Night terrors
Dos poemas de Hayley Mitchell Haugen traducidos al español por Ximena Gómez
¿Podrías dejar de silbar, por favor?
Mi padre está genéticamente programado
Para silbar “Hey Jude”. Yo lo escucho
al lavar los carros de mi infancia,
siempre tarareando, silbando,
con los hombros livianos.
Incluso, ahora a los ochenta,
alza un rodillo de pintura
como si fuera una melodía,
vuelve a repellar el azulejo del baño,
remienda un agujero del techo del vecino,
silbando a medida que trabaja, haciéndolo mejor.
Pero es otro el silbador que me persigue, mi tío,
que silba medio desnudo en la cocina
sobre cada pavo de Thanksgiving,
el sudor le rueda por la barriga enorme
que parece un embarazo imposible.
Incluso en los días de fiesta, no usaba más
que pantalón de baño, dejaba el pene gordo
colgándole obscenamente por fuera
de la pantaloneta. Yo no sabía
lo que era exhibicionista, sólo conocía
su silbido, el sonido hermoso y terrible
de ese tono perfecto: Neil Diamond,
Roger Whitaker, Cat Stevens.
Silbaba cualquier cosa que la familia bailara,
cada vez que sus dedos entraban en mí,
su callada sobrina, una niña, él silbaba.
Ahora, algunos días me sorprende
el débil silbido de mi esposo, que creo
que no merece el esfuerzo, pero cuando
acierta en la nota, se me eriza la piel.
Quiero pedirle: Por favor,
¿podrías dejar de silbar, por favor?
Pero no quiero ser esa niña estropeada,
esa persona que en la fiesta no puede apreciar
un poco de música.
Terrores nocturnos
El presidente está tomando hidroxicloroquina,
y tuiteó: "Empecé a tomarla porque creo que es buena.
He oído muchas historias positivas ". ¿Ha escuchado
las de los efectos secundarios? Nos preguntamos:
la agitación, alucinaciones, paranoia y psicosis. Y no olvides
los terrores nocturnos, dice mi madre, ¿Los recuerdas? Los recuerdo
y los he olvidado. Nunca había asociado mis vueltas en la cama
a medianoche, el despertar sobresaltado, los gritos, el precipitarse
de mis padres hacia mi cuarto con la droga genérica, Plaquenil,
que tomaba a los veinte años, no para el Covid, sino para el lupus,
el lobo que aullaba en lo más profundo de mis huesos.
Yo simplemente creía que seguía siendo un cuerpo poseído,
que tenía otra vez sueños con el “hombre oscuro”, que otra vez
me perdía entre las garras de mi torturador de infancia, quien vivía aún
a sólo unas manzanas de distancia, sin ser acusado, ni molestado.
Yo era aquella muchachita enmarcada en el corredor de mi madre,
toda ojeras y seriedad con mi vestido sin mangas de tela de retazos.
Tenía siete, ocho, nueve años… y a duras penas dormía,
no me concentraba, me rezagaba. Me habían pasado cosas
para las que no tenía palabras. Por la noche las revivía en sueños.
Cuarenta años después, el presidente se toma una pastilla
y se abre una puerta a mis primeros recuerdos.
Una imagen que siempre he mantenido, pero que nunca supe
donde archivar. Es un terror diurno, quizás una alucinación:
yo me columpiaba en el jardín, mi madre adentro,
hacía cosas de mamá y entonces lo veía, un hombre adulto,
con una cara oscura de lobo, al otro lado del muro de ladrillo
donde la lagartija del vecindario se asolea,
el muro que debe evitar que la gente de afuera entre.
De pronto, el corazón me late, me ruedan orines por las piernas.
Sin poder parar el columpio lo bastante rápido, pienso: por favor, por favor,
no abran la puerta. Esa noche me despierto entre las sábanas retorcidas,
enredada en el primer sueño con el "hombre oscuro".
Escúchame. No tengo veinte años, ni nueve, ni siete.
Casi no soy nadie.
Tengo tres años.
Will You Please Stop Whistling, Please?
My dad is genetically programmed
to whistle “Hey Jude.” I hear him
washing the cars of my childhood,
always humming, whistling, no weight
of the world upon his shoulders.
Even now, at age eighty, he hoists
a paint-roller with the ease of a tune,
replasters the bathroom tile, patches
a hole in the neighbor’s roof,
whistling his way, making it better.
It’s that other whistler who haunts me –
my uncle, whistling over each Thanksgiving
turkey, half-naked in his kitchen,
sweat rolling down his huge,
impossibly pregnant-looking belly.
Even on holidays, he wore nothing
but swim shorts. Outside, he allowed
his fat penis to loll obscenely outside
his gaping trunks. I didn’t know
exhibitionist, knew only his whistle,
the beautiful, terrible sound
of that perfect pitch. Neil Diamond,
Roger Whitaker, Cat Stevens –
he whistled whatever the family danced
to. Each time his fingers entered me,
his quiet niece, a child, he whistled.
Somedays now, I am blindsided.
My husband’s weak whistle, I think,
is hardly worth the effort, but when
he hits a note just right, my skin crawls.
I want to ask him, Will you please stop
whistling, please? But I don’t want to be
that woman, that damaged girl, that one
person at the party who can’t appreciate
a little music.
Night Terrors
The President is taking Hydroxychloroquine,
tweeting, "I started taking it because I think it's good.
I've heard a lot of good stories." Has he heard the ones
about side effects? we wonder: agitation, hallucinations,
paranoia, and psychosis. And don't forget the night terrors,
my mother says, don't you remember? And I do,
and I don't. I had never connected my midnight
tossing, the startled wakefulness, the screams
rushing my parents to my room, to the generic,
Plaquenil, I was taking in my twenties, not for Covid,
but for lupus, the wolf howling deep inside my bones.
I had simply thought I remained body-haunted,
was having my "dark-man" dreams, was lost, again,
in the grip of my childhood tormentor who lived, still,
just blocks away, unaccused, unmolested.
I was that young girl framed in my mother's hallway,
all dark circles and seriousness in my patchwork sundress.
I was seven, eight, nine . . . and barely sleeping,
not concentrating, falling behind. Things had happened to me
for which I had no words. At night I revisited them
in dreams. Forty years later, the president takes a pill,
and a door opens upon my earliest memory –
an image I've always had with me but never knew
where to file. This is a day-terror, perhaps hallucination:
I am swinging in the garden, my mother inside,
doing mother-things, when I see him, a grown man
with a dark wolf's face, on the other side of the brick wall
where the local lizard suns himself, the wall where the people
are supposed to stay on the outside.
Suddenly, my heart is pounding. Urine runs down my legs.
I can't stop the swing fast enough, thinking, please, please
don't open the gate. That night I awake in twisted sheets,
tangled in the first "dark-man" dream.
Listen. I am not twenty, or nine or seven.
I am hardly anybody.
I am three.