México casi de vuelta
Un poema de Ignacio Aru (Costa Rica)
MÉXICO CASI DE VUELTA
Mamá nunca quiso que visitara las casas de mis amigos,
pero ahora estaba por desaparecer en otro país.
En el aeropuerto hicieron quitarme los zapatos,
esperaban encontrar una navaja y una línea blanca sobre la media;
es mi cara de niño que se mueve,
solitario, yo les digo que afuera la luna es plateada
y solamente había llegado siguiendo las vías del invierno.
Me hacen pasar a la puerta dimensión ocho,
los ángeles verdes se pasean en los carritos
cambiando sus alas por las de una lapa
sentada sobre su tótem.
El lugar es igual a una sala de cine
donde se proyecta la película de mi primer viaje
a la tierra donde las ciudades se construyen sobre el agua
y las pirámides son una estrella más desde el suelo.
Llego al nuevo mundo
cuyo sol es más pálido y su cielo más grande,
llego al lugar donde los cerros se separan
y crecen las colmenas de robots.
En la estación,
ellos me observan con sus ojos mecánicos;
temo que sepan que en la maleta
guardo las cabezas de mis padres
y la sensación de sus cuerpos desprendidos,
cuando arranqué la aridez de sus besos.
Al fin estoy lejos, en un pueblo sin semáforos,
solo una luz morada que me deja pasar a donde quiero,
estoy en el país de los muertos, en la metrópoli de obsidiana,
en el jeroglífico de la flor que canta.
Alguien me espera sentado en una taberna,
la mujer del hotel dice que debo pagar cincuenta pesos más por una llave
y no ando nada.
Así que salgo por la puerta de atrás,
deslizado por el collar de luces
donde las casas tienen forma de calavera
y en las esquinas los gatos ciegos claman.
Entro por las puertas de una patada y una botella en la mano,
veo a Roberto con una sonrisa porque sabe que he llegado solo,
que el agua del parto se ha secado al fin
bajo el sol de la intemperie,
ya no duermo más como un feto con correa
y los primeros gritos de la vida se modera.
Salimos con los demás viejos,
discutimos en una gasolinera
cuánto vale un paquete de cigarros en Argentina y cuánto en Colombia.
Llegamos a la Posada del Diablo,
nuestros cuerpos neones brillan,
las luces y los cuerpos se arrastran en el suelo.
“¿Sabes amigo, que ya no hay suelo?”.
La mujer cabeza de Copihue me muestra sus senos,
nunca había visto unos,
dice que gira en órbitas de carne
mientras un santo baila en la punta de su lengua
que saca mientras toma mis sienes
y dice que soy solo un niño.
Regreso a mi habitación con una muchacha,
frente al espejo le digo
que voy a dibujar constelaciones con el rastro de mi semen,
voy a marcarla con un beso,
voy a construir una catedral para los dos.
Antes, pregunta por qué tiemblo
y suelto sus manos
y siento asfixiarme en el anzuelo del aire.
Me fugo en una camioneta amarilla
con una amiga del infierno, con un revolucionario,
un locutor y una química.
Me bautizan en el pedestal del fuego
con una inscripción en la frente
y de mi boca sale un cordón de gas que dice: “Chico dinamita”,
justo para caer sobre la ciudad de los edificios negros,
luego de que me bajaran al lado de un puente a media noche.
Estoy solo, con el signo marcado de la virginidad,
los vagabundos siquiera se detienen a inspeccionar mis ropas,
no tengo noción del volcán de nieve que se alza al fondo;
podría congelarme en la acera,
convertirme en una estatua que espera el amanecer
con el canto de un pájaro.
El ángel dorado baja de su pedestal
para llevarme al centro de la ciudad
a través de las arterias de los murales.
Desde arriba veo los puentes elevarse unos sobre otros,
los pequeños trenes se multiplican en los rieles magnéticos.
Aquí conservan las manos de sus héroes en mausoleos.
No estoy listo para regresar, he dejado un rastro de sangre
en alguna casa, en alguna familia, en algún camino.