Sunsetless {segunda entrega}

Continuamos la publicación de esta novela inédita del narrador nicaragüense.

Fotografía de Alain Pallais (ver galería completa).

[Primera entrega: capítulos 1, 2, 3 y  4, en el enlace]

 

5

 

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Como un virus, como el cadáver de un cosmonauta que va a la deriva por el espacio infinito, he profanado más de una vez esa eternidad. Cualquier metáfora, cualquier categoría empírica es insuficiente para expresarla.

No hay instantes. No hay lugares. No hay objetos, ni sujeto, ni impresiones sensibles. La nada y el ser convergiendo como dos violentos ríos sobre un amasijo de impulsos fantasmagóricos de lo que alguna vez fue mi percepción subjetiva, encapsulados por una débil membrana psicodélica. El sujeto vuelto consciencia pura y desprovista de sentidos. La consciencia como un ojo que se desgarra dejando sus terminales nerviosas violentamente expuestas a la realidad.

Pero desde esa atemporalidad el sujeto puede “observar”, o al menos “intuir”, un orden inferior, secundario. En ese orden subalterno hay movimiento, sucesión, multiplicidad. Da la impresión que dicho orden opera como una inmensa red neuronal alimentada por las impresiones sensitivas de todas las formas de vida, en todos sus niveles de especialización: plantas, animales, humanos, virus, mamíferos y demás alimentan esa red con sus experiencias. Cada hombre es un órgano que proyecta la divinidad para sentir el mundo, escribió Borges en uno de sus mejores relatos. Yo, que he sido todos los hombres, doy fe de ello.

Mi consciencia parece atravesar dichos estados sin desintegrarse en el proceso, pero parece causar una especie de inestabilidad en la eternidad, y es expulsada al orden inferior, a la maraña de sensaciones del universo. Comprimida por fuerzas opuestas, la consciencia adquiere una nueva intuición, digamos más clara, de la experiencia que atraviesa. Explosiones momentáneas. Destellos sensibles como arañazos luminiscentes. Era un sujeto puro suspendido en el limbo que une a la eternidad inmóvil con la sucesión causal.

 

17 de noviembre de 2019, 15:48:03 horas. Estoy acostado sobre una camilla metálica en un cuarto de plomo en los alrededores de Cambridge. A las 15:49:37 la habitación es totalmente aislada. A las 15:50:00 la máquina se enciende. 15:54:28: la percepción espacio-temporal del sujeto se fisura y hay ocho segundos de muerte cerebral. Es ahí, a las 15:54:28 del 17.11.2019, donde se delimita el horizonte temporal de la inmersión. La máquina impone una especie de parte aguas en el flujo del tiempo. Más allá de ese punto, para el sujeto, no hay tiempo, no hay acontecimientos futuros, pues la dirección del flujo temporal se invierte y el tiempo brota, precisamente, de ese instante hacia el pasado hasta desbordarse e inundar el universo.

Fue ese flujo lo que arrastró (el verbo es, una vez más, metafórico) mi consciencia de regreso a la sucesión causal, pero aún no material ni sensible, del mundo.

 

6

 

17.11.1944/ 17.11.2019

09:24 hrs/16:00

Birkenau/ Alrededores de Cambridge

 

Las explosiones que me atraían eran como rayos vistos desde el fondo de un mar proteico, arquetípico. Había momentos donde la actividad era mayor, las descargas más frecuentes. La gravitación también se volvía más intensa.

De pronto, la intuición de la luz y del calor de una de las explosiones, acompañada por un vértigo súbito, anunciaron mi repentino regreso a la experiencia sensorial. Tenía otra vez un cuerpo, un par de ojos, una boca y órganos internos. Podía sentir. Había movimiento, había sucesión. Sin embargo, pronto descubrí que, si bien estaba de regreso, me encontraba en una situación espacio-temporal totalmente distinta a mi punto de partida. No había regresado a Cambridge. No estaba acostado sobre una camilla metálica en un cuarto de plomo en un laboratorio clandestino. No era el año 2019.

El experimento parecía haber sido un éxito, salvo por un pequeño, pero fundamental imprevisto: mi consciencia había retornado a un cuerpo, pero no a mí cuerpo.

Con un golpe de luz violeta, idéntico al que percibí cuando la máquina se encendió por primera vez, se reconstituyó mi percepción visual. Luego, poco a poco, un amasijo de impresiones sonoras, táctiles y olfativas empezaron a enraizarse en mi consciencia, segmentándola, dotándola, una vez más, de estructuras cognitivas. Había sensibilidad caótica, sin forma, pero sensibilidad por fin. A la vez, como un latido cada vez más intenso, empecé a sentir dolor.

Compartía la experiencia sensible de un cuerpo, pero mi naturaleza era absolutamente parasitaria. Mi consciencia cohabitaba con una consciencia ajena. El cuerpo al que había regresado no era mi cuerpo, pero podía servirme de sus experiencias, de sus órganos sensoriales para percibir el mundo. Pero había restricciones considerables: me era imposible controlar sus pensamientos o movimientos. No podía hacer que el cuerpo que me hospedaba moviera un solo dedo. No podía ni siquiera sugerir una idea. Pensé que podría tratarse de un mecanismo para evitar aberraciones como la paradoja propuesta por René Barjavel.

Pero podía pensar por mi cuenta. Podía acumular experiencia, memoria, y computarla racionalmente. Con la desesperación de quien se ahoga traté de buscar explicaciones plausibles a lo que estaba ocurriendo. Hice un rápido repaso mental mientras las impresiones de los sentidos de mi anfitrión se volvían más nítidas: su dolor era cada vez más insoportable y un terror súbito, como una inyección de veneno, desvaneció de golpe mis cavilaciones. El terror de otro. Un terror duplicado por su incomprensibilidad. Dolor y terror que trenzaban mi espíritu con el de mi anfitrión.

La tiniebla en que me encontraba ya iba definiendo sus contornos. El caos estridente que oía por todas partes se convirtió en rumores, en voces, llantos y quejidos. Mi anfitrión se encontraba en un sitio húmedo y maloliente, atestado de personas y ratas. Mi anfitrión temblaba y balbuceaba mientras un tipo cadavérico lo tomaba del hombro y lo sacudía. A cada momento se desmayaba y recobraba la consciencia y volvía a temblar, abrasado por la fiebre. Agonizaba.

Pronto sentí una vibración, idéntica a la que provoca la máquina, que se extendía por cada átomo de nuestro cuerpo. Nuestro dolor se desbordaba e inundaba el espacio, enrarecía las aguas del tiempo, envenenaba el devenir. La indignante fiebre tornó pronto en frío glacial. La misma luz que anunció mi partida de la experiencia sensorial calcinaba ahora los ojos de mi anfitrión. Siempre, durante el desarrollo teórico de éste experimento hubo una preocupación mayor, sobre la cual Gorenstein insistió hasta el cansancio. Si la máquina lograba invertir el sentido de la percepción temporal y mi consciencia lograba remontar a un momento anterior en el tiempo, tal como finalmente ocurrió, entonces ¿cómo podría mi consciencia regresar a su experiencia corpórea una vez arribado al nuevo destino espacio-temporal mientras mi cuerpo permanecía en Cambridge? No quería que nada debilitase mi determinación por someterme al experimento, entonces no presté mucha atención a las advertencias de Gorenstein. Me preocupaban problemas menos inmediatos, menos prácticos. La especulación filosófica y la indagación científica han sido para mí, desde siempre, actividades de naturaleza totalmente lúdica y estética. Nunca he pretendido alcanzar alguna verdad, pues lo que llamamos verdad nos está irremediablemente vedado. Si es que soy capaz de creer en algo, es que el mundo será lo que seamos capaces de creer que es. En esta empresa me impulsa, más bien, el placer de reconfigurar el mundo, de acceder a su plasticidad esencial. Qué mejor que las armas de la física y la filosofía para subvertirlo. Me impulsa el placer de erigir modelos asombrosos, sistemas elegantes que han de perdurar mientras los hombres tengan memoria: Dignum laude irum Musa uetat mori,/ caelo Musa beat. A la preocupación de Gorenstein, la respuesta parecía ser la más sencilla: la muerte.

Pero lo que entonces experimentaba trascendía por mucho mis más retorcidas ambiciones ¿Cómo y mediante qué proceso mi consciencia había adquirido esa naturaleza parasitaria? Mi consciencia parecía adaptarse naturalmente a su nuevo estado, el cuerpo de mi anfitrión me contenía con la docilidad de un guante. Todo funcionaba como siguiendo una ley universal que acaso tiende a preservar y expandir la existencia. Una ley que dicta a la voluntad humana no sólo conquistar y transformar el espacio, sino también el tiempo; no sólo la materia, sino también la consciencia.

Esbocé una rápida conjetura: era probable que la muerte de mi anfitrión arroje mi consciencia hacia un éxtasis de carácter místico-psicodélico provocado por la agonía. Dicho trance podría ser el canal natural que la arrastre de vuelta a la camilla en el laboratorio de Cambridge. El tiempo de que dispondría para la experiencia sería mínimo y las condiciones limitadísimas. El problema de qué pasará después era el más obvio y el más grave ¿Moría mi consciencia junto con mi anfitrión? ¿Es que acaso la consciencia muere? ¿Se fusionarían ambas consciencias en la eternidad, para siempre? ¿Podría regresar a mi cuerpo, a mi tiempo?, y de ser así, ¿arrastraría la consciencia de mi anfitrión conmigo? Trataba de asimilar la experiencia, de poner en orden todas mis interrogantes cuando, como un caleidoscopio que cifrara todo el universo, los recuerdos y las impresiones acumulados a lo largo de la vida de mi anfitrión se erigieron a una velocidad supersónica. Memorias que se sucedían rápidamente, con una asombrosa ligereza salvo por los terribles meses en el campo de Birkenau. Dichas memorias, dichas impresiones y emociones se enquistaron en mi consciencia y, al día de hoy, pueblan mis pesadillas.

Entonces conocí por primera vez la dulce liberación de la muerte, a la cual uno se podría enganchar tan fácilmente como a la heroína, de no ser por la terrible, eterna, inédita soledad y el frío de un microsegundo que comprende la eternidad.

Desperté cegado por una luz blanca. El contacto con la superficie metálica era insoportable. Sentí la tibieza y el sabor de la sangre que chorreaba de mi nariz. Sentía de nuevo la fiebre abrasándome por completo.

Un grupo de personas vestidas de blanco y con mascarillas entraba para asistirme.

 

Ahora es de noche y Gorenstein quiere que le refiera todo. En su mundo apenas pasaron doce minutos. Mi alma, sin embargo, ya acumula dos muertes y algunas eternidades. Mastico todo lo ocurrido junto al último bocado de mi sándwich de cangrejo, pero no logro tragarlo.

 

7

 

Iniciaba diciembre cuando Gorenstein me llevó buenas nuevas de la Facultad. Gracias a gestiones suyas, habían resuelto concederme un semestre sabático para sistematizar una serie de investigaciones que habíamos propuesto y que no me interesaban en lo más mínimo. “He explicado que no te encuentras tan bien de ánimos. Quiero que descanses –me dijo con su inexplicablemente dulce acento alemán–. Yo me encargo de la sistematización y de cubrirte en lo que sea necesario”. Entonces me entregó un boleto redondo a New Jersey. “Te hará bien regresar un rato a casa, sobre todo para que te recuperes y evalúes si es o no prudente que sigas participando como sujeto de los experimentos”. Lo miré a los ojos y guardé silencio. Pensé que tenía razón: desde hacía al menos tres años, cuando publiqué mi tesis doctoral, venía postergando esas necesarias vacaciones. Gorenstein me sugirió que descansara, que leyera, que tratara de escribir poesía, o algo así, que viera películas, que buscara a viejos amigos, que escuchara música. Posibilidades, todas, que me ponían los pelos de punta.

En las semanas previas a mi viaje empecé a sufrir ataques de pánico, violentas crisis de ansiedad, depresión súbita, neutralizante. Antes de partir decidí visitar a una psiquiatra. No le hablé de la verdadera causa de mis crisis, pero sí le pedí que me recomendara algo para sobrellevar los síntomas. Me prescribió ansiolíticos, reguladores del ánimo y antidepresivos.

Al salir del consultorio decidí parar en una librería que frecuentaba durante mis primeros años en Cambridge y que no visitaba desde entonces. Me sorprendió descubrir que el lugar no había cambiado en lo más mínimo. Era como si una porción de tiempo se hubiese encharcado en ese punto del universo para siempre. Todo permanecía en su exacto sitio: el señor Evans sentado tras el aparador, con sus anteojos redondos deslizándose imperceptiblemente sobre el tabique de su nariz grasienta, acaso con el mismo libro de siempre en las manos. Los mismos libros tras los vidrios manchados de los aparadores. Los mismos afiches de novedades y descuentos de hace al menos diez años. El mismo olor a libros nuevos y desinfectante para pisos. La misma música instrumental e indiscernible que sonaba en el fondo. Pero había algo nuevo, algo que percibí desde el momento en que abrí la puerta. Era la gravitación, el palpitar estático de un delgado libro de poco más de cien páginas que, de algún modo misterioso, me esperaba desde hacía años. Sin saber que estaba ahí, de alguna manera lograba percibirlo, como si en todo el universo únicamente existiera su peso y yo. Saludé con un leve movimiento de cabeza al señor Evans. Caminé entre los estantes sin prestar atención, como si supiera desde siempre lo que buscaba. Me detuve ante uno y tomé el volumen. Sobre una fina tapa de cuero negro, grabado en letras plateadas, se leía The Aleph and Other Stories, by Jorge Luis Borges.

Al pasar los dedos sobre la tapa de cuero, una progresión de recuerdos se ramificó en mi mente como una tormenta eléctrica, hasta desembocar en uno preciso: Isabelle, mi novia de senior year en Northern Valley, y yo, desnudos en la cama de sus padres, cubiertos por las sábanas blancas que tamizan la luz matinal. Ella duerme. La punta de mi dedo roza su cuello, su plexo, el flujo palpitante, apenas perceptible de su yugular. De pronto abre los ojos y me besa el hombro. Siento su cuerpo, su radiación particular apretándose contra mi cuerpo antes de levantarse de la cama. La veo caminar de espaldas, tomar mi camisa de mezclilla, cubrir su cuerpo perfecto de adolescente con ella y cruzar la puerta. Luego regresa con un delgado libro con letras plateadas grabadas en una portada de cuero. Un listón rojo lo cruza en diagonal. The Aleph and Other Stories, logro leer. “Si a mí este libro me cambió la vida”, me dice con aquella voz que el olvido ha sabido transfigurar, “no puedo imaginar qué puede hacer contigo”. Lo abro y encuentro varios versos y una dedicatoria manuscritos en la primera página. La dedicatoria se ha extraviado en algún lugar de mi memoria, pero los versos permanecen intactos:

Afternoons that were niches for your image,

songs where you waited for me,

words from yonder time,

I’ll have to break them with my hands.

 

In which ditch shall I hide my soul

so it will not see your absence

that like a terrible, sunsetless sun,

shines definitive and ruthless?

La traducción era de Isabelle. Nuestra relación no duró mucho más tiempo. Como suele suceder, la universidad nos separó para siempre, pero The Aleph and Other Stories se convirtió en mi libro de cabecera durante todo un año. También fue, de alguna forma, un precursor de mis futuras investigaciones. El libro se perdió en una de tantas mudanzas, junto a mis pretensiones literarias. Yo, desde entonces, no me he vuelto a enamorar.

Pero entonces el libro regresaba, como han de regresar, uno a uno, todos los sucesos del mundo. Era exactamente la misma edición. Parecía incluso el mismo ejemplar. Temí abrirlo y toparme con aquellos versos, con aquella caligrafía tormentosa. Pero no fue el caso. Había algo, a parte de mi relación con Isabelle, que me atraía del libro, algo que realmente necesitaba encontrar en aquel momento. Pasé las páginas, de atrás hacia adelante con la certeza de quien busca aquello que mágica, misteriosamente, permanecerá intacto entre las tapas de un libro, aún cuando el fuego devore los últimos ojos que vean este mundo. Finalmente arribé a The Immortal, a las últimas palabras de su epígrafe, palabras que repetí entre dientes una y otra vez, como si se tratara de un conjuro: all novelty is but Oblivion...

De pronto, en aquella pequeña librería, sentí cómo el universo se contraía desde sus bordes para aplastarme con violencia. Sentí una vez más la suspensión temporal. Todo mi entorno fue borrado de un manotazo, como tiza de una pizarra. Permanecían únicamente las palabras, luego sus significados, luego nada. All novelty is but Oblivion... me descubrí repitiendo entre dientes cuando de improviso la realidad se reconstituyó como una burbuja. All novelty is but Oblivion... repetía como un imbécil... All novelty... me hallé diciendo frente a mi rostro reflejado en la ventana de la librería. Aquello no duró mucho tiempo, pero fue el primero de muchos flashbacks que la experiencia de la inmersión temporal me provocaría de por vida.

Del otro lado de la ventana nevaba. La trayectoria de un copo, notablemente distinta a la de los demás, prendió como un relámpago otra cita memorable aletargada en algún sitio de mi memoria: His soul swooned slowly as he heard the snow falling faintly through the universe and faintly falling, like the descent of their last end, upon all the living and the dead. Busqué Dublinners, pero encontré un opúsculo en que habían editado de forma individual The Dead, el único relato que me interesaba del libro. Un laberinto de memorias guió mis compras esa tarde.

Salí de aquel lugar con más libros de los que podría llevar en mi maleta. Leí casi todos antes de partir, y luego los regalé a amigos. Pensé conservar los más indispensables para el viaje. Me acompañaron, además de The Aleph, The Waste Land (la Norton Critical Edition que había usado durante el curso de poesía americana que llevé en primero de universidad) de Eliot, Blood Meridian de McCarthy, Einstein's Monsters de Amis, 2666 de Bolaño, Ubik de Dick, Finnegans Wake de Joyce, The Oxford Book of American Poetry, Mezcalito de Thompson y los Collected Essays de Tillinghast (edición y prólogo de Gorenstein).