jardín de Claveles
Compartimos el primer cuento publicado por este poeta salvadoreño.
Ahí estaba ella. En su carro mamándole la verga. Quitándose alocadamente uno de sus zapatos y una de las mangas de su pantalón. Ahí estaba tragándoselo mientras mis ojos se marchitaban. Mientras mis ojos perdían su música y se pudrían. Ahí estaba. Yo. Huyendo y arrepentido por no haber cumplido mi promesa de largarme de este mundo el día que encontrara un poco de felicidad. Ahí estaba en busca de un precipicio capaz de tragarme sin que hubiera regreso. Ahí estaba mirándola a los ojos cuando sus ojos no me lastimaban. Cuando todo era puras locuras y besos. Ahí estaba pensando en ella. Haciéndome un desastre por dentro sin que nadie notara el monstruo inmenso que me destrozaba, la bestia que me engullía. Ahí estaba estremecido con el recuerdo de sus besos, cuando una anciana se acercó y me dijo, al tiempo que me daba un clavel:
—No se preocupe, joven. En el amor está la belleza y su retorno. —Y sonrió.
Yo tomé la flor como enajenado, seguí mi camino con la mirada perdida, inmerso en lo mío. Me olvidé de la anciana. Seguí pensando en ella. En esa ella que era mi ella y que ya no era mía. Llegué a casa. Preparé la cena. Dispuse todo para una velada romántica. Me di un baño, me perfumé, vestí la ropa que a ella más le gustaba. Y esperé.
Cuando entró se vio sorprendida. Me dio un beso con los mismos labios con que había besado a aquel, con la misma boca con la que había mamado su verga, y dijo:
—¡Qué bonito, gracias!
—Y ¿cómo te fue? —pregunté.
—Bien, pero ¿por qué estás tan romántico? —preguntó ella.
—Por nada, sólo quería consentirte.
—¡Ay, gracias! —volvió a decir—. Sos tan lindo.
Cenamos. Aunque un océano trataba de salir de mis ojos y los gritos se me hacían nudo, le dije palabras dulces y la seduje con ellas. La seduje con cada uno de mis gestos y cariños. La llevé suavemente a la cama al tiempo que la besaba saboreando cada centímetro de sus labios y hacíamos que nuestras lenguas se entregaran a una danza que al igual que alocada era quieta y armoniosa como la de nuestros cuerpos que se entrelazaban al silencio de las caricias y se tragaban el uno al otro.
No sé cuánto duró su placer. La sentí estremecerse hasta el orgasmo. La escuché decirme que había terminado. Pero yo no me detuve y abandoné la armonía con que todo había transcurrido para montarla como bestia. La golpeé, la pateé, la penetré como un asesino sicópata que apuñala a su víctima. La asfixié, la partí en dos, pulvericé sus huesos, mordí su boca, arranqué sus labios, arranqué sus dientes, arranqué sus cabellos y ella trataba de escapar, trataba de encontrar un poco de aire, trataba de hallar un claro, un hueco por donde se alcanzara a ver algo de luz a través de mi cuerpo que la envolvía. La aplasté y la aplasté, la penetré y la penetré, hasta verla caer en pedazos. La penetré aún cuando ya no estaba ahí, cuando ya ni su cuerpo parecía su cuerpo porque ella ya no estaba ahí. Sudé sobre ella, me vacié sobre ella, me fundí en ella. Y lloré hasta que mi cuerpo tampoco pudo más y también me abandonó. Hasta dejarme tirado en la nada de mis ojos que se cerraban para no ser ya mis ojos nunca más. Como su cuerpo que ya no era su cuerpo y ya ni siquiera un cuerpo. Como aquel corazón nuestro que algún día nos hizo latir por el otro y se había ido, ya no latía y nos había dejado y ya.
No sé cuánto duró mi dolor. Pero cuando desperté ya no éramos nosotros ni solamente nosotros, aunque al mismo tiempo lo éramos: éramos un jardín, un jardín con claveles y otras flores, con claveles y otros frutos. Éramos una orgía de cuerpos que hacía sangrar y florecer a la tierra. Sangrar y florecer a la tierra. En un deja vu sin fin.