Liverpool: venga por la música, quédese por el Patrimonio de la Humanidad

Presentamos el relato del viaje que hizo la autora para conocer la ciudad donde nacieron sus ídolos.
Ilustración por Valeria Zelaya Lacayo.

Una rendija puede conducir a un mundo imprevisto. Un nombre describe una esencia, una canción transporta hasta una calle. Los Beatles nos llevaron a Liverpool. El trayecto señalado en el mapa era extenso pero sencillo. Sabíamos a lo que veníamos, o eso creíamos: en este nuestro pequeño grupo de exploradores, aun los que no eran fanáticos querían conocer la ciudad donde crecieron esas cuatro influyentes cabelleras.

La puertecita del tren se abrió en la estación Liverpool Lime Street. Aún no eran las ocho de la mañana. Cuando pusimos un pie en el andén, observamos a algunos metros algunas figuras oscuras: “¡Estatuas! Deben ser de Los Beatles”. Eran una mujer que dedicó su carrera política a incidir en temas sociales y un comediante. A unos metros, en una muralla, había una placa, conmemorando las vidas de trabajadores ferroviarios, hombres y mujeres que sacrificaron sus vidas durante la Primera Guerra Mundial. Tres minutos en la ciudad y comenzamos a sospechar que Liverpool era pródiga en memoria y en gratitud para con sus muchos vástagos.

Abandonamos la estación de trenes bajando por unas escaleras, con el imponente St. George’s Hall colándose por el rabillo del ojo. Una pendiente nos llevó a un paseo peatonal y este al centro de la ciudad. Algunos negocios comenzaban a abrir y la gente que transitaba por las calles iba en aumento, en cantidad y en prisa. Después de algunos minutos de caminata, llegamos a un edificio negro, con una puerta en la esquina. Era la fachada del Hard Day’s Night Hotel, donde ondeaban banderas con el primer acorde de esa canción. Cuatro estatuas, cada una con un instrumento distinto y en pose celebratoria, estaban afianzadas en los bordes del edificio. Aquellos de nuestro pequeño grupo de exploradores que vinieron a la ciudad por los Beatles reportaron retumbos en el pecho y escalofríos.

Al pasar el hotel, llegamos a Cavern Quarter, el epicentro de la historia de Los Beatles en la ciudad. Ahí había una tienda con cualquier cantidad de objetos con la estampa de los cuatro pelones de Liverpool, y donde el presupuesto de viaje aconsejaba sosiego y resignación. La tienda estaba en Matthew Street, donde también habitaba una estatua de John Lennon. Apoyado contra la pared de The Cavern Pub, el pétreo Lennon disimulaba una sonrisa socarrona frente a quienes peregrinaban desde donde fuera para sacarse una foto con él. Cada ladrillo de la fachada de The Cavern Pub tenía el nombre de una banda o artista que se había presentado ahí, entre 1957 y 1973, y en los 90.

En un rótulo, The Cavern Pub advertía amablemente que no era The Cavern Club; este estaba unos pasos más allá. Entramos al club y bajamos tres pisos hasta llegar a un bar subterráneo, y ahí empezaron a fortalecerse los cimientos de nuestra fe. Ahí estaba el escenario que albergó 292 presentaciones de Los Beatles entre 1961 y 1963. Había, además, fotos y todo tipo de pertenencias de músicos y otras celebridades que se habían presentado en ese lugar, desde David Gilmour y Queen hasta Adele y Arctic Monkeys. Recreamos en nuestras cabezas las aglomeraciones de esa época hasta inducirnos calor y claustrofobia, y nos fuimos de ahí.

Frente a Matthew Street había un pub, con los Beatles en versión caricatura de los 60, dibujados vistiendo camisas de fútbol. Entramos al pub por un desayuno y desde los ventanales observamos las hordas de turistas que empezaban a llegar al otro lado de la calle. Gente extasiada que, como nosotros, no podía creer dónde estaba parada. El desayuno sería la mejor inversión del viaje, la que nos mantendría en pie todo el día, y le extrajimos hasta la última gota de grasa. La gente local tomaba su cerveza matutina sin inmutarse. Ocasionalmente levantaban la vista cuando, frente a las ventanas, pasaban grupos de mujeres. Algunas llevaban vestimentas más llamativas que otras, pero siempre iba una mujer con un velo en la cabeza. Descubrimos que las despedidas de solteras (hen) y solteros (stag) eran una vibrante industria, amén de escenas peculiares, en la ciudad.

Continuamos nuestro camino, bajo el escrutinio de una gaviota con expresión intransigente, y llegamos a la estación de buses Liverpool ONE. Evitamos el Magical Mystery Tour (por supuesto que habría semejante cosa) y ofertas similares, y tomamos el modesto bus 87 a Beaconsfield Road. Era un viaje de 40 minutos a través de la ciudad. Pasamos por Penny Lane, con la alucinación colectiva de estar en el video musical, con un shelter in the middle of the roundabout, el banco en la esquina, y una barbería. Anteriormente, en The Cavern Club, una plaquita nos había informado que Freddie Mercury vivió en esa calle por un tiempo.

Beaconsfield era una calle estrecha de dos carriles. La acera también era estrecha y en un punto se interrumpía por un portón rojo. Según la hora y la suerte, habría uno o dos taxis, o grupitos de Beatlemaníacos admirando ese portón, cuyos barrotes y columnas laterales estaban tapizados de nombres, fechas y mensajes en distintos idiomas. Era la entrada a Strawberry Field, un ahora clausurado orfanato de inicios del siglo pasado. John Lennon y su tía Mimi vivían cerca de Strawberry Field, y en verano él podía escuchar los conciertos que ahí se celebraban. Caminamos hasta la casa de la tía Mimi y después caminamos desde ahí hasta Penny Lane, bajo una breve y agradable lluvia torrencial, para tomar el bus de regreso a Liverpool ONE.

Al bajar en la estación y emprender camino hacia el muelle, llegó el momento de olvidar un rato a John, Paul, George y el buen Ringo; nos despedimos de ellos admirando la estatua construida por el 50.º aniversario de su último concierto en Liverpool: cuatro lads, inmóviles en el tiempo, haciendo turismo local en un día lluvioso. Esa estatua estaba en el muelle de Liverpool, considerado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.

El muelle de Liverpool, en el río Mersey, ha sido crucial para el desarrollo económico y la vida cultural de la ciudad y del resto del Reino Unido. Diversas placas y monumentos en los alrededores recuerdan momentos de la historia relacionados con este puerto. Por ejemplo, uno de esos monumentos, cerca de la terminal del ferry, se erigía en honor a la tripulación del Titanic, que zarpó de Liverpool en 1912, por mantener el barco funcionando hasta donde fue humanamente posible.

Subimos al ferry, que se dedica a llevar diariamente a las personas de un lado al otro del Mersey. Para los turistas, sonaba una narración sobre diversos aspectos de la historia de Liverpool, como los edificios emblemáticos a orillas del río y el desarrollo del género musical merseybeat. Gaviotas flanqueaban el ferry durante el viaje, y siluetas urbanas e industriales cambiaban de tamaño con el horizonte que se alejaba y se acercaba. Desembarcamos en el mismo lugar donde embarcamos, y caminamos por el Liverpool waterfront, cuyo nivel variaba a lo largo del día con la marea.

Uno de los edificios a orillas del río era el Museo de Liverpool. Las colecciones del museo contaban historias de la gente y del desarrollo económico, político y social de la ciudad. Liverpool, históricamente, fue la conexión entre Inglaterra y el resto del mundo, y por ello en las historias del museo destacaba la riqueza multicultural. Pero reconocer este ir y venir de gente y culturas obligaba a reconocer, además, la calamidad que fue el Imperio Británico.

Después del museo, llegamos al Albert Dock, una estructura de edificios también reconocida por la Unesco como parte de la Ciudad Marítima Mercantil de Liverpool. Entre canales y embarcaderos, llegamos al monumento a la migración, la escultura de una familia que está por zarpar al “Nuevo Mundo”. Para el referéndum de junio de 2016, en el que los habitantes del Reino Unido debían votar por mantenerse o por abandonar la Unión Europea, algunos de los argumentos para lo segundo se alimentaban de xenofobia. Afortunada, y acaso lógicamente, la mayoría de Liverpool votó Remain, a favor de mantenerse en la UE.

En otro de los museos en el Albert Dock, encontramos una referencia más a Penny Lane. Pero no estábamos en el museo Beatles Story, sino en el fascinante y atroz Museo de La Esclavitud. Aquí se documentaba una clase particular de barbarie, pasada y presente, que históricamente no recibe tanta atención, quién sabe por qué (mentira, sí sabemos por qué). Nos volcamos al mutismo solemne, recorriendo las exhibiciones con los brazos cruzados y el ceño fruncido por el peso de la angustia, la rabia y la vergüenza. Fue seguir un largo hilo narrativo de deshumanización y descubrir que sigue alargándose en el presente, de maneras insospechadas. Salimos de ahí abrumados, sabiendo ahora que Penny Lane recibió este nombre por James Penny, entusiasta anti-abolicionista y capitán de un barco que transportaba esclavos.

Se acercaba la hora de tomar el tren que nos sacaría de Liverpool. Pensamos que veníamos a conocer la ciudad que vio nacer a Los Beatles. Lo hicimos, y en el proceso nos olvidamos de ellos: la ciudad portuaria reclamó el protagonismo, por tener como cimientos las historias de quienes han vivido ahí. Viniendo de un país latinoamericano que se enorgullece de su amnesia histórica, era envidiable observar piezas de la memoria colectiva sutilmente colocadas por todas partes. Estatuas, nombres, placas, monumentos, rótulos, celebrando y conmemorando personas, figuras públicas y figuras anónimas que contribuyeron a darle vida a Liverpool y al resto del país. La mejor inscripción que encontramos a los pies de una estatua, en el centro de la ciudad, decía: “Bill Shankley – Hizo feliz a la gente”.

Era el anochecer de un día agitado, dicen que dijo una vez el amigo Ringo, y lo citábamos ahora que terminaba el día, estando a punto de perder el tren de regreso. El botín del pequeño grupo de exploradores incluía docenas de fotos; postales de Liverpool; un magneto para el refrigerador con el nombre de una calle, una canción y un anti-abolicionista de la esclavitud; y un pin del Submarino Amarillo, que compramos mientras usted veía hacia otro lado. Parte del viaje de regreso fue apacible, hasta que en Manchester las puertecitas del tren se abrieron y dieron paso a más imprevistos. Al vagón entraron unos blokes, alegres y bulliciosos, con cervezas bajo el brazo; el anochecer era el comienzo de su jornada.