Fui un fósforo, una luciérnaga, una pizca de sal
Una breve selección de poemas de Francisco Trejos (México, 1987)
Atavismos de la luz
Nací primero en las ideas de mi madre.
Antes de ser cuerpo y llanto,
en su mente juvenil
fui un fósforo, una luciérnaga,
una pizca de sal
o tal vez algo más cerca de lo lejos:
un nido
en el cedro encorvado
de su melancolía,
un cenzontle
en la elevada ilusión de su ramaje.
Después vinieron otros instantes de la luz:
los menos claros, los «a medias».
Nací, por ejemplo, la vez que mi padre
se fue de casa
y al salir sin su nombre
venció los vidrios
del cuarto en sombra
que era yo,
en el sueño del útero materno.
Alguna vez desperté de la ceguera,
y al emerger de su sótano anegado,
con los dedos del sol en mi rostro,
germiné de nuevo en tres sonidos:
«Francisco» —como el ausente—,
ante los ojos hinchados de la mujer
—los más negros por fuera,
teñidos por la prórroga del amor,
y más azul cobáltico por dentro,
desde donde pude contemplarlos
en el instante de ser
el agua oculta de sus lágrimas—.
Pero nací, sobre todo,
aunque me falten hoy pedazos,
cuando mi padre atravesó,
vuelto magma, la carne de mi madre;
porque es lumbre su cuerpo
—abrupta, incontenible—
y su recuerdo un ardor
que hace crepitar mi boca
al nombrarlo
desde mi remota condición
de leño quebradizo.
Discurso como agua para el trigo
Puedo ser lo más renegrido,
ser la gota primigenia que recorrió el mar,
los ríos hediondos y el desagüe,
ser el agua que inundó las grandes metrópolis
y los que ayer fueron escenarios de la guerra
—termópilas y troyas
que hicieron de los mitos un lugar
donde las pavesas de las cosas destruidas
se detienen a morir como estatuas de luciérnagas—.
De mí han bebido las aves, los reptiles y los ciervos,
se han bañado prostitutas y reyes sanguinarios.
Han bautizado conmigo a los sucios y a los hipócritas.
Se han lavado las manos Caín y los muertos de su estirpe.
Soy la cólera de los océanos.
Soy el líquido que colma los mundos de sustancia.
Soy la huella de lodo, los oscuros de la calle, de la vida,
y el tufo de la noche.
Soy el chorro de anegadas azoteas.
Soy la lluvia enferma de gris plomo
y de dureza impasible, más vidrio que granizo.
Pero en tu imagen, madre, en tu sol de anciano cielo,
soy la boca en su sueño de caudal,
el agua recobrada, el vapor de un hombre
que asciende limpio
al pronunciar tu nombre espiga,
tu teresidad agitada en el ambiente
y tu naturaleza de dar el amor
como trigo de panes venideros.
Dos momentos
He pensado mucho en la juventud de mi madre:
huella inmarcesible en su tacto,
como el hueco de un fruto
ocupado antes por la vanidad de su semilla.
Las manos de Teresa
serán siempre dos momentos,
el primero para hacer
y el segundo para dar
lo que se cocina
en la ignorancia de las cosas,
excepto de la bondad,
porque es en este surtidor
donde existe lo abierto,
como un estuario que entrega
sus piedras más hermosas
al océano
o como la carne tibia que da forma
y nombre a los latidos
(percusiones, apenas un rumor
del concierto universal,
un verso y una espiga
para la angustia de los pájaros que lloro).
Como un sonar de campanas en la noche
es la soledad de mi madre
en su refugio,
en su cama, arena calinosa,
donde entierra quimeras
para vencer sus ansias de pleamares.
Mamá pelícano se hiere
y su sangre me da para que viva
—yo me cimbro y me agrieto:
ella sale, estaca de luz,
por las fisuras de mi voz que la develan.
Manecillas para volver de los destierros
Escuché que mi madre trabajó en una fábrica de relojes
cuando estaba embarazada de mi vida.
La imagino sonriente, con la generosidad
en las líneas de su mano,
porque dicen que volvía esbelta de dolor
por la orilla de la calle,
enjoyada de juventud, con sorpresas
en su bolso
para los que corrían descalzos en la casa
y se alegraban por cubrir
sus pies con cuero nuevo.
Así era la felicidad, así el amor
en algún lugar del país
donde nacen los pájaros
con el pico abierto y las alas ateridas.
Mi madre supo que era necesario
proteger los pies de los viajeros,
de los niños que, más tarde,
después del estornudo del tiempo,
de varias horas —tic, tac, toc—,
de varias muertes y lágrimas,
abandonaron la casa para ir a buscar
—por más de diez años—
la mitad de su rostro
que jamás iluminaron los espejos,
ni las estrellas del viaje a California.
Mamá trabajó en una fábrica de relojes
—cuentan sus hermanos, cuando vuelven—:
tal vez intuía, en su soledad inmadura,
que estaba condenada a la espera
—a mirar el reloj y el calendario—
y que yo nacería enfadado con el tiempo.
Arena de las islas
Me parezco a mi padre, en el aspecto y en el nombre,
tanto como la poesía se parece a la poesía,
sin importar el origen
del poeta y su amargura.
Principio exiliar
A Xhevdet Bajraj
La poesía se demora, en algunas ocasiones,
porque es una larva,
suspendida y muda en el zarzal,
y agoniza en el aire,
como la lengua de un hombre
en la horquilla, con el sonido disecado.
Debe madurar la voz
para que la boca pronuncie sus abismos,
como madura la piel de la cigarra
antes de abrirse
y mostrar su nueva carne con élitros metálicos.
Basta el silencio, mientras tanto,
porque ya dice mucho acerca de la vida,
como un vuelo de moscas sigiloso
sobre el cadáver de un colibrí,
o un trébol erguido en la banqueta
orinada por los ebrios.
Disfraz del extranjero
El nombre que tengo
jamás ha sido mío,
porque siempre fue
de mi hermano mayor
que nació sin vida
a los cinco meses
y creció, desde entonces,
como mata de ajenjo
en el corazón de mi madre.
Con su muerte
reconozco mi vacío
en todos los retratos:
a media luz, mi cara
con los rasgos
misteriosos de mi padre.
Mis amigos me observan
y piensan que este cuerpo,
como una olla
llena de melancolía,
soy yo, en la hora
de las discretas mutaciones:
«Es Francisco», dicen,
mientras ven
los marcados lunares
como aspecto distintivo
de mi rostro.
Y como esas máculas
sobre la piel
hay otras manchas
que oscurecen de mí
lo más profundo.
Son mi carne
y mi epidermis
el disfraz desajustado
de mi alma:
estoy detrás de él,
como detrás
de la muerte de mi hermano.
Canto cardenche para llorar algunos nombres
Hubo un día en que sentí la sed de todos los años de mi carne.
Y busqué un río. Y busqué otro nombre.
Con la boca seca invoqué a mis abuelos:
«Hipólito», «Julio», «Aguasangre», «Aguardiente».
La primera muerte de los míos
estuvo siempre en el alcohol, como un insecto conservado.
Fueron mis viejos los primeros en abrir
la botella del caudal que me quema la garganta.
Yo hice un poco de fuego con alcohol
para quemar de mi grito los nombres que me duelen.
Mambo de Carmen
Te escribo enfermo, mal de mí, abuela Carmen,
porque no hay otra forma de llegar a la poesía
con la que intento tocar tu corazón
rodeado de colibríes, como una fruta a punto de caerse.
Y de la enfermedad es la música,
en cualquiera de sus formas,
porque la carne, su amargura,
es tambor para llorar las cosas de este mundo.
Si pudiera suponer en qué te guardas
cuando el silencio es tu beso de la noche,
diría que en las cosas de tu niñez,
en aquel hospital de leprosos
donde jugabas a la felicidad
y era posible compartir la sal de la mesa,
las tristuras y las paredes monótonas.
Si la vida duele, se baila,
se rompe a tacón y a movimiento de cadera,
se renace en cada paso, a hueso y a sudor.
Escucha...
Los metales se elevan
como un caballo negro que tiene la cola blanca,
como el humo en la boca
del macalacachimba,
como el claxon bullicioso de los ruleteros.
Y los tambores suenan profundo:
son la piel de los amantes cuando se aman.
Veo relojes, los días son aspas, manecillas.
Voy en mi dolor.
No soy un rostro, soy el vaho de los espejos.
Me llamo nadie.
Te imagino bailando con seres anónimos,
con aquellas sombras olvidadas
por los vestidos de la compasión.
Me gusta la música de tu hora, Carmen Maya Jiménez,
flor abierta de mi espina,
porque tú me diste sus ritmos, sus formas de antifaces.
Por ti digo: Pérez Prado, El Rey.
Digo: qué rico el mambo,
qué sabroso el contoneo de Lupita
y el de Norma, la de Guadalajara,
qué compases, mujer de 12 hijos.
Ojalá supiera bailar,
para no plañir las edades de tu voz
y desgastar todas
las estatuas de salitre que me habitan.
Mas escribo esto para llegar a tu casa en el otoño.
Te pienso con el corazón, con sus antorchas.
El poema, no es ni la mitad de aquello que tú fuiste.
Acto poético
es consolar, con el baile, al descarnado.
Carta deshecha en el mar del remitente (fragmento)
Antes de llegar a Yucatán, con la piel seca por el frío altísimo
y la tristeza como zancudo a la altura de la frente,
yo mismo fui la península amarga de tus manos.
Y el mar —ah, sombra líquida del cielo—,
oyéndose, desde la infancia, en las ensoñaciones,
cuando la piel gozaba de las sales uterinas,
aguamor del principio, antes de toda angustia, de toda lágrima,
antes, claro está, del primer coral elegiaco, primera piedra,
porque mar y lamento son lo mismo
—igual ruido e igual rotura los sorprende—: marlamento,
discurso marítimo, sentir oceánico de toda mi estructura.
Y mi nombre, lleno de rumor en este instante,
doliéndose, en las cartas que nunca te escribí.
Y mi carne dunosa, con cicatrices de otros vientos,
doliéndose, en este lugar, al que llego descalzo
para mirar el mar de frente.
Cual roca, lo deforme busca el agua,
como busca la noche al melancólico para quedarse de a poco
en el discurrir de su sangre.
Pero voy a partir, he de buscar acantilados
en el intento de soltarme de tu amarra, porque soy agua en realidad,
soy oleaje en el poema, beso en alto,
lengua de sal buscando metales en el puerto.
Avanzo en mi ruta, llego al mar Caribe:
voy a desvararme de la tierra, porque agua soy al momento de decir,
tumba de gaviotas al fondo en mi garganta.
Pero voy a oscurecer de mis hondísimas memorias,
tocaré con mi nostalgia la ciudad donde me esperas.