El temor del deseo: El pudor del pornógrafo
Reseña de El pudor del pornógrafo, primera novela de Alan Pauls (Premio Herralde, 2003)
El pudor del pornógrafo (1984) relata los temores y contradicciones de cierto escritor anónimo. Confinado en su pieza, el protagonista dedica su tiempo a la escritura de cartas pornográficas. El deseo y las obsesiones de sus destinatarios consumen sus pocas energías. La interrupción de su rutina a consecuencia de los mensajes de su amante y el misterio que ronda los detalles de sus vidas determinan el centro del conflicto. El pudor se trata de la primera novela de Alan Pauls (Buenos Aires, 1959), el inicio de una obra caracterizada por la transgresión y la exploración obsesiva de ciertos temas. Una narración cuya fuerza se sostiene por el rigor de su construcción y la extrañeza que rodea la trama.
Aquí algunas consideraciones:
Conocí la obra de Pauls gracias a la lectura de El pasado (premio Herralde 2003), obra total, acaparadora, dispuesta a examinar un único tema a lo largo de más de quinientas páginas. Una narración proustiana, articulada en frases largas y cargadas de ritmo, enunciados subordinados, desviaciones, encabalgamientos lingüísticos, etc. El amor enfermizo de Rímini y Sofía descrito a través del síntoma —aproximación homeopática convertida en artificio literario—, el padecimiento de viejos amantes que se resisten (o dejan de hacerlo) a esa construcción sólida e inamovible llamada pasado. Quizás por el impulso de esta lectura, el descubrimiento de El pudor significó explorar el germen de una obra, una serie de conflictos que giran en torno a un mismo centro, el cúmulo de problemas y preocupaciones que terminarán definiendo un estilo, una manía literaria. Reeditada por Anagrama en el 2013, la novela incluye un extenso posfacio de manos del autor. El texto en cuestión reflexiona —entre otros puntos ya señalados en esta reseña— sobre la distancia que separa a un escritor de su primera obra. ¿Qué queda de un autor después de 30 años?, ¿qué tan impermanente es el oficio literario?. Pero mi interés por esta forma de lectura —¿cronológica, comparativa?— entre obras primerizas y obras maduras, responde a motivos más superficiales. Se trata de un impulso obsesivo, un vicio de lector por rastrear el origen de una poética, trazar un mapa de lecturas, de obsesiones que dan cuenta del proceso de formación de un autor. A través de la lectura de El pudor es posible intuir una genealogía, una especie de diálogo, el proceso de transformación de ese continuo —temático, estilístico, lingüístico, etc— llamado tradición.
El pudor forma parte de esa rara tradición que podríamos llamar literatura del aislamiento. Pienso en Un homme qui dort de George Perec; en Bartleby, héroe solitario por excelencia; en la obra completa de Franz Kafka. Novela de género, la narración se sostiene a través de la perversión de un procedimiento anacrónico: el relato epistolar se desvía, se transforma de manera enfermiza, parte del lugar común hacia la exploración de una conciencia particular. Las escenas pornográficas se multiplican a lo largo de la obra, se revelan poco a poco con la violencia visual y lingüística que las caracteriza (membranas, culos, vergas enormes penetrando por los orificios). Un recurso que contrasta con su construcción decimonónica, su tono en ocasiones victoriano que me hace recordar los textos de Poe o las novelas fantasmales de Henry James.
Pero la transgresión en la novela de Pauls supera el orden lingüístico y formal. Ocurre también desde el tratamiento temático de algunas de las preocupaciones centrales de la literatura. La soledad, el deseo, el amor —¿el amor?—, la violencia, la enfermedad, la escritura misma, etc. Elementos estructurados bajo una atmósfera asfixiante que —como en algunas novelas de Cărtărescu, Lulú para poner un ejemplo— transforman a El pudor del pornógrafo en un relato transgresor construido con las mismas claves estilística del siglo XIX. El juego con géneros menores (el diario, la correspondencia), el relato pornográfico, marginal y ausente del canon, y su vínculo con la gran tradición europea, revelan cierta familiaridad con los procedimientos de la literatura argentina de la época. La incorporación de elementos de la cultura pop (el relato policial en Piglia; el guión, el folletín, la narraciones rosas en Manuel Puig) sumados al rigor de su escritura, dan como resultado una obra capaz de provocar en el lector esa especie de desequilibrio y reconocimiento de ciertas perturbaciones ocultas de la experiencia humana.
El pudor, al igual que las películas de Hitchcock, parte del lugar común para luego transformarse en una suerte de objeto extraño. La trama es superada por la extravagancia del relato, por las imágenes y los temores reales o imaginarios de su protagonista. El tono, la atmósfera, la construcción de sus personajes constituyen un universo narrativo autónomo capaz de inquietar al lector con sus constantes exabruptos literarios.