Era hace una vez, una República que era un cráter
El año 2012 fue un año interesante para la poesía joven nicaragüense. Una serie de eventos menores para algunos, pero sin duda significativos para los irremediables rumiadores del fenómeno poético en nuestra modesta localidad actualmente destartalada por los destellos moribundos del siglo pasado. Carlos M- Castro, luego de un arduo trabajo de recopilación y poda que lo venía persiguiendo desde el 2006, logra publicar, con la ayuda de los amigos cercanos, su Antropología del Poema; Manuel Membreño, una de las voces más violentas, inteligentes e interesantes de su generación, publica sus Poemas sin Esquina a través de una editorial Salvadoreña en una convocatoria en la que resulta vencedor a nivel centroamericano, publicación que lo conducirá a un trabajo poético más reconcentrado, y que fructificará en su El Acto de amor de las cucarachas, merecedor del segundo premio de poesía María Teresa Sánchez del año 2014). La convocatoria para publicación de obras literarias del CNE, (Centro Nicaragüense de Escritores), de ese afortunado 2012 nos brindó, además de la publicación de La inmortal y otros poemas de amor, un poemario pleno de frescura juvenil, autoría de ese viejo mentor de jóvenes que ha sido para muchos Iván Uriarte, los poemarios de tres poetas de esta generación que aún no habían publicado en formato de libros sus respectivos poemarios: Rafael Mitre, con La Jauría; Enrique Delgadillo con La casa detrás del tiempo; y Marcel Jaentschke con su Dilatada República de las Luces. Una verdadera fiesta para la poesía joven de (para abusar de una metonimia del mismo Jaentschke) este viejo cráter polvoriento en que se ha ido convirtiendo la poesía en Nicaragua. Sin ánimo de restar méritos a los dos primeros poemarios mencionados, y ya que estas cuartillas, a medio camino entre la reseña y la reflexión, se enfocan en la obra de Marcel, tendré el descaro de decir que este poemario es el que llamó más fuertemente mi atención por la elaborada estructura dramática que posee. Una construcción verbal donde interpretación, diálogo y tradición conviven de manera autónoma en una tensión colgante sobre el abismo de la historia.
El poemario inicia, luego de las dedicatorias, con una cita (en inglés) de James Joyce sobre el juego de los fantasmas en el cielo atormentado del crepúsculo. Luego una cita de Leopoldo María Panero, sobre el destino de la poesía como antípoda de la naturaleza. Citas que actúan para recordarnos que estamos entrando bajo el pórtico de un escenario deudor de los grandes fundadores de la tradición poética contemporánea. Luego viene un Limen para ubicar en el tiempo y en el espacio el nacimiento de lo que el mismo autor llama sus “ejercicios poéticos”, pero que no es más que un pretexto para introducirnos en una especie de manifiesto personal, sin otra pretensión que ayudarnos a encontrar, en el norte de lecturas que convirtieron sus ejercicios poéticos en canto, el hilo que atraviesa, como un pathos recurrente, todo el poemario: La conciencia de la nada, y de la inutilidad de la literatura. ¿Es este Limen necesario para comprender el poemario o un mero alarde de lucidez intelectual que acepta la derrota y la condena antes de que el lector, (ese hipócrita despiadado que el autor, obsesivamente, no dejará nunca de tomar en cuenta), se encargue de derrotarlo, escupirlo, o condenarlo al ostracismo de la indiferencia? Es un juego inteligente, y no exento de cierta belleza nihilista. Aceptar que hemos fracasado antes de que empiece el vuelo o el partido, nos libera para desplegar todos los recursos a mano para contradecir, en un acto de fe que no niega el vuelo atroz sobre el vacío, la premisa de la derrota con al menos una línea que logre instaurar una imagen, llamarada perdurable, en la mente del lector menos complaciente a la hora del desafío. Pero más allá de ese truco inteligente, me gusta pensar que ese Limen contiene no sólo las pistas del leitmotiv del poemario: La nada del ser como proto-agonista de fondo, sino también, con una honestidad casi inusitada en los autores de su generación, un reconocimiento de sus propios límites en el mismo acto de fe que la materia de su canto le suscita.
La primera sección del libro se titula “Réquiem (De cómo las luces en El Bluff se apagan)”, y trae otra cita en inglés: un fragmento muy hermoso de John Donne que sirve de marco a la experiencia contemplativa del hablante poético delante de ese paisaje agreste y golpeador del Caribe nicaragüense, y que dirigido a un referente no específico, (que pareciera ser una especie de sujeto interlocutor amoroso del pasado), es al final sólo el pretexto para una reflexión impresionante sobre el proceso creativo que se divide en 152 versos divididos en dos secciones: “La Muerte de Cristal” y “Conversaciones con el abismo”. La voz poética despliega en este poema estupendamente logrado sus poderosos recursos imaginativos aunados a una sensibilidad para la reflexión filosófica y lingüística que difícilmente encontraremos en los poetas de su generación. El punto de partida, ese viejo puerto frente a la bahía de Bluefields al anochecer, pareciera ser un objeto poético pasivo típico del imaginismo exteriorista, pero es un engaño. Como siguiendo un misterioso plan interior la voz emigra, a través de poderosas imágenes venidas de otras latitudes verbales, del objeto “exterior” hacia otros derroteros que no excluyen el drama del sujeto imaginativo delante de la sospechosa naturaleza inquietante, materia errónea, del objeto dado.
“Como un canto para las olas del nombramiento de las cosas,
las olas que van y vienen en la espalda del mar,
donde las luces se esparcen
y el tiempo le inventa nostalgias al sol…así debería comenzar.
Pero no, yo he fundado mi causa en la nada
y mi canto es el alarido de un buitre que sobrevuela los desperdicios del silencio.
El vértigo del vacío. La nada creadora de la que sale todo
cuando el buitre se apoya en tus ojos, dibujando la noche,
cuando tu alma es un despojo en el que se construye
la arquitectura de las sombras.”
En todo el Réquiem rara vez la voz poética pierde la altura de ese ritmo imaginativo. ¿Cómo no seguir leyendo esos versos, (y luego todo el poemario), poderosamente hilvanados a lo largo de las dos secciones donde el recurso del intertexto, las imágenes visuales concretas, oscuras pero sorprendentes, van dejando entrever las otras voces que lo acompañan en su recorrido, ecos de CMR, y de la gran tradición vanguardista hispanoamericana, y por supuesto el correlato objetivo, sabiamente dominado, aprendido del T.S Eliot de The Waste Land?
“Queda tu nombre flotando en las hendiduras del recuerdo
como una luna enferma que se desmorona en la noche,
una extensión del abismo: Gott ist tot,
una superficie de flores: Les fleurs du mal,
y este universo de gemidos: Sick voices over the sky.
Y queda siempre el lenguaje, esa bestia impaciente
que espera detrás del tiempo,
las palabras que no ameritan ser dichas,
tu risa, tu pelo, tu acento…”
Las voces que pueblan con sus ecos esta voz, hacia ese velado referente femenino que escucha con inusitado interés el vértigo de las palabras sobre el vacío, no son meras floraciones parasitarias de las lecturas selectas, cultas y en apariencia difíciles, del hablante poético; son verdaderas voces tutelares nacidas de la anamnesis del lenguaje que, en una íntima comunión necrofílica, lo sostienen dentro del marco de una historia de la literatura mucho más iluminadora y nutritiva de la experiencia personal que el abismo de la historia que le ha tocado heredar en una tierra yerma de hombres huecos para la verdadera vida del lenguaje y de la imaginación. Veladamente, al cambiar un escenario de postguerra por otro (el significativo escenario nipón del génesis de la Era atómica), el poeta también emigra, muy a su pesar, de la cavernosa “patria” jurídico-geográfica, (esa oscura Res-pública platónica donde la utopía ha quedado destrozada), a la única patria que los poetas, eternos desterrados de todas las Repúblicas, son capaces de habitar: La Palabra. Y no cualquier palabra. La palabra poiesis, ónoma, nombre de su verdadero génesis o apocalipsis.
La segunda sección titulada “La bomba y sus habitantes”, es la más densa, y la más famosa, de todo el poemario. Veinte páginas divididas en ocho escenas con sus respectivos títulos, los primeros referidos a ese Voyage au fond de la nuit para conquistar el lenguaje y lo desconocido (tan caros a Céline, a Baudelaire, y a la más elemental búsqueda de los romances de la quest en latraditzio del mejor romanticismo; veánse la Escena primera y la Escena segunda, tituladas Romance de la conquista de la noche, yOrión te espera, respectivamente). Pero ambas secciones abren con subtítulos alusivos a su experiencia como estudiante residente de estudios extranjeros en Japón. El poeta, mezclado con los turistas en la mítica Kyoto, nos describe sus impresiones y meditaciones poéticas por la región de Kansai, y por los escenarios desoladores donde estallaron ambas bombas atómicas, como si el vuelo del Little Baby continuara sucediendo una vez más en el escenario de la memoria incendiada, un acto de teatro Kabuki donde, una vez y otra y otra y otra, El demonio agita la mano con una lentitud ceremoniosa.
En esta sección, concebida como un metraje cinematográfico, los elementos líricos subjetivos de Réquiem van cediendo paso a las meditaciones y a las imágenes dramáticas de este nuevo escenario, como si para el autor, siguiendo a su maestro T.S Eliot (su Virgilio personal por el purgatorio de la desolación atómica y antipoética), la poesía pasase a ser, más que un mero grito del corazón, un Drama, una dialéctica intensa de actitudes y de gestos en el correlato desintegrado de la historia.
“Mizu Kudasai. Mizu Kudasai.
Tormenta de fuego. Centellas sobre una isla.
¿Qué estrella alumbrará tanto dolor?”
La reflexión sobre la poesía y la historia, una de las características obsesiones del poeta, no en vano alumno atento de T.S Eliot y de Joyce, se desarrollan de una manera contundente en la Escena tercera: “Sonata Inconclusa a la destrucción de tu cuerpo”.
“Y cuando no quede nada.
Tirarse al abismo.
Nademos, derrotados de la historia.
En fila. Como una senda de orcos amaestrados.
(…)
En el fondo la poesía es eternamente una sola pregunta en caída libre.
-¿Cuándo? ¿Cuándo?
Hasta que te veo en llamas
perlada e ilustre,
muriendo con la paciencia del fuego.
Los soldados están dormidos”.
La meditación sobre la vocación autodestructiva que nos caracteriza como especie, la sombra mentora de T.S Eliot, y cierta gravedad de su ethos personal, libran al poeta de su tendencia lúdica hacia la antipoesía de Parra que, en estos textos se encuentra felizmente asimilada, y definitivamente superada. La experimentación espacial está sabiamente dosificada, librándolo de la pirotecnia del falso humor en que cayeron tantos seguidores del chileno. Tal vez la interpretación de Roberto Bolaño acerca de Parra, (sobre todo respecto de su amigo distante Mario Papascquiaro), pesa menos aquí debido a que podría pertenecer a una etapa ya superada por el sentido lúdico del poeta, como si después de esta Escena Tercera el poeta comprendiera que ante la Bitácora de la sangre, entre los fantasmas de los soldados que padecieron el resplandor de la bomba, y los más de 140 mil muertos atravesando el puente hacia el olvido bajo los monumentos en ruinas, ya no hay tiempo para los payasos falsamente hilarantes, esos infantilismos que ya no le sirven a nadie.
La presencia de CMR le otorga otro balance. Mezclado entre los turistas el poeta contempla con “la prudencia de las bestias al Infierno de Cielo”, y medita en la capacidad del lenguaje para evocar la llamarada de esas imágenes. Otra sombra que lo acompaña en su paseo por ese infierno desolado, (pero no abandonado por los demonios), es la sombra poderosamente benéfica de Rimbaud. Este lo regresa a su propio pathos, y lo distancia saludablemente de la interpretación baudleariana obsesivamente perfeccionista, mezquina, en la que lo hubiese sumido sin duda alguna, la sombra de CMR. Así , en la Escena quinta, titulada “Bestiario (Epitafio de una máscara)”, y que se divide en dos partes, la primera dedicada a Yukio Mishima, y la segunda, un soneto, dedicada a Yasunari Kawabata, nos muestra de una manera iluminadora, (más que la versatilidad mental, y la simpatía estética del joven estudiante latinoamericano, proveniente del ocaso de las izquierdas latinoamericanas, hacia dos estupendos escritores suicidas, ultraconservadores, casi mártires de la ultraderecha japonesa), el profundo pathos personal, definitivamente rimbaudiano, acerca de la Nada, esa epifanía de la verdadera vida que se encuentra ausente, y que es el legado que el Rimbaud de Une Saison en enfer le ha ofrecido a Jaentschke.
“Aquí se posa en silencio
la estética del engaño.
Aquí florecemos como un manojo de rosas muertas
sobre los alaridos de un alacrán.
(…)
Pesadumbre demencial, alimento del pájaro,
tintineos idiotas, el amarillento amanecer que soñáis (…)
Mudos los ojos, mudo el espejo:
La N A D A rimbaudiana
Vulgarizada
y falsamente vacía
¡Mi fea canción!”
Y precisamente es de un espejo , (de su Monólogo dramático especular, en la Escena sexta, entre los escombros ilustres de la plaza de la Paz en Hiroshima, entre los monumentos a las víctimas, y ante el domo de Genbaku; la cúpula en escombros que resistió la explosión del Little baby como una imagen de la poesía derrotada , pero incólume, una metáfora de la humanidad vencida, pero persistente), que la figura del poeta y de su pathos, regresará a nosotros, con el vuelo más exquisito de su Logos, como al principio del poemario.
“Tengo, del más bastardo de mis ancestros
-un maldito espejo alemán-
la convicción de saber que todo está perdido”.
Y la sombra protectora de Rimbaud acompañándolo en su último descenso:
“¡Escuchad qué hermosa canción la de mi suerte desesperada!
Era yo de plata y exacto al verse en mis adentros
la desmelenada película de la nada,
al verse los otros espejos como líquidos distantes que desvanecían
en sintonía con la crueldad de la música de los cascotes”.
La belleza de las imágenes no cede al desamparo de la caída:
“Tan solo reflejos distantes- ínfimas nubes vulgares de Apolo
para mi dionisíaca pretensión de un cielo-,
un atardecer sangriento que resplandecía con certeza única.
Oscuranas apócrifas todavía atrapadas en las garras del fuego.”
Para conducirnos a estas estrofas casi finales, que bien podrían tomarse, en la voz del espejo atómico, como una elegía del poeta escrita para sí mismo:
“Mientras que mi sombra triste se lamenta:
tanto esperar a uno mismo para acabar siendo nada.
(Porque la sombra sí,
esa sí la tengo en las entrañas).”
Es la sombra de la encarnación poética, capaz de brindarnos esos momentos fulminantes de auténtica epifanía, desde la oscuridad de su lucidez insomne, en uno de los momentos más bellos de todo el libro.
En la escena séptima (Sinfonía de los Argonautas) el poeta nos pasea por el Tetsugaku No Michi, El Paseo del filósofo, en Kyoto, con su jardín de cerezos invernales, metáfora de la sublime vacuidad asumida por el zen: una verdad profunda, lanothingness de nuevo como leitmotiv, pero que puede caber en una taza de té no apta para cualquier estómago. Sin embargo, el hablante poético se cuida bien de no caer en la candorosa pedantería del estudiante extranjero haciendo alusiones culturalistas al legado del maestro Nishida Kitaro, el venerable filósofo nipón que intentó, desde la filosofía zen, acercarse al legado de la filosofía occidental y que, irónicamente, fue acusado por los nacionalistas, en los albores de Pearl Harbor, de ser un pensador proccidental, y, luego de la guerra, acusado por los pensadores liberales de ser un curtido pensador nacionalista, defensor de la ideología que llevó al imperio a la catástrofe de las bombas atómicas. Y por ahí ya podemos comprender la simpatía mental del poeta por la sombra del maestro nipón. Pues él también se comprende como un outsider de otra postguerra, donde los nacionalismos de izquierda, o de derecha, ceden estrepitosamente ante el poder de su propia visión:
“Y aunque
el cielo se vista
de ángeles ebrios
-revolcándose en las alturas del
entendimiento-,
son unas
gaviotas negras
y acaso embellecidas por la luna
las que lo confirman:
Esto,
de una u otra manera,
siempre estuvo perdido.”
Es así como casi en el Acto final de este drama lírico:
“El poema cae en la historia como un buzo muerto en el ojo de dios.”
Y como un homenaje a la economía verbal de la traditzio japonesa, el poema termina con un Haikú que vuelve a tener como protagonista a la noche. La noche de la historia conquistada que se vuelve contra el poeta, y lo transfigura en una sombra contra la pared de la memoria, como una especie de mancha anónima no exenta de “una quimera de culpas”.
El libro no termina ahí. Un ejercicio a la manera de T.S Eliot titulado Otros lugares comunes y que lleva como epígrafe, precisamente, un fragmento de la segunda estrofa del primer movimiento de The Waste Land: The Burial of the dead, y que a Jaenschke le será útil para intentar exorcizar el demonio de la historia que lo persigue, como persiguió a T.S Eliot, a lo largo de todo su poemario. El poema se encuentra dividido en seis secciones, en números romanos, sin títulos.
“En este poema las soledades patalean confundidas.
Es en vano, lo saben, pero persisten.”
La historia concebida como night-mare, jinete de la noche, (en la frase acuñada por Joyce), un monstruo de pesadilla de la cual el poeta ha obtenido la visión de un cráter donde se encuentra sumida la palabra, siendo el cráter la palabra misma, a veces como una metáfora de la utopía desfondada de la República revolucionaria que algún día ciertos ilusos soñaron para Nicaragua.
“Un espectáculo mórbido:
El sueño de generaciones,
El sueño de mis padres.”
El verso leitmotiv se apodera del lector en el segundo movimiento:
“Soñé que la palabra era un cráter muerto. (…)
Pero por alguna razón
yo sabía que ese cráter era la palabra:
que esa oscuridad era mi generación”.
El defecto de Jaentschke en esa sección es haber sido demasiado complaciente con la palabra “desasosiego”. Acaso porque, en su intento fallido por exorcizarse del peso de la historia que lo atormenta, (historias patéticas de guerrilleros metidos a redentores y convertidos, muertos o muertos en vida, en carne para zopilotes que sobrevuelan los basureros del lago Xolotlán), acepta demasiado rápido ese término fallido (y demasiado pretensioso en mi modesta opinión), con que se encasilló a su generación. Tal vez esto sea debido a que los textos de estos lugares comunes, tan tediosos como la historia, tan trillados como la misma palabra “desasosiego”, provengan de su anterior poemario, titulado precisamente “Sobre el Desasosiego”, y que mereció una mención de honor en el premio de poesía María Teresa Sánchez del año 2011, donde su poemario sólo cedió el primer lugar ante, nada más y nada menos, que los poemarios ganadores de ese año, perpetrados por Edwin Yllescas e Iván Uriarte.
Como sea que en estas seis secciones Jaentscheke simplemente trate de ubicarse en las filas de su propia generación, asumiendo el perfil que casi al dedo les otorgaron, a mí no me deja de sorprender que un poeta tan bien dotado como él, con una formación tan multicultural, y una sensibilidad intelectual más lúcida y honesta que la mayoría de los poetas de su entorno inmediato, se haya ido de boca al respecto de ese término. Al fin y al cabo, cada quien asume sus propios demonios, heredados o no, de una generación a otra. Y lo que a mí me parece un desliz demasiado complaciente de su pensamiento poético, para usted, mi querido e hipocritón lector, podría estar plenamente justificado por las coyunturas de inicios de milenio respecto de esta generación. Con todo y mi suspicacia, cabe decir que esto no le resta ningún mérito a la capacidad verbal de Jaenstchke para pasearnos, con los ojos bien abiertos, (como él aprendió de T.S Eliot o de Roberto Bolaño) por la pesadilla de sus obsesiones históricas. La factura de sus versos lo salva de cualquiera de esos tropiezos. ¿Pudo exorcizarse de esos demonios enOtros lugares comunes? No lo sabemos. Tal vez aprendió que, siguiendo a Pound, (quien trágicamente no pudo cumplir la sabiduría de sus propios preceptos), no se debe decir en mal verso lo que se puede decir en buena prosa, y haya preferido últimamente trasladar a la narrativa, su combate personal con sus propias preocupaciones históricas.
Al final del poemario hay dos imágenes poderosas que no nos dejarán indiferentes. En primer lugar la visión, muy poderosa en Marcel, de la poesía como ese fulgor en medio de la desolación y del horror. Porque si bien es cierto que “El poema cae en la historia como un buzo muerto en el ojo de dios”, ese dios es Huracán, el corazón del cielo, y el resplandor que habita su ojo, como un niño dormido dispuesto, en la visión, a destruirlo todo, es el aliciente más original que se pueda encontrar en la divinización de lo espectral que transgrede la palabra de este intrépido poeta.
“Y qué hacer entonces
sino alimentar al monstruo
de la tormenta?”
La segunda imagen es la del esplendor de la nada. No se trata de la nada acongojada de quién ya no cree en religiones, ni en utopías futuristas. No. Ni si quiera la nada del lector clase mediero que se acaba de topar con Nietszche en una librería light, entre las 50 sombras de Gray y el último libraco de Pablo Cohelo, y hasta ahora se viene a enterar , contra los rosarios de sus abuelitos, que Dios estaba muerto. La visión de la Nada de esta voz poética es una visión celebratoria, heredada, en un diálogo hermenéutico personal no exento de ludismo (en el sentido en que Gadamer entiende el juego del lenguaje como definitorio de la capacidad humana de comprensión, y de asimilación de la tradición), con los grandes poetas contemporáneos que lo han precedido. El daimón poético de Marcel se goza en la Nada. Juega el papel de demiurgo y de liturgo del lenguaje sobre esa Gran Nada que es nuestra madre. Mater et mare monstrum. Y le advierte a los lectores, borregos bisoños, en la voz de uno de sus fantasmas, (guerrilleros fallidos o poetas de rasgos orientales acribillados a la orilla de un lago de mierda, imagen infame del infierno terrenal), “Ustedes ni de la muerte gozan”.
La negación, en la visión de Marcel Jaentschke, adquiere un poder liberador. No sólo porque la poesía a la larga sea para él “un grito de guerra perdida/en medio de una tormenta”, sino porque en todo este poemario intenso y memorable, su propia voz nos lo presenta como un espíritu errante que ha gozado de la nada como ningún otro. Y como ningún otro poeta de su generación, dotado de una lúcida conciencia lingüística, un pathos intenso, y una ética que no teme perder nada porque a la larga no tiene nada que perder… Jaenstcheke nos ofrece en Dilatada República de las luces, una imagen ascética de la poesía que ningún lector, verdaderamente interesado en el fenómeno poético actual en Nicaragua, debería pasar desapercibida.
Así que si te paseas por algún punto de ese mega cráter cuaternario plagado de metálicos árboles ridículos, busca Dilatada República de las Luces en las pocas tiendas de libros que aún nos quedan, y leed , maldito, leed, antes que el próximo sismo te asalte con su intenso rumor a terremoto.