Entre los remolinos de fuego
Poemas de William Archila, estos poemas forman parte del libro "The Gravedigger’s Archaeology" (Red Hen Press, 2015), ahora traducidos al español por el poeta Mario Zetino en exclusiva para Revista Álastor
CANÍCULA
Para Lory
A los cuarenta, vivimos en un bungalow de dos cuartos
sin aire acondicionado. Mi esposa y yo
dormimos con el ventilador zumbando toda la noche
y una botella de spray al lado de la cama.
Tengo un sueño recurrente: un gato durmiendo la siesta
en una casa estilo Tudor —sé que esa tiene cuatro cuartos—
con un sistema de ventilación de línea completa,
mientras su dueño trabaja en la oficina.
Siempre me despierto aturdido, de mal humor, para
trabajar en un edificio de ladrillos rojizos, enseñando gramática
a niños, con las ventanas abiertas de par en par
y la ola de calor golpeándonos la cara.
Apagamos las luces y nos quedamos sentados
en la penumbra, a pesar de lo que dice el director.
Recorremos las páginas del norte, Jack London
en las cumbres nevadas, y seguimos bebiendo
el agua tibia de nuestras botellas plásticas.
En el salón de profesores, los adultos toman a grandes tragos
café helado. El día es largo y húmedo.
Cada pensamiento, una gota de sudor.
Cuando llego a casa, mi esposa y yo nos damos un beso.
Hace demasiado calor para abrazar. Puedo oler
las horas frustrantes de andar buscando trabajo
en su pelo negro y largo. Nos duchamos;
leemos Una habitación con vistas
para recordar nuestros días de cortejo, en invierno.
El ventilador tira aire caliente.
A ratos veo un brillo en su mejilla
y quisiera atraparlo como una luciérnaga
en un frasco. Cuando se lo digo a ella,
la tapa es la noche, y la luciérnaga —su vuelo torpe—,
nosotros perdidos en un campo de cebada.
Cuando abro el frasco, la tapa se mueve
como la bisagra de la puerta a nuestra casa Tudor.
Estamos en un jardín inglés, con libros abiertos
en el regazo. Y ya va a llover.
DESPUÉS DE LEER A HOPKINS
No me puedo dormir. Deambulo por la casa,
desterrando versos en la oscuridad,
como si estuviera parado en medio de un naufragio
o de una iglesia que ha sido bombardeada.
El racimo de palabras cae como rocas
a mis pies, y tropiezo hacia una habitación
que está siempre con llave, hacia un bloque
de caracteres cortados en madera.
Recorro el diccionario, inventario masivo,
pero nada cede.
Soy una figura solitaria en medio de tanto espacio
blanco, haciendo un sonido diminuto
—una canción pagana tal vez—, marcando el ritmo.
Las bisagras rechinan cuando abro la puerta.
TRES MINUTOS CON MINGUS
Cuando leo sobre poetas y sus vidas,
digamos, hijo de un lechero y una costurera,
criado en un pueblo de paso o aldea, un niño
que pasaba sus horas después de la escuela metido
en las páginas de un libro de la biblioteca; quiero
volver a mi infancia, volver a la guerra,
rescatar a ese muchacho de debajo de la cama, a ese que escuchaba
lo que las balas pueden hacerle a un hombre; llevármelo
de su país; matricularlo en la escuela,
en su clase de sólo diez alumnos; desplegar ante él
las fábulas del mar: un galeón español luchando
contra las olas enormes. Por esto
es que escribo poemas. Por eso prefiero estar solo
cuando escucho el sonido perezoso
de tu música en el fonógrafo. Tú les das voz
a los gallos negros y a los huesos de los fósiles;
descompones frases entre el Río Los Ángeles
y los taxis amarillos de Nueva York.
Te imagino en Watts, la ira de 240 libras
de un bajista, subiendo como una olla de presión,
improvisando jazz para el barrio estrictamente segregado,
esos que buscaban una prueba minúscula de Dios,
esos que cavaban la tierra más dura, el gruñido y el golpe
del martillo. Necesito una descarga de gospel
y campos enteros de algodón para atrapar a todos aquellos
acróbatas chinos que burbujean en tu cabeza.
Cuando pienso en el día ya no sostendré
un lápiz en mi mano, ni miraré
hacia los lomos de mis libros. Escucho
el Guernica en tus gritos medio atragantados;
un caballo gris, un caballo de tiro, perdido en un incendio,
entre los remolinos de notas de fuego; un saxo tenor chillando
por la mujer que cae de una casa en llamas.
Quiero decirte que si escribiera como tú punteas
y palmeas en Blues and Roots, yo entendería
la carabela de mi infancia, a la deriva
sin velas ni remos, yendo entre las olas
de un mar lejano. Eso es todo lo que tengo, Sr. Mingus.
Te doy la arqueología de mis palabras:
cada sonido minucioso que pronuncio cuando llego
al final de un verso, sobre todo las sílabas más fuertes
de un pequeño país que perdí hace mucho.
DOG DAYS
for Lory
At forty we live in a two-room
bungalow with no AC. My wife & I
sleep with the fan buzzing all night,
a spray bottle by the bedside.
I have a recurring dream of a cat
napping in a four-room English Tudor
with a full line cooling system,
the owner away in an office job.
I always wake up groggy, cranky
to work in a brick building, teaching kids
grammar, the windows wide open,
the heat wave rolling against our faces.
We turn off the lights and sit in the gloom
despite what the principal says. We flip
through pages of the north, Jack London
up in the snow caps, and keep drinking
from our warm, plastic bottles.
In the lounge, the adults keep gulping
iced coffee. The day is long & muggy,
each thought a drop of sweat.
When I come home my wife and I kiss,
too hot to embrace. I can smell
the frustrating hours of job-hunting
in her long, black hair. We shower,
read A Room with a View
to remember our courting days of winter,
the fan turning, blowing hot air.
Sometimes I catch a gleam in her cheek,
and I want to hold it like a firefly
in a jar. When I say it to her
the lid is the night and the firefly,
its clumsy flight, us lost in a barley field.
When I open the jar, the lid moves
like a door hinge to our Tudor house.
We’re in an English Garden, books open
on our laps, the rain about to fall.
AFTER READING HOPKINS
Unable to sleep, I wander the house
casting out lines in the dark
as if standing on a shipwreck
or a church that’s been bombed.
The cluster of words falls like rocks
at my feet, where I stumble
to a room that’s always locked, a block
of characters chopped into the wood.
I go through the dictionary, massive
inventory, but nothing comes undone.
I’m a solitary figure in so much white
space, making a little sound,
a pagan song maybe, tapping the beat,
the frame creaks as I open the door.
THREE MINUTES WITH MINGUS
When I read of poets & their lives,
son of a milkman & seamstress, raised
in a whistle-stop town or village, a child
who spent his after-school hours deep
in the pages of a library book, I want to go
back to my childhood, back to the war,
rescue that boy under the bed, listening
to what bullets can do to a man, take him
out of the homeland, enroll him in school,
his class-size ten, unfold the fables
of the sea, a Spanish galleon slamming up
& down the high waters. This is why
I write poems, why I prefer solitude
when I listen to your lazy sound
of brass on the phonograph. You give
language to black roosters & fossil bones,
break down phrases between the LA River
& the yellow taxi cabs of New York.
I picture you in Watts, the 240-pound
wrath of a bass player building up steam,
woodshedding for the strictly segregated
hood, those who seek a tiny shot of God,
digging through hard pan, the hammer’s
grunt & blow. I need a gutbucket of gospel,
the flat land of cotton to catch all those
Chinese acrobats bubbling inside your head.
When I think of the day I will no longer
hold a pencil within my hand or glance
upon the spines of my books, I hear
Picasso’s Guernica in your half-choked
cries, a gray workhorse lost in a fire’s
spiraling notes, a shrieking tenor sax
for the woman falling out of a burning house.
I want to tell you if I wrote like you pick
& pat in Blues and Roots, I would understand
the caravel of my childhood, loose
without oars or sails, rolling on the swells
of a distant sea. That’s all I got, Mr. Mingus.
I give you the archaeology of my words,
every painstaking sound I utter when I come
to the end of a line, especially the stressed
beats of a tiny country I lost long ago.