Cada paso la vida
Muestra poética de Melissa Solórzano
Cada paso, la vida
I
Vuelvo a la misma ciudad de mis recuerdos,
de calles desoladas a medio día.
La Parroquia Santiago de altas torres con sus campanas
oxidadas
y en el centro el reloj retrasado,
como si llevara cuenta de otro tiempo.
Los viejos sentados en el muro del Parque Central
mirando pasar a las muchachas.
Las viejas casas esquineras de adobe y tejas cayéndose.
Pareciera que aquí los días no pasaran,
es la ciudad de siempre, la misma, aletargada.
II
El retrato en la sala segunda vuelve a recibirme,
un hombre de ojos negros profundos,
pareciera acompañarme por toda la casa.
José González murió en julio de 1988,
su viuda y sus hijos
hablan de él como si estuviera por regresar.
El escritorio, sus libreros y pertenencias
conservadas aún lo esperan.
III
El santuario en la habitación de mi abuela continúa
indemne:
un nacimiento, Santiago apóstol y San Judas Tadeo,
iluminado con una veladora blanca.
Es la una de la tarde y como de costumbre ella reza,
imperturbable con los ojos cerrados, leves movimientos en
sus labios,
un rosario entre las manos y sobre sus piernas una novena.
Siento como si una parte de mí se hubiera quedado junto
a ella
y en el reencuentro me asalta una extraña paz.
IV
Llego al patio y ante mí vuelve el recuerdo,
a esta hora, en otro tiempo, aquí estuve.
V
En el fondo de la casa, familiares y vecinos se reúnen
afuera de la habitación última,
rodean en silencio el cuerpo delgado de un viejo,
ante la muerte que se apropia de él.
Esperan el momento
alejados y desconfiados ante la muerte,
ya resignados.
Y el pasado del muerto es el tema en los pasillos de la casa.
VI
Sentada en el muro, bajo la sombra del arbusto de achiote
miro hacia tu puerta,
desde el mismo muro donde vi pasar mi infancia.
Tío Gerardo, volvamos donde tú y yo debemos estar.
A esta hora de la tarde caminaríamos
por las amplias aceras de Jinotepe
desde la escuela a la casa,
me cuentas sobre las tortugas enormes de las Galápagos
y con asombro te ruego que más tarde las dibujes.
¿Y si algún día tenemos que volver,
cuánto temeré tu muerte?
Veinte días sin verte
Ya veinte días sin verte
no tengo energía en mi cuerpo,
está cansado, adormecido.
Solo veo imágenes iguales a las que vivimos
y ya no soporto más recordarte.
Por las noches apenas dormito
y en cuanto tengo conciencia de mí vuelvo a recordarte,
doy vueltas en la cama
y ahí estás tú de nuevo.
Es tu voz la que se repite en mi oído
porque sé cómo pronuncias cada palabra.
El inicio del día no es diferente.
Asaltas mi mente, mi cordura
y de nuevo estoy hundida en nuestros recuerdos.
Si así he pasado estos veinte días,
no quiero saber
¿cómo serán los próximos?
Despertar
…los jóvenes se estremecen feroces en su primer amor,
luego, ya domados, aguantan justicias e injusticias.
Propercio. Libro II, 3.
Con el sonido del viento
arrastrando hojas del patio,
no sé si duermo o muero.
Este viento que entra desde la ventana
me envuelve y me aparta de mí
a un sueño profundo,
durante horas no deja verme.
Me entrego por la esperanza de despertar
en un día
que ya no me importe si has regresado.
¿Por qué nos complicamos la vida?
Han sido difíciles los años que
llevamos juntos.
Entre nosotros aún persiste el sentimiento
que algo nos hace falta,
nos perdemos aventuras
y disfrutamos muy poco de la vida.
Los años han pasado y el tedio de la rutina nos sofoca,
nos ahoga.
¿Qué nuevas experiencias deseamos tanto?
¿Son éstos deseos, los que nacen desde nuestras entrañas,
desde lo inexplicable y complejo de nuestro ser,
los que nos empujan a buscar algo nuevo,
constantemente?
¿Acaso nos reducimos
a un instante de satisfacción?
Si en medio de este caos cotidiano nos hemos escogido,
no comprendo tanta energía destinada
para complicarnos la vida.
Los movimientos de su cuerpo
Nunca se me han de borrar del recuerdo
los movimientos de su cuerpo.
Esa tarde frente al mar Caribe, las olas entraban en la
terraza del bar
y mojaban los pies de la mesera.
Ella tenía una lucha interminable contra el mar,
intentaba secar la superficie de concreto, y el mar con olas
pequeñas,
repetitivas, volvía a mojarla y se empozaba como
reclamando su espacio.
El joven creole de pie junto a su padre miraba la bahía,
su cuerpo escuchó ritmos lentos de reggae
y cada músculo de su cuerpo imitó el ritmo,
eran movimientos lentos
como si soportara una carga
o estuviera agotado, adolorido.
Y aún así lleno de energía para continuar con la danza,
los movimientos sensuales estremecían su cuerpo,
se adueñaban de su cuerpo
y no dejaron de llegar como las olas del mar.
Extranjera
En cuanto despierto veo a mi alrededor
y todo me es ajeno,
ni paredes ni techo, nada me pertenece.
El cuerpo se vuelve tan leve como el alma
uno casi se ve por delante de sí mismo
como una proyección o una sombra
que va sin rumbo, sin destino cierto,
descubriendo calles, cafés, bares y rostros,
descubriendo la nimiedad de tu propio ser
y su fragilidad ante sonidos desconocidos
ante tonos y palabras que parecen encerrarte en laberintos
para acaso comprenderlos.
Escogido o no este destino, aquí y así me encuentro.