Del fin de la historia
Un relato en exclusiva para Álastor del libro Del libro Cantar de inocencia (Lector Disléxico, 2022)
Ese día amaneció nublado y húmedo. La noche anterior, Julio había soñado con una ex de la que no sabía nada hacía mucho. Se veía diferente: mucho más joven, adolescente, pelirroja y rolliza. Le decía que llevaba años viviendo con Verónica, a quien él conocía en el sueño, y que iban a mudarse a Chile para formar una familia. Estaban en un parque céntrico de Managua que en realidad no existe, un parque con robles y palmeras y parejas besándose y fumando marihuana; ella fumaba un cigarrillo de tabaco y vestía un traje típico holandés; él usaba sombrero de copa y un frac fuera de sitio: era mediodía, el mediodía calcinante de Managua. Quiero tu semen, le decía ella de pronto. El encuentro tenía como propósito comunicarle su nueva vida y pedirle que depositara su esperma en un banco de fertilidad que estaba cerca. Él no contestaba nada y por toda respuesta se acercaba a ella: sentía ganas de besarla, ella accedía. En eso se hacía de noche y el parque era una playa, la luna en cuarto menguante y una constelación indescifrable los bañaban con su luz. De besarse en la boca, pasaban a morderse el cuello mutuamente; Julio desabrochaba con una mano el brasier de su exnovia mientras frotaba con la otra sus pezones. Le daba la vuelta. El vestido de la chica se había convertido en traje de oficinista; él estaba desnudo y le subía la falda mientras intentaba penetrarla entre las nalgas, haciendo su ropa interior a un lado y acariciándole el clítoris. Verónica, cuyo rostro en realidad le resultaba bastante familiar, aparecía en ese momento, le agarraba el pene y empezaba a agitarlo bruscamente, cada vez más rápido, sosteniendo un pequeño vaso plástico frente a él. Julio no podía moverse. A punto de eyacular, despertaba.
Inmediatamente olvidó el sueño y a su exnovia. Era su cumpleaños y pensaba en Cristiana. Burguesita de izquierda —hija de empresario exguerrillero— y aficionada a fiestas de piscina en su casa familiar, donde ella y sus amigos burguesitos de izquierda se emborrachaban, escuchaban trova y renegaban de su origen de clase, llegaría esa noche al bar en que Julio había convocado a los suyos para celebrar. Se levantó animado y, antes de ir a la cocina por café, encendió su laptop y puso algo de música. Vivía solo, procurando mantenerse a flote como «emprendedor cultural» y siguiendo cada mañana el mismo rito. Tomaba varias tazas de café con cosa de horno y, al terminar, se fumaba uno o dos cigarrillos; luego, al inodoro; un baño y, tras un par de caladas a un porro, volvía a su habitación para leer un poco antes de ponerse a trabajar: había montado una oficina en un rincón de la sala cuando 38 Grados, la revista que fundó con su amigo el Tenso, empezó a alzar vuelo.
Más o menos a las diez oyó que llamaban a la puerta. Era Monique, la cooperante suiza con la que había estado saliendo por esos días. A ella la conoció mientras buscaba fondos para su proyecto, tratando de aprovechar un par de contactos suyos y del Tenso. Apenas abrió, ella, que era un poco más alta que Julio, entró sin pedir permiso, le dijo ¡feliz cumpleaños, señorito! con su pronunciación de película doblada al castellano, y cerró la puerta tras de sí. Al mediodía salieron y se montaron al carro de la agencia en el que ella se movía.
—No podré ir hoy —dijo Monique—, debo hacer maletas.
—¿Maletas? —preguntó Julio, abrochándose el cinturón de seguridad. Monique arrancó el vehículo.
—No lo habrás olvidado, Julio, que te lo he dicho ayer. Mi misión en Nicaragua está cumplida.
—No creí que fuera cierto. ¿Qué hay en la bolsa?
—Ah, eso es un presente para ti, cariño. Vamos, guapo, almorcemos.
Comieron y después, casi a las dos, fueron al lago Xolotlán a dar un paseo en barco. El cielo se había despejado un poco y ya la lluvia interminable de los últimos días parecía irse perdiendo en los sumideros de la memoria, destino de todo cuanto existe o pretende existir en la ciudad sin centro, toda periferia que es Managua. Monique se despidió con un beso en la mejilla. Au revoir, Julio. Él se quedó solo. Era temprano todavía y, luego de pedirle al Tenso por teléfono que se encargara de los pendientes de la revista, decidió caminar un poco. Iba sin poner atención a su entorno, pensando desordenadamente en todo y nada, en la aventura tercermundista de Monique, salida de su comodidad europea tras quién sabe qué idea romántica de internacionalismo domesticado, en la violencia humana y natural que tantas veces ha arrasado con la geografía tropical de paradojas fáciles donde le había tocado nacer a él, una masacre en esta avenida ordenada por el Estado, un edificio que se derrumba sobre todos sus ocupantes durante el terremoto, un barrio entero devorado por las inundaciones, niños arrastrados por las aguas sucias que desbordan los cauces, hasta que las carcajadas de un hombre y una mujer que iban sobre un carretón jalado por un buey malnutrido, junto a un antiguo edificio a medio colapsar adaptado como vivienda precaria, le recordaron algo que Monique acababa de contarle en el lago, sobre la cubierta del barco:
—Según Kundera —le había dicho, con su cabello rozándole la cara, animado por el viento—, la risa era del diablo originalmente, ¿sabes? La dejaba escapar en momentos que evidenciaban el absurdo; momentos y acciones cotidianos que rompen la perfección y el orden aparentes de la creación divina: cuando la realidad se resquebraja y su coherencia se va al carajo. Entonces los ángeles inventaron la suya, su propia risa, que significa lo contrario. Este otro ruido —añadió—, más seco y exagerado, se usa para restablecer el orden; es una risa que incomoda y que silencia a la risa verdadera. La trampa de los ángeles es que haya dos risas, pero solo una palabra: así no sabremos distinguir la una de la otra.
—¿Y a cuál se parece la mía?
—Tú eres el Diablo, Julio, el Diablo Tropicálido.
Poco después de las cuatro, Julio había llegado a la Loma de Tiscapa. Sudaba mucho y tenía sed. El sol se había impuesto nuevamente sobre Managua. Aquí y allá, había quienes trataban de escuchar algún lejano eco de la historia absurda del país, rodeando la silueta enorme del Sandino sin rostro que Ernesto Cardenal mandó instalar cuando los suyos perdieron el poder en el noventa, acompañada ahora por un árbol de navidad perenne igual de exuberante, puesto ahí desde que los sandinistas —sin Cardenal ni otros desertores— regresaron al poder en 2007. También estaban quienes, huyendo del calor, aprovechaban el viento que soplaba desde la laguna de Tiscapa, que parecía esconderse del lago Xolotlán ladera abajo, detrás de lo que había sido el búnker de Somoza antes de que los mismos sandinistas, entonces jóvenes y aún con Cardenal, le arrebataran el poder en el 79. Ignorando a unos y a otros, y a quienes fumaban o tomaban o se besuqueaban a escondidas, Julio se dirigió al único cafetín del que ahora era un parque público de apariencia inofensiva, con vistas a media ciudad y hasta un canopy para que los turistas se lancen sobre la laguna. Pidió una botella de agua y abrió el regalo que le había dado Monique unas horas antes, al despedirse de él quizá para siempre. Era un libro de Agota Kristof, usado: L’Analphabète, así, en francés —la misma Monique que había conocido a comienzos de año tratando de empujarlo hacia su lengua materna, tratando, acaso, de civilizarlo—. Cuando empezó a ojearlo, le llegó un mensaje de Cristiana al celular. Quería saber si podía llegar al bar acompañada. ¿Hombre o mujer?, preguntó él. Mi novia, respondió ella. Julio recordó de golpe su sueño y pensó que tal vez era buen augurio. Los amigos de mis amigos son mis amigos y las novias de mis amigas son mis novias, le respondió. Ella le devolvió un emoticono de guiño.
Tomó un taxi para volver a casa. Oscurecía.
Pasó un buen rato bajo la ducha y cuando salió el celular mostraba una notificación: Cristiana le había enviado una foto. Ella y otra muchacha, de cabello ondulado —una versión morena y más joven de Monique, pensó él—, juntaban los labios, dándose un pico, los ojos cerrados.
Volvió al libro de Monique. En la última página, escrito a mano, decía: Despierta, Julio: ya estás listo. Bisous! Pronto se perdió en cavilaciones.
La casa donde vivía, en la Colonia Centroamérica, era de su abuela paterna, de vuelta en lo que ella llamaba su «exilio forzado» en Miami desde las elecciones que permitieron retomar el poder a los sandinistas unos años antes, «el retorno a la noche oscura, etcétera». Julio la había convencido de rentársela, a un precio más bien simbólico, para montar ahí la oficina de 38 Grados, asegurándole que la cooperación suiza iba a financiar el proyecto hasta que la revista fuera autosuficiente. Por supuesto, exageraba: por esos días, cansado de intentar hallar un empleo digno como recién graduado de la Universidad Centroamericana, se apresuraba apenas a formular el proyecto siguiendo los consejos de Monique, a quien había conocido casi por casualidad en Granada, durante el Festival de Poesía. Julio había encontrado a su abuela, también como producto de un azar más o menos objetivo, en Facebook. Y un día, queriendo franquear el silencio de su madre acerca de su padre, con quien él no tenía memoria de haber vivido nunca, decidió escribirle a la señora que identificó como su abuela perdida. Ahora, mientras se fumaba el resto del porro matutino recostado en el sofá, humedecido entre el baño y el sudor, y todavía en toalla, pensaba en cómo pudieron haberse conocido sus padres.
Seguro fue a comienzos de la revolución. En León. No hubo amor a primera vista. Él tenía 23, 24 años y ella andaría por los 20 o, máximo, 21. Los presentó un amigo en común, un poeta, por supuesto:
—¡Compañero, venga a conocer a la hija de sus suegros! —le gritó desde lejos, sujetándola a ella del brazo y agitando su vaso de ron.
—No me avergüence, poeta —le dijo ella bajito, roja roja.
Él se acercó y vio a una mujer atractiva, sí, pero muy tímida para su gusto. Timorata. Citadina. Con aires eclesiásticos. Intercambiaron un frío mucho gusto y no se volvieron a hablar esa noche.
Pero Nicaragua es pequeña y al mes se vuelven a ver, ahora en Managua, en una exposición de pinturas montada por los internacionalistas en apoyo al proceso. Se reconocen, se saludan, se permiten conversar ya sin la incomodidad del poeta jodedor, se ríen de cómo los presentó y terminan yendo a un bar.
Ahí hablan de todo: de música, de pintura, de poesía (ella es loca admiradora de Ernesto Cardenal y de Gioconda Belli), de la alfabetización, de la reforma agraria, que ya se está organizando… de la utopía que por entonces aún parece posible; y a lo mejor hablan también de las elecciones gringas, que están a la vuelta y cuyas consecuencias para la Nicaragua Libre pueden adivinarse: la guerra de la Contra financiada por Reagan, el bloqueo, la escasez… Se hace de madrugada y, tambaleándose, se montan al carro de ella y se van a la playa de Masachapa; ahí en la arena se quedan dormidos, dizque esperando el amanecer.
Al día siguiente los despierta el solazo y ni saben dónde están. Se levantan y buscan un lugar para desayunar. Y entonces van acordándose de la noche anterior y piensan en dejarlo todo así, como una aventura fugaz sin consecuencias, pero el carro no aparece por ningún lado. Con todo y revolución, se lo robaron, y tienen que reportarlo a las autoridades. Los ladrones no tardan en caer, pero hay que hacer algunas vueltas y ambos se mantienen en contacto: un citatorio aquí, una declaración allá, y siempre terminan comiendo juntos. Una cosa lleva a la otra y al poco tiempo…
Pero no. A Julio esa historia no le cuadra. Las cuentas están claramente mal y el porro le quema ya la yema de los dedos.
Cuando llegó al bar, estaba casi vacío. Buscó a Cristiana con la mirada, sin éxito; se encaminó hacia la barra para pedir una cerveza.
Ahí lo encontró luego el Tenso, que había llegado con Milton. Ocuparon una mesa cerca de la entrada. Unas cuantas botellas después, y tras una discusión sobre la pertinencia del premio Nobel recién concedido a Tranströmer, de quien el Tenso confesaba no haber oído antes (sin que eso le impidiera razonar argumentos a favor o en contra, según lo que opinara Milton), Julio se levantó para ir al baño. La concurrencia era ya mucho mayor; cerca de la pista de baile, por donde había que atravesar para llegar a los baños, apenas se podía caminar sin rozar a alguien. Ahí, a mitad de camino, sintió que le tocaban la espalda.
—¡Julio, amor bello! —Cuando volteó, Cristiana le dio un beso muy sonoro en la mejilla. Traía short, una camiseta que dejaba ver su ombligo y sandalias, y tenía un vaso casi vacío en una mano. Por su voz, Julio entendió que no era el primer trago de la noche. Al lado de Cristiana estaban una muchacha y un muchacho—. Mirá, ella es mi novia y él, un amigo.
—Mucho gusto, un placer —dijo Julio, viendo fijamente a la muchacha. El muchacho se adelantó a darle la mano, sonriéndole y sin dejarlo de ver, le dijo su nombre, que a Julio se le confundió con la música que sonaba y que de todos modos no quiso verificar. La muchacha describió un arco en el aire con la mano derecha, inexpresiva, y no dijo nada.
—Ahora mismo los alcanzo —les dijo Julio, y siguió caminando hacia el baño.
Unas semanas atrás no conocía a Cristiana. Ella entró a su vida algo después que Monique y digamos que por la misma puerta. Una mañana, luego del café con cosa de horno, vio un correo electrónico de una dirección desconocida. De: solinvicto@gmail.com. Asunto: ¡Qué salvajada de revista! Mensaje: Señor Julio, le escribo porque he leído la revista que dirige y me parece que está muy buena. He estado leyéndola durante cuatro tardes seguidas. Van por buen camino, sigan adelante. Un saludo, Cristiana. Lo primero que hizo Julio fue introducir la dirección de correo en el buscador de Facebook, sin obtener ningún resultado, así que luego decidió arriesgarse y contestó el mensaje a ciegas, de manera neutra pero cordial, pidiendo en primer lugar que no lo llamara señor y agradeciendo luego la gentileza de hacerle saber que leía la revista con interés; al final le pedía que le contara algo sobre ella, si publicaba algún blog, si tenía perfil en alguna red social virtual… De esa forma empezaron a relacionarse hasta que de pronto ella lo citó en un café para «¡desvirtualizarnos!». Ya para entonces 38Grados había conseguido los fondos de la cooperación suiza y Julio estaba a punto de lanzar con el Tenso unos talleres de periodismo narrativo en el Caribe (algo que se inventaron, siguiendo un consejo de Monique, para venderle el proyecto a la agencia). Cuando la vio en persona por primera vez, Cristiana a Julio no le pareció extraordinariamente bella, aunque sí le atrajeron mucho sus labios gruesos. Tenía en su mente esa imagen primigenia de ella mientras se subía el zíper del pantalón.
—¿Bailamos? —le preguntó al llegar a su mesa, al tiempo que le extendía una mano.
—Más al rato —le respondió Cristiana, y se volvió hacia la otra chica para seguir una conversación que Julio había interrumpido. Yo bailo con vos, parecía decirle con la mirada el otro amigo. Julio regresó a su propia mesa.
Había más personas ahora. Maycol discutía con el Tenso sobre «la grandeza de Ernesto Cardenal». Él merece el Nobel incluso más que Octavio Paz, decía Maycol, y el Tenso: ¿Lo decís como obrero proletario o como discípulo lamegüevos? Lo digo como poeta. ¡No jodás, hijueputa, le soltaba el Tenso, solo falta que digás que Sergio Ramírez es mejor que Vargas Llosa! Flor los escuchaba atenta, riendo; el Sueco los grababa con su celular; Matilde y Milton platicaban apartados, haciéndole a Julio la broma ya recurrente entre sus amigos de si Monique no sería a lo mejor una agente de la CIA y 38Grados iba a ser usada para desestabilizar «la segunda etapa de la Revolución» (Matilde no podía aguantar la risa, aunque Milton lo decía bastante serio, manteniendo muy a su estilo la ficción hasta las últimas consecuencias y recordando el golpe de Estado reciente en Honduras). Julio se hacía el desentendido. Encendió otro cigarro y pidió más cerveza. La siguiente hora estuvo llena de lo mismo: Maycol y el Tenso argumentando apasionados en una reyerta jocosa que enfrentaba de los modos más inverosímiles la literatura nicaragüense con cualquier otra literatura, Flor haciendo como que moderaba, Milton echando leña al fuego de cuando en vez, sin dejar de deslizar algún comentario sobre «la agente Monique o como sea que en verdad se llame», los demás escuchando o yéndose a bailar. Julio fumaba y bebía, oteando la mesa de Cristiana.
Cuando vio que se levantaba y caminaba al baño, se abalanzó hacia ella y le preguntó cómo la estaba pasando, hizo algún elogio sobre su aspecto y le comentó que estaba trabajando en un reportaje acerca de la nueva movida cultural de Managua. Cristiana no mostró mayor intriga. Él le ofreció una cerveza.
—Esperame, corazón, ne-ce-si-to ir al baño o me orino aquí mismo.
Julio permaneció junto a la puerta como diez minutos. Entraban y salían mujeres, pero Cristiana seguía dentro. La supuesta novia llegó y entró sin volverlo a ver.
—¿Estás bien, darling? —se oyó que le dijo y luego, el inconfundible sonido de una vomitada. La novia-sin-nombre-de-Cristiana salió del baño y le hizo señas al amigo, que llegó al instante y entró. Julio se acercó para saber lo que pasaba, como si no lo supiera, y entró también. Cristiana estaba de rodillas con la cabeza inclinada hacia la taza de un inodoro, vomitando, mientras su amiga (que bajo la luz del baño, mucho más clara que la de afuera, se parecía todavía más a Monique) le sostenía el cabello hacia arriba; el muchacho hacía una llamada y solo se le escuchaba decir con insistencia: ¡está mal, está mal! En ese momento Julio se acercó más e intentó auxiliarlas, tomar a Cristiana y sacarla del baño, pero el vómito no se detenía y varias pringas cayeron incluso sobre sus zapatos; el amigo de Cristiana se le acercó y le dijo que afuera los esperaba el chofer, que lo ayudara a llevarla a la camioneta. Julio la tomó de un lado y el amigo, del otro, y salieron con ella hasta la calle, donde un hombre vestido de policía se identificó como el-chofer-escolta-de-la-niña y abrió la puerta para que ella y su amigo entraran al vehículo. Desconcertado, Julio volvió solo al interior del bar, y antes de llegar a su mesa, sintió que le agarraban el brazo. Oyó una voz suave, un poco áspera:
—Baila conmigo, Julio.
Era la novia de Cristiana.
Sonaba una salsa despaciosa cuando la compañera inesperada de baile de Julio le tomó las manos y las puso en sus caderas, le echó los brazos alrededor del cuello y acercó su rostro al de él. Julio ya se disponía al beso.
—Ten cuidado —le dijo al oído con un acento que no parecía muy nicaragüense—; vas por buen camino. ¡Despierta!
Y, sin dejarlo reaccionar, se hundió en el mar de cuerpos que se revolvían a su alrededor.
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Carlos M-Castro (Managua, 1987). Finalista en 2020 del Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe en la categoría Creación Joven con Aqueste mar turbado (inédito) y ganador en 2021 del Premio Centroamericano Carátula de Cuento con «Redención (o la pasión del pico rojo)». Ha publicado los libros Antropología del poema (2012, poesía) y Cantar de inocencia (2022, ficción).