En la tierra de las orquídeas, somos exóticos
Dos poemas de John Hicks traducidos al español por la poeta y traductora Ximena Gómez.
Taipéi
En Taipéi vi a un hombre con camisa blanca almidonada
y shorts de color caqui, en cuclillas en una acera de cemento,
inclinaba de lado a lado una jofaina de esmalte medio llena,
enjuagaba un trozo de intestino de cerdo, algo que antes
había servido para adivinar lo desconocido.
Lo sujetaba con una mano, empujaba un palo con gancho
A través de la víscera para enganchar y tirar el otro extremo
sobre sí mismo, como si al voltearlo al revés
pudiera cambiar el futuro.
Arrojó el agua a la calle, las últimas gotas
bendijeron la acera, se dio la vuelta para subir
las escaleras mal iluminadas de su piso,
para hacer salchichas, o tal vez una sopa.
Exótico
Al otro lado del agua, bajo los bombillos que cuelgan
sobre los contenedores de los muelles de los mayoristas,
las subastas rítmicas de las vendedoras de fruta
rebotan desde la oscuridad hasta nuestra ventana abierta.
En sarongas que les llegan al tobillo y chaquetas de algodón
para el frío del amanecer, las mujeres compran fruta
para los clientes que, apenas amanezca esperarán
en los muelles a lo largo de los canales de Thom buri.
Después, nuestra cocinera negociará con ellas
el precio de las papayas, las piñas o los mangos
recogidos ayer en las fincas del interior.
Les gusta preguntarle acerca de nosotros: cómo somos:
si nos gusta la comida tailandesa y si nos gusta picante;
qué nos va a cocinar hoy; cuántos años tenemos
y si tenemos hijos. Se dirigen a nosotros como
Nai y Madame, un trato respetuoso a pesar de nuestra
juventud. En la tierra de las orquídeas, de las casas de espíritus
y de templos con capiteles de agujas doradas, somos exóticos.
Mientras jalo la cobija sobre mi hombro
y me vuelvo a dormir, ellas cargan los botes,
arreglan las compras sobre hojas frescas de banano,
en canastas de junco. Esperan al sol,
esperan que este llegue al Chao Phraya,
y toque el capitel enorme del Templo del Amanecer.
Entonces se doblarán las sarongas alrededor de los tobillos
y al alejarse de los mayoristas,
se darán ánimos unas a otras
mientras se deslizan en sampanes
hacia los canales aún en tinieblas,
caen goticas de sus remos.
Taipei
In Taipei I saw a man in starched white shirt
and khaki shorts squatting on a concrete curb,
tilting a half-full enamel basin side to side,
rinsing a length of pig intestine—something that
would once have served to divine the unknown.
Holding it in one hand, he pushed a hooked stick
through the viscus to snag and draw the other end
back through itself, as if turning it inside out
could change the future.
Pitching the water into the street, the last drops
blessing the sidewalk, he turned to climb
the ill-lit stairs to his flat to make sausage
or perhaps soup.
Exotic
Across the water, beneath bulbs dangling
over the bins of the wholesale docks,
the rhythmic bidding of the fruit vendors
skips off the darkness to our open window.
In ankle-length sarongs and cotton jackets
against pre-dawn chill, the women buy fruit
for customers who, at first light, will wait
on docks along Thonburi’s canals. Later,
our cook will bargain with them over the price
of papayas, pineapples or mangos
picked yesterday on upcountry farms.
They like to ask her about us; what we are like:
do we like Thai food and do we like it spicy;
what will she cook for us today; how old we are,
and do we have children? They speak of us as
Nai and Madam—respectful addresses despite
our youth. In the land of orchids, spirit houses,
and gold-tipped temple spires, we are exotic.
As I pull the sheet up over my shoulder
and go back to sleep, they load their boats,
arrange purchases on fresh banana leaves
in reed baskets. They’re waiting for the sun,
waiting for it to reach across the Chao Phraya
to touch the giant spire of Temple of the Dawn.
It’s then they’ll tuck sarongs around their ankles,
and pushing off from the wholesalers,
they’ll call encouragement to each other
as they glide sampan-smooth into still dark canals,
small drops falling from their paddles.