El lugar donde verdaderamente habita la poesía
La poesía hispanoamericana de las primeras cinco décadas del siglo XX se caracterizó por una violenta experimentación formal y un alto grado de compromiso político; Vallejo, Neruda, Huidobro y Borges, esos cuatro jinetes de la Vanguardia, trazaron los derroteros por los cuales transitarían los poetas posteriores. Los herederos de la vanguardia se inclinarían por el malabarismo verbal de Huidobro, la condición humana de Vallejo, la lucidez irónica de Borges o el compromiso político de Neruda. Lo provinciano, la literatura del origen, la contemplación nostálgica de los románticos o la búsqueda de una edad de oro, no cabía dentro de la propuesta poética hispanoamericana, sería como reunir los fragmentos de una ciudad destruida o darle cuerda al reloj no para que avance sino para que retroceda; no obstante, en 1950, Jorge Teillier, poeta chileno, empezará a escribir una poesía que más tarde definirá como “poesía de los lares”, para Teillier la poesía lárica se caracterizará por la:
"búsqueda del reencuentro con una edad de oro, que no se debe confundir sólo con la de la infancia, sino con la del paraíso perdido que alguna vez estuvo sobre la tierra… Los poetas ya no se deleitan con la velocidad y el amor al futuro, incluso no les preocupa demasiado la posibilidad de los viajes espaciales, ni el progreso de la ciencia que, lo hemos visto, puede llevar finalmente al exterminio."
La poesía de Teillier, además, es un regreso al orden. Si sus contemporáneos exaltarán el deslumbramiento por la ciudad y sus ruidos trepidantes, él buscará la provincia, el paisaje y el paraíso perdido de la infancia; si aquellos afianzarán la relación estrecha entre ideología y poesía, él exaltará la libertad del individuo y sobre todo, la libertad de la poesía, pues, como afirma él mismo: Ninguna poesía ha calmado el hambre o remediado una injusticia social, pero su belleza puede ayudar a sobrevivir contra todas las miserias. En efecto, Teillier propone una poética contra el avance destructor del tiempo, en la que se integren todos los elementos del paisaje y de la vida, incluso, eso que le da sentido a la vida: la muerte. De ahí que en su poesía encontremos constantemente alusiones a los trenes que pasan, a las relojes, a las estaciones, a las lluvias, al forastero, al país del nunca jamás y a la infancia, todos estos elementos metafóricos del tiempo, pero no del que avanza, sino más bien, el de una época en la que el individuo estaba en contacto con las fuerzas terrestres, la poesía, la divinidad, el mito, el niño, la palabra.
Antes de iniciar un recorrido por la poesía de Teillier es importante aclarar que ese regresar al origen no debe entenderse como analogía de la propuesta narrativa regionalista, nada hay de regionalista en su poesía, ni mucho menos de folclórico, su intención no es la de configurar en su discurso un principio de identidad nacional, ni mucho menos latinoamericano. En un ensayo en el que habla sobre su experiencia poética nos deja claro que su poesía se arraiga tanto a los poetas de la provincia de Hispanoamérica: Velarde, Luis Carlos López, entre otros, como a la de esos terribles cosmopolitas: Darío, Huidobro. A estas influencias habría que sumarle a otros autores que son mencionados en sus ensayos, entrevistas y dedicatorias: Rilke, George Trackl, Gunnar Ekelof, Dylan Thomas, Alain Fournier, René Guy Cadou, Milocz etc. Esto nos demuestra que estamos frente a un poeta consciente de la tradición. Otro elemento a considerar es el tema de la infancia. En su poesía la niñez no aparece idealizada, ésta más bien se encuentra constantemente amenazada por el mundo exterior; la infancia para Teillier representa la edad perdida, ese momento en que el ser humano perdió la capacidad de deslumbrarse, de asombrarse frente al misterio de la existencia, nostalgia sí, nos dice, pero del futuro, de lo que no nos ha pasado, pero debería pasarnos.
Para ángeles y gorriones (Edición Puelche, 1956) es la ópera prima de Teillier, en este libro aparecen los elementos que configurarán su poética y ese tono de nostalgia y melancolía con el que el poeta abordará casi todos sus poemas. En El mundo que verdaderamente habito o la experiencia poética¸ Teillier nos advierte: “todos mis libros forman un solo libro, publicado en forma fragmentaria, a excepción de Crónica del Forastero. Me parece que difícilmente uno tiene más de un poema que escribir en su vida.” En ese sentido, su obra estará permeada por esos temas y tonos con el que irrumpió en su primera obra, por eso es que para este comentario sobre su poesía no nos limitaremos a un solo libro, sino que tomaremos poemas de toda su obra ya que esta mantiene una fundamental unidad (como Cántico de Guillén, La realidad y el deseo de Cernuda, Recolección al mediodíade Ernesto Mejía Sánchez o La insurrección solitaria de CMR).
Otoño secreto, es el primer poema de Para ángeles y gorriones, el mundo poético de Teillier inicia con una crítica a las palabras y las cosas.
Cuando las amadas palabras cotidianas
pierden su sentido
y no se puede nombrar ni el pan,
ni el agua, ni la ventana,
y ha sido falso todo diálogo que no sea
con nuestra desolada imagen,
aún se miran las destrozadas estampas
en el libro del hermano menor,
es bueno saludar los platos y el mantel puestos sobre la mesa,
y ver que en el viejo armario conservan su alegría
el licor de guindas que preparó la abuela
y las manzanas puestas a guardar.
Cuando la forma de los árboles
ya no es sino el leve recuerdo de su forma,
una mentira inventada
por la turbia memoria del otoño,
y los días tienen la confusión
del desván a donde nadie sube
y la cruel blancura de la eternidad
hace que la luz huya de sí misma,
algo nos recuerda la verdad
que amamos antes de conocer:
las ramas se quiebran levemente,
el palomar se llena de aleteos,
el granero sueña otra vez con el sol,
encendemos para la fiesta
los pálidos candelabros del salón polvoriento
y el silencio nos revela el secreto
que no queríamos escuchar.
La alusión al paso del tiempo aparece desde el título del poema “Otoño secreto”, como nos ha enseñado la tradición simbólica esta estación es un símbolo de la vejez, ese momento en el que abandonamos las “amadas palabras cotidianas” que nos unían al mundo y le daban sentido: las palabras son puentes entre el yo y el otro, entre el yo y las cosas; pero estos puentes se derrumban si no dialogamos con nosotros mismos; el diálogo con el interior nos permitirá reconocer que el exterior es un farsa, pues las palabras solo pueden darnos pálidos reflejos de las cosas; el dialogo silencioso con el yo nos “revela el secreto/que no queríamos escuchar”: el paso del tiempo. En este poema el deslumbramiento de la realidad se presenta antes que su comprensión, amamos las ramas que se quiebran levemente, el palomar que se llena de aleteos, el granero soleado y los pálidos candelabros, ese asombro de las cosas por encima de sus nombres solo se manifiesta en la infancia. Entonces lo que presenciamos es ese regresar al mundo de la niñez en el que no había un cuestionamiento de las palabras y su sentido, el yo lírico, con un tono de nostalgia, reconstruye a través de la turbia memoria del otoño ese paraíso que se perdió con el paso del tiempo.
Pero también en la poética nostálgica de Teillier hay espacio para la alegría, y así nos los hace ver nuestro poeta en un texto que lleva por título, precisamente, Alegría:
Centellean los rieles
pero nadie piensa en viajar.
De la sidrería viene olor
a manzanas recién molidas.
Sabemos que nunca estaremos solos
mientras haya un puñado de tierra fresca.
La llovizna es una oveja compasiva
lamiendo las heridas
hechas por el viento de invierno.
La sangre de las manzanas
ilumina la sidrería.
Desaparece la linterna roja
del último carro del tren.
Los vagabundos duermen
a la sombra de los tilos.
A nosotros nos basta mirar
un puñado de tierra en nuestras manos.
Es bueno beber un vaso de cerveza
para prolongar la tarde.
Recordar el centelleo de los rieles.
Recordar la tristeza
dormida como una vieja sirvienta
en un rincón de la casa.
Contarles a los amigos desaparecidos
que afuera llueve en voz baja
y tener en las manos
un puñado de tierra fresca.
Al igual que en el poema anterior, también en este hay una necesidad por recuperar el pasado. El paso del tiempo aparece aludido a través de los trenes que rielan en los que nadie viaja, la lluvia que lame las heridas hechas por el viento, la tarde que se prolonga en otra tarde y, sobre todo, la repetición en dos versos seguidos del verbo “recordar”. La llovizna y los vagabundos dormidos por el tedio bajo la sombra de un tilo sirven para construir la atmósfera de nostalgia y melancolía. No estamos frente a una poesía de la infancia, sino de una recuperación del paraíso de la infancia, de ahí que en vez de un sentimiento de tedio, lo que el yo lírico exalte es la alegría por todas esas cosas que se perdieron y solo pueden recuperarse por la memoria. Mientras haya un puñado de tierra fresca, el yo lírico no estará solo, porque tendrá el recuerdo.
En TWILIGHT o crepúsculo el hablante se pregunta ¿Quién recogerá esas manzanas / donde aún brilla un sol de otra época? Esa otra época es el paraíso mítico que existe dentro de un tiempo personal y subjetivo. Viajamos y viajamos/aún sabiendo que todo /no puede sino terminar /en una casa miserable desde donde se mira /esa luz obstinada en pelear contra la noche. La existencia para el yo lírico se presenta, y aquí nos recuerda a Ítaca de Kavafis, como un viaje continuo, no importa que al final lo que quede sean los despojos de un hombre en una casa solitaria, lo importante es el viaje y la lucha contra la noche, contra el tiempo.
¿Quién recogerá las manzanas
donde aún puede vivir un sol de otra época?
La ortiga invade el jardín.
El día no alcanza a refugiarse en la casa.
Para huir de la oscuridad sólo hay un tílburi cansado
que no se cansa de luchar contra la noche.
El país del nunca jamás (1963) es una colección de poemas en el que nuestro autor reconstruye la edad de oro a partir de la contraposición entre el mundo de la infancia y el mundo de los adultos. Ya desde el título el poeta se ubica en ese espacio mítico en el que los niños deciden no seguir creciendo, porque en el mundo de los adultos solo espera la tristeza, la desesperación, el dolor y la maldad consciente. Un desconocido silba en el bosque es el primer poema en el que se manifiesta la contraposición:
Un desconocido silba en el bosque.
Los patios se llenan de niebla.
El padre lee un cuento de hadas
y el hermano muerto escucha tras la puerta.
Se apaga en la ventana
la bujía que nos señalaba el camino.
No hallábamos la hora de volver a casa,
pero nos detenemos sin saber dónde ir
cuando un desconocido silba en el bosque.
Detrás de nuestros párpados surge el invierno
trayendo una nieve que no es de este mundo
y que borra nuestras huellas y las huellas del sol
cuando un desconocido silba en el bosque.
Debíamos decir que ya no nos esperen,
pero hemos cambiado de lenguaje
y nadie podrá comprender a los que oímos
a un desconocido silbar en el bosque.
Este poema tiene una estructura circular, empieza y termina casi con el mismo verso, de esta forma nos presenta un mundo cerrado y autónomo; el mundo infantil empieza a transformarse con la lectura de los cuentos de hadas, hay una atmósfera fantasmal que se evidencia por la presencia de lo boscoso, la niebla, el hermano muerto que escucha, la bujía que se apaga y ya no puede señalar el camino, pero ¿dónde se ubica este mundo, en el de la lectura o en la imaginación de quien la escucha?, la respuesta es clara: en la imaginación, de esta manera tenemos dos realidades: la de la imaginación del niño y el de la lectura del padre. Pero no podemos dejar de un lado ese verso un desconocido que silba en el bosque que se reitera a lo largo de las cuatro estrofas del poema. Presumimos que este desconocido es el mismo hablante que en la primera estrofa se ubicaba en el interior de la casa y que ahora se ubica en el exterior; ese desconocido que silba no es más que el niño transformado ahora en adulto que trata de entrar nuevamente a la casa, pero él ya no pertenece al mundo de la infancia, ni su lenguaje le sirve para comprender a ese niño que a través de la lectura del padre construía su propio espacio, lo único que le queda a este niño es silbar, cerrar los ojos y soñar con ese invierno que ya no es de este mundo, sino el de la infancia perdida.
En Juego también encontramos esa dicotomía entre el mundo de la infancia y el mundo de los adultos.
Los niños juegan en sillas diminutas,
los grandes no tienen nada con qué jugar.
Los grandes dicen a los niños
que se debe hablar en voz baja.
Los grandes están de pie
junto a la luz ruinosa de la tarde.
Los niños reciben de la noche
los cuentos que llegan
como un tropel de terneros manchados,
mientras los grandes repiten
que se debe hablar en voz baja.
Los niños se esconden
bajo la escalera de caracol
contando sus historias incontables
como mazorcas asoleándose en los techos
y para los grandes sólo llega el silencio
vacío como un muro que ya no recorren sombras.
La pugna entre el niño y el adulto es más evidente. El mundo de los niños aparece siempre dinámico y bullicioso, mientras el de los adultos estático y silencioso. La diferencia se presenta también en las alusiones al tiempo: para los adultos el fin del día es esa tarde de luz ruinosa y casi opaca, en oposición a la noche de los niños que se presenta luminosa porque es el instante en el que la imaginación se enciende como un tropel de terneros manchados. En la tercera estrofa el mundo infantil es más hermético, los adultos ya no pueden traspasarlo, ni imponer sus leyes y mandatos, sus palabras se derrumban ante la maravilla inexpresable, ellos solamente percibirán el silencio / vacío como un muro que ya no recorren sombras.
En el poema Los dominios perdidos, uno de los poemas más bellos, Teillier rinde homenaje a Alain Fournier, autor de una hermosa elegía a la inocencia perdida. Este homenaje al mítico novelista no es gratuito pues todo el mundo que habita su poesía está contenido en El gran Meaulnes: la pérdida de la inocencia, el despertar brusco al mundo de los adultos, ese contemplar la adolescencia como una nostálgica herida que no cicatrizará porque continuará sangrando a través de la memoria, el espacio mítico de la provincia y el mundo romántico de las ensoñaciones, todo esto evocado con tonos grises y melancólicos.
El poema retoma aspectos de la obra y de la vida de Fournier. Lo que nos importa destacar son los elementos que forman parte de la poética de Teillier. Ya un primer elemento se nos muestra con el título del poema: los dominios perdidos, son los lugares, el tiempo y la vida que han quedado sepultados en la infancia y en la adolescencia. El viaje hacia el pasado inicia con la acción de apagar las lámparas para recuperar los caminos, recordemos que la palabra “camino” desde Machado es un símbolo de la vida, entonces esos caminos no son más que la infancia y la adolescencia sepultadas en el tiempo; el hablante de pronto nos ubica en el contexto de la novela: Chapelle d´Anguillon, en 189…: un laúd roto, trajes de otra época, un granero de fiesta. Sin embargo, nos dice:
… lo que importa no es la luz que encendemos día a día,
sino la que alguna vez apagamos
para guardar la memoria secreta de la luz.
Lo que importa no es la casa de todos los días
sino aquella oculta en un recodo de los sueños.
Lo que importa no es el carruaje
sino sus huellas descubiertas por azar en el barro.
Lo que importa no es la lluvia
sino sus recuerdos tras los ventanales del pleno verano.
Lo que importa, como habíamos visto en Twilight, no es el día que se vive, sino los que quedan guardados en la memoria y nos sirven para luchar contra la ruindad del tiempo que todo lo corrompe y lo destruye. Lo que importa es retener en el recuerdo ese “realismo secreto” y personal, ese tiempo subjetivo en el que no se tiene consciencia de la muerte, porque precisamente se vive en la frontera entre la vida y la muerte que es la no conciencia del paso del tiempo y el dolor que este provoca en el espíritu.
La realidad secreta brillaba como un fruto maduro.
Empezaron a encender las luces de Lautaro.
Los niños entraron a sus casas.
Oímos el silbido del titiritero que te llamaba.
Tú desapareciste diciéndonos: «No hay casa, ni padres,
ni amor; sólo hay compañeros de juego».
Y apagaste todas las luces
para que viéramos brillar
para siempre las estrellas de la adolescencia
que nacieron de tus manos en un atardecer
de mil ochocientos noventa y tantos.
En la tradición poética hispanoamericana, la poesía de Teillier sobresale como una poesía de arraigo. En su obra es evidente la influencia de Huidobro, sobre todo en esas bellas imágenes que utiliza para construirnos el mundo de la infancia, pero también es evidente la influencia de los poetas modernistas y posmodernistas: Darío, Lugones, Herrera y Reissig y López Velarde. En ese sentido, es un poeta de la convergencia más que de la divergencia. Su obra, al contrario de la de sus contemporáneos, no tiende a la experimentación ni al compromiso ideológico. Como muchas veces mencionó en sus intervenciones en público y en sus ensayos, su compromiso no era solamente estético ni político, sino poético y humano. Las ideologías, como se ha comprobado, no resisten el paso del tiempo, una poesía política, como la moda, se desgasta, pues es efímera y se consume. Por eso es que sus temas son la recuperación del paraíso perdido, el mito, el amor y, sobre todo, esa infancia sepultada en la memoria.