Una casa que flota entre sus muros

Tras publicar uno de los primeros libros de su generación, este poeta nicaragüense regresa con Nuestra casa entre sus muros (inédito). Acá una muestra.
Memorias, foto por Víctor Ruiz
 

 Crónica de la muerte del último cacique

 
Tensa la soga, cruje la rama.
zumban moscas azules.
Cede el cuello y se dobla.
Se agitan los pies en el vacío,
intentando la última carrera sobre la tierra.
Los hijos lloran al padre.
La noche se quiebra con sus espejos de lluvia.
Corren las ratas sobre los tejados de barro.
Los hijos lloran al padre.
Nunca sonaron tambores de guerra.
Los hijos lloran al padre.
Otro dueño tendrá la tierra.
Los hijos entierran al padre.
El último cacique ha muerto.
La tristeza aún sacude las hojas del árbol.
 

 

Crónica del sepelio de un capitán español siglos más tarde

 
El coche fúnebre es negro y solemne, traído desde Granada.
Los caballos son negros, resoplan y tiran espuma.
El cochero es un muchacho de rostro serio, no se inmuta
aunque zumben las moscas de abril frente a su nariz.
Viste traje negro y guantes blancos como todo empleado
de funeraria. El cortejo fúnebre avanza lento, seguido por
la banda militar, la guardia de honor y una multitud de curiosos.
Da un par de vueltas por la plaza, toma la calle real
donde pañuelos de lágrimas y pájaros tristes le saludan.
Llega hasta el mausoleo del viejo cementerio y regresa
al templo. Una cripta de cristal aguarda los huesos del ilustrísimo.
A partir de hoy sus restos reposarán junto
a los restos de notables y nobles,
como corresponde a un capitán de su estirpe.
Mientras tanto, escuchamos
el estruendo de las salvas y el ejército de sombras que se
alza silencioso a lo largo del vasto occidente.
 
 

Aquel verano del 91

 
El hermoso pargo rojo me miraba con los ojos donde
se perpetuó la muerte.
Yacía fresco sobre la piedra manchada de sangre.
Madre se afanaba quitándole doradas escamas, abriéndole
tajos diagonales en los costados, embarrándolo de sal, tendiéndolo
al sol, donde no lo alcanzaran los voraces pájaros o los gatos
marrulleros. Llovía  oscura arena y hedía a azufre.
Madre freía aquel hermoso pescado, hecho en trozos
que saciaran la gula de toda su prole.
Llovía oscura arena y hedía a azufre.
Era un día de abril, sentados todos en torno a la mesa,
madre repartía raciones de pescado, arroz y ensalada.
Yo regresaba de una guerra que nunca tuve.
Era abril, cumplía veinte años.
Madre se jactaba de su sazó.
Gatos y perros a colmillo y garra se disputaban escamas y espinas.
Yo regresaba y nuestro hermano partía a un lejano
país donde nunca llueve oscura arena, ni hiede a azufre.
Madre sonreía; tras aquella máscara escondía una pena.
Aún la esconde entre su pecho de plumas.
 

 

Devenir

 
Nunca alcanzó la otra orilla de la pista,
el autobús se detuvo de golpe y entre los pasajeros
hubo pánico. Algunos curiosos descendimos,
para ver la agonía del animal tirado sobre el asfalto.
Sangraba y daba patadas de moribundo como las
cucarachas que siempre mueren patas arriba.
Sentimos pesar por la noble bestia.
La semana siguiente pasé por el mismo lugar,
ahí seguía el caballo muerto, hirviendo de gusanos,
con los ojos devorados por los zopilotes, con las vísceras
verdeazules tendidas al viento.
Regresé nuevamente a aquel lugar,
del caballo sólo quedaban despojos,
un cadavérico esqueleto forrado con trozos
de tiesos cueros negros como en las películas del Western.
Aún merodeaban los zopilotes
y los gusanos se daban el último banquete.
En mi cuarto viaje contemplé
una osamenta blanca, expuesta al sol,
dominando el paisaje, como una gótica catedral
que se alza sobre un jardín  de zarzas.
No sé cuántas veces he hecho el mismo
viaje y me detengo en aquel lugar.
Del caballo no queda nada.
Las hormigas se pierden donde crece la hierba.
La pista es otra, los viajeros somos otros.
Olvidé muchas cosas, pero siempre
recuerdo la agonía y muerte del caballo,
quizás porque el destino de un perro,
un pájaro, una serpiente, una vaca, un caballo,
un asno, una flor o un hombre es el mismo.
 
 

Zapatos viejos

 
                                                Desde arriba nos miran
con la fatiga de caminos desandados,
con la lengua de fuera, con la suela de
pasos perdidos.
Desde arriba nos miran,
cuelgan en parejas o nones
como jardín de tallos calcinados,
como cementerio de infantes suicidas,
como paisaje de ahorcados.
Desde arriba nos miran
con la piel desgarrada, ciegos ojales,
y cordones deshilados.
Sin el color del estreno,
sin la alegría de los paseos, las citas o los
partidos de fut en la escuela.
Desde arriba nos miran
con la tristeza  de chavalitos motos que duermen
en los atrios de frías catedrales.
Desde arriba nos miran, 
lucen como espantapájaros, con sus almas vacías
con sus pasos sin huellas. Padeciendo el destierro
del camino, mordiendo la amargura del olvido.
Tendidos al viento, pendiendo de cables eléctricos.
Se deshacen sin pies que los calce,
sin camino que los sueñe
 
 

Nuestra casa flota entre sus muros

 
Nuestra casa flota entre sus muros
no hay tierra firme donde dejar caer
nuestras raíces.
Nuestra casa flota entre densas nubes
de plumas.
Tiene abiertas puertas y ventanas,
como agudos ojos que contemplan
el resplandor de la luna sobre los tejados.
Nuestra casa se aleja con el vaivén de las olas.
Los muebles, los retratos que cuelgan de sus
agrietados muros cantan su adiós
a la ciudad que un día los acurrucó en su regazo.
Los relojes tuercen sus agujas.
Lloran mis hermanos al pie de sus sombras encorvadas.
Mis padres dan pasos firmes hacia el abismo de los océanos.
El eco de sus sílabas vitales retumba en la garganta
de nuestras óseas flautas.
Nuestra casa deambula en nuestros sueños,
poco o nada queda de sus columnas o vigas.
Nuestra casa solo es un leve soplo de
frases y canciones de cuna.
Algo que dijeron mis padres o melodías
tarareadas por mis hermanos en vastos solares
cercados con cardones, piñuelas y pulidas lajas
arrebatadas a la garganta de los ríos.
Nuestra casa ya no es nuestra casa,
es una sombra, un trazo de luz cruzando
la vasta noche sin luceros.
Nuestra casa ya no existe.
Están las calles con sus pasos,
el solar con sus astros y caballos de madera
y el triciclo sin ruedas tirados sobre
los techos de zinc oxidado.
Todo está donde un día lo abandonamos.
Toda está, menos nuestra casa que ya no habita
entre sus muros, ajena a nuestros llantos.
Ah, nuestros corazones no entienden de partidas.
Se aferran a sueños e ilusorias posesiones.
 
 

Sin fe en los milagros

 
Se me doblan las rodillas de puro miedo.
Mi corazón es un caballo muerto que se
escapa por mi boca.
Huye, relincha, agoniza,
escapa del charco de su agitada sangre.
Todo está quieto…
Busca una burbuja de aire, un pez, un pájaro,
un monito de tinta, una gota de sangre
donde nuevamente palpite el milagro de las palabras.
 
 

El mar arrastra a las islas

 
Las islas van a la derriba.
En medio de la oscuridad
te dejas arrastrar por los ásperos
y húmedos potros de sal.
A lo lejos cantan las sirenas,
a lo lejos tus pupilas calcinadas divisan la
luz de los faros.  
A lo lejos contemplas
las ciudades amuralladas y las sombras de los
perros y los centinelas. Nunca te dijeron
qué hacer al momento del naufragio, nunca
te dijeron que tendrías que llevar una botella,
con viejos manuscritos, una hamaca
y un calidoscopio para decapitar el tedio.
Los inviernos en el voluminoso estómago
de una bestia marina son aburridos, solo ves esa marea
de peces intentando arrancarte los ojos.
Solo ves altos y cilíndricos muros, donde tu vida
se va en sueños y canciones que
te recuerdan las remotas islas.
Te dejas llevar por el sueño, tarde o temprano
terminarás en una costa. Para entonces no habrá
casta muchacha o perro que te hagan compañía. 
 
 

Durante algún tiempo

 
Durante algún tiempo
habitamos una pequeña casa
de altas paredes pintadas
de celeste como un vasto cielo.
Tenía un patiecito rectangular,
un cocotero, un mimbro
y un jardín que nunca floreció.
Llegaban los pájaros,
un ratoncito que se burlaba
de nuestro gato inepto.
Las hormigas hacían lo suyo…
Tirados en una hamaca las
contemplábamos, asombrados
de su terquedad y fortaleza.
Algo que nunca vimos en un hombre.
Las iluminadas horas de la tarde
eran nuestras predilectas.
Saludábamos a la ciudad,
con sus calles llenas de niños,
señoritas perfumadas y ancianos
columpiándose en sus mecedoras.
Al caer el ocaso, contemplábamos
al imponente astro deshaciéndose
en múltiples tonos, que iban del morado
a los más variables rosas.
Qué lejos miro todo esto:
los niños aquellos ya no son tan niños,
sobre las paralelas de cal deambula la tortuga
arrastrada por el diluvio y
las gaviotas como líneas
de tiza en la azul pizarra van escribiendo
melancólicas canciones.
 
 

Dos hombres

 
Dos viejos todas las tardes
juegan al ajedrez en una esquina del barrio.
La partida es la misma
de todos los días: sin vencedor, ni vencido.
Solamente ejercicio, pura rutina,
una manera más de encarar los días.
Para contemplar los ocasos manchados de plumas,
para ver  a los niños que regresan de la escuela,
para saludar a los amigos y a las muchachas
que retornan de las fábricas.
Se ponen tristes cuando ven pasar un funeral.
Saben, cualquier día llegará el temido jaque mate.
 
 

Paseo matutino

 
Atada a mis brazos como bejuquitos
que se aferran a las ramas del árbol.
Prendida a mi pecho como monita saltarina,
somos uno:
raíz y tallo
rama y hoja
ala y vuelo.
Tus pupilas se manchan con el mismo canto
con el que se manchan  mis ojos.
Tus oídos dibujan las formas y colores del viento.
Palpas y descubres las formas del vasto jardín.
Todo está verde, joven, reciente, todo está verde…
Nuestros pasos se ahogan en la húmeda alfombra del césped.
Un manojo de plumas zumba y sacude las ramas del
viejo guanacaste.
La música tensa sus cuerdas como sonoros cueros de res,
como lenguas de áspera sal que arrancan
sinfonías al mar y al viento.
Caminamos en vastos círculos,
vamos nombrando cada árbol, cada pájaro, cada animalito
que escala los muros y hurta los frutos.
Somos los nuevos inquilinos del más reciente paraíso,
lo descubro y lo aprendo de vos.
A vos te pertenece este milagro,
tu boca no conoce las palabras manchadas de odio.