Ofrecemos una pieza de la más reciente colección de cuentos de este narrador cubano.
El oso movía la cabeza y yo me incorporaba: reflejo asimilado a fuer de repetirlo. La celda es redonda y alta como un tubo vertical. El oso, cuya cadena atada al centro le permitía circular en el tiempo como el secundario de un reloj, me obligaba a convivir rozando la mampostería, único modo de evitar sus ásperos zarpazos. De vez en cuando se abría una ventana lateral por cuya claridad asomaban potes de comida: carnes exquisitas, dulces acaramelados y manjares dignos de un monarca. Con infinita ansiedad esperaba ese momento —único placer que me era disfrutable—, hasta advertir que, en la medida en que aumentaba mi volumen, mi rival lograba lastimarme con más severidad. Al principio parecía golosear mis alimentos con sus pobres ojos fijos en el rectángulo bendito, pero luego se contentaba con la obra de sus garras y bebía mi sangre con especial delectación. Calculé que ambos éramos eslabones de una cadena interminable, donde uno de los dos debía prevalecer, y me dispuse a vencer tamaña prueba, sometiéndome a una dieta que indirectamente impedía el suministro a mi rival. Durante innumerables jornadas, que eran medidas por la exactitud con que ignoraba mis raciones, el oso no consiguió debilitarme. Logré tal capacidad de adhesión a la pared, que su hocico solo conseguía soplarme un vaho fétido y caliente, y sus uñas apenas rozaban los vellos de mi vientre. De esa forma comencé la anulación de mi adversario, dispuesto a reducirlo; pero en la medida en que él se iba consumiendo, la aterradora idea de la absoluta soledad se iba estableciendo en mi conciencia. Recapacité: preferí que algunas veces el oso me arañara, y mantuvimos así un precario balance sobre el hilo de la vida. A veces caía una lluvia densa, como si se hubieran abierto las puertas del celeste. La lluvia arrastraba el sudor de nuestros cuerpos y se llevaba nuestros ácidos olores a través de un orificio de ocasión. El agua era fría en extremo, y ambos, el oso y yo, permanecíamos temblando hasta que el cielo se cerraba y el calor de la celda nos devolvía los sudores. Entonces mi oponente dormitaba y yo solía desplazarme en mi celda o sentarme sobre el piso con entera libertad. Si el oso movía la cabeza, yo me incorporaba, reflejo asimilado a fuer de repetirlo… Así, hasta que la balanza se fue de un solo lado y mi rival terminó inmóvil en el tiempo. En mi infinita curiosidad llegué a rozarle la mandíbula, a palpar su rostro enmarañado. Yo también debía estar indescifrable. Mis ropas eran jirones que colgaban de mi piel como estalactitas de fieltro. La barba me había crecido hasta el pecho y el bigote me cubría parte de la boca. Mis uñas, lejos de doblarse o de partirse, habían adquirido una rígida dureza. Una mañana sentí ruidos de puertas, de candados, de fierros que crujían contra fierros. Eran los carceleros que se llevaban a mi oso, arrastrando el peso muerto de su cuerpo mediante una faja que envolvía su cintura. Con su partida se aclaró el ambiente de la celda, como si un aire de sabana hubiera perforado este círculo implacable. Pero apenas he podido disfrutar los metros circulares de mi encierro. Suele durar poco el bienestar del encerrado. Hace un siglo que no recibo ningún tipo de alimento. He sufrido de vértigos continuos y de una vaga sensación que no termina de girar. La celda se estira hacia el cielo como una goma interminable en cuyo final hay muchos rostros que me miran. De nuevo suenan las puertas y los fierros. Una masa tierna y delicada me examina, con inusitado terror en su mirada. Nos mantenemos a distancia durante un tiempo que parece ser la eternidad hasta que la ventana se abre, y la comida inunda de aromas el recinto. Mi rival, pegado a la pared, se dispone a engullir mis alimentos. Me aproximo a él casi hasta tocarlo, hasta donde permite mi atadura. Huele a aire manso de hierbas y de flores, de abierta y esencial naturaleza, pero él me esquiva horrorizado, circulando la piedra, receloso de mis buenas intenciones.