El hombre enamorado de las tinieblas
Una selección de poemas de Jorge López (El Salvador), parte del poemario "Testamento de la sangre" (2022)
Testamento de la sangre
Estoy en la casa donde fueron cicatrizadas mis palabras. Donde el
bosque impone su dominio y cose con su musgo la voz de mi madre
que alguna vez flotó como plegaria en la retina angustiosa del eco de
este lugar: donde el niño se infectó de tiempo; donde la niña besó mi
rostro al besar al niño que, tatuado de preguntas, caminaba aturdido
de silencio. ¿Qué respuestas le daré al hombre que interroga con mi
sangre a la mujer que sembró cruces a la orilla de mi voz? Padre,
¿acaso he de enterrar mis párpados en la noche, para naufragar en los
labios de los muertos? Padre, adónde tu bandera de fuego, tus pasos
hacia la tierra prometida, si la sed se viste con mis sueños entre la
bruma matinal de los enigmas. «Padre, padre», grito en monólogos de
silencio para llamarme a mí mismo. Para encontrarme desnudo entre
la niebla de esta casa que nunca pude abandonar, a pesar de haberla
incendiado, las cenizas todavía caen como un largo epitafio sobre mis
recuerdos.
***
Madre, recuerdo estas paredes repletas de fotografías, y escucho el
susurro de la sangre de esos rostros arrojar su dolor sobre mis venas.
Y es mi mano a través de otras manos que crece como raíz hambrienta
de ojos. Madre, he aquí el hombre que utiliza como ventrílocuo a la
muerte y que retrata la siniestra fotografía de un tótem, construido con
los restos de nuestros cuerpos, al dorso de los naufragios. Madre, he
aquí el rito de mi desnudez en la patria de los mares.
No, no son las heridas ni su dolor el origen de nuestra miseria. Es no
aprender el idioma de la vida que deja su memoria en el lenguaje de
nuestras cicatrices.
No es la manzana el pecado original: la serpiente tan sólo es el brazo
que Dios extiende para ofrecer a la humanidad el corazón de su hijo.
Silencio, silencio, que Dios rompe las puertas de la madrugada, solo
para ver terribles arcángeles tapar mi sexo con su verdad.
***
Veo a los niños del verano dentro de sus madres
Dylan Thomas
Madre, te ruego que introduzcas las astillas de huesos que dejó mi
hermano, y que arranques de tus entrañas esa lágrima que cayó de la
muerte; esa que mañana será el hombre que recibirá migajas de la
mano de su padre. Ay, de mi sangre concebida de espaldas al madero.
Ay, de la fecha maldita de mi nacimiento, como ojo de la angustia en
los calendarios de tus nietos. Madre, arranca de tu vientre ese parásito
que trae en su frente los sellos de la peste, mañana será el hombre que
inmaculado cantará el réquiem que hará crecer crisantemos en la
pupila de su cadáver.
***
ya solo serás, para nosotros, el niño que besó la tiniebla
Miguel Ángel Espino
Hijo, a qué hora perdiste el rumbo en el laberinto de tu sangre, si mis
palabras siempre estuvieron a la orilla de la lluvia. ¿En qué momento
erraron tus ojos en la oscuridad: ese río de puertas/espejos que
atraviesa el hombre para reconocer sus heridas en los pozos de sus
lágrimas? ¿A qué círculo de tu infancia descendiste, para odiar la
sombra sedienta del hombre de muchos rostros, tras mis pasos? ¿A
qué círculo para recordar el nombre de todos tus padres, hijo legítimo
de mi desgracia? ¿En la cima de qué aullido levantarás la serpiente que
observarán tus hijos, cuando sean mordidos por las raíces del árbol
que está al centro de la vida? ¿Con qué mentiras vestirás sus sueños;
qué ídolos construirás con los huesos de tu familia? Hijo, no puedes
escapar de tu propia sombra. De la mano que atraviesa el pecho de tu
abuelo y toca como arpa las cuerdas vocales de tus nietos: esas
pequeñas criaturas que llevan girasoles podridos por las noches: como
si tu boca fuera una lápida. Hijo hay un eco en mi voz y no lo intuyes.
Escucha el tren que cambia su plumaje pero no la dirección de sus
rieles. En este viaje hacia uno mismo, en este viaje por la geografía de
mi sangre. Solo para encontrar en la oscuridad de tu propio nombre:
ese río de puertas/espejos donde la muerte espera para darte mi
mensaje: «hijo, solo serás para nosotros, el hombre enamorado de las
tinieblas».
***
Siento espacios que se abren dentro de mí como un edificio con habitaciones que
nunca he explorado
Westworld
Todo sitio en la caverna es el mismo sitio
Y en ella nada existe; todo está muerto.
Mira las enormes catedrales de esta cueva. Escucha los cánticos dulces y dolorosos
de los monjes de la sombra
Rolando Costa
«Recibe las sombras de estas imágenes», me dice el hombre de
vestiduras blancas. Mientras toca mi rostro y las sombras entran a los
huecos de mi sangre.
Las sombras tienen la piel de los mares.
Sus palabras son aves hacia la lluvia.
Y soy yo, creciendo por las escaleras; mi sangre escalando por las
paredes. Mi voz tocando los rostros de quienes habitaron la casa.
«Observa las arquitecturas del sueño. Recoge las estrellas de mis
lágrimas y limpia con el filo de sus picos, los huesos de tus cadáveres»,
me dice una niña con voz de anciana.
Su rostro, el silencio más profundo.
Sus manos, besos de luz a la orilla de otras lluvias.
«Toca mi boca y escucha el derrumbe de los muros que tienes dentro
de los huesos, siente cómo el ojo de Dios se abre en tu sangre, cómo
mis hermanos extienden las manos a través de tu rostro», me dice la
mujer, parada bajo la sombra de los naufragios.
Su voz, arrecife de labios.
Su ombligo, el origen del universo.
«Hija, ¿qué sol beberá la sed de tus pasos? ¿En qué lugar del desierto
despedazarán tus sueños? ¿En qué esquina del viento extraviarás mis
palabras?», lamenta un hombre con su pecho lleno de abismos.
Cenizas. Cenizas. Detrás de mis párpados. Detrás de mis huesos.
«Niño sin idioma, tu nombre será 1932, y se pronunciará con las bocas
de treinta mil muertos», grita el anciano que tiene la oscuridad del
sonido en sus dedos. Dedos que respiran por las escamas de la
memoria.
«Hijo único de las cenizas, Babel crece en tu interior. Babel es tu patria.
Lo dice la geografía de tus heridas. Lo dicen los niños decapitados que
brotan de tu sangre.
Setenta veces siete lo repiten los abuelos con su lengua cercenada en
1975, en 1833, en 1981.
«A nadie le importa la bandera de tus vísceras. Ninguna antorcha
encenderá en la luz de tus lágrimas, al interrogar a los muertos», dice
la anciana que mañana tendrá rostro de pájaro y que a la mañana
siguiente será mi novia o mi madre.
Entonces fueron los relámpagos hiriendo los calendarios.
Hombres y mujeres parados en mi mano izquierda.
Mujeres y hombres que decían: «Padre, muéstranos el origen de las
cenizas».
Yo abrí sus venas
y escucharon el color del tiempo.
Pero ellos no pudieron comprender
los símbolos de mi lenguaje.
Era 1997 en las caries de la niña, cuando dijo: «Padre, mañana serás la
lluvia. Mañana serás la madrugada rojiza que convertirá mis
pensamientos en mariposas.
Y serán los ojos de mi madre sobre sus alas. En las calles de la ciudad
esparcirán mi llanto.
Crecerán flores con olor a mi cáncer en los jardines de la casa que
habitarás junto a mis hermanos.
Y después de cuatro años, todavía será 1997, y me escucharás respirar
bajo la sombra de tu mano. Ese día no seré la lluvia, solo la niña con
dedos agrietados que dejará un girasol oscuro sobre tus labios».
(…) Ay del niño que quiso escuchar al mundo antes que a sus huesos
ay de sus manos quemadas en el rito de ojos bajo la piedra
porque sus lágrimas solo fueron resina para fogatas de niños muertos
ay de él que perdido en el bosque siguió a la niña deforme
esa que hablará cuando los trenes cambien los colores del sueño
Esa que dirá: escucha los gusanos de mi pecho
así las preguntas devoran tu carne.
***
«La sangre, la sangre es la llave de la Puerta», dijiste, y mirabas el
horizonte donde dos niños jugaban a romper una promesa. «La sangre
es la llave de la puerta», repetías y con los dedos sobre las piedras
dibujabas con tus lágrimas una oración parecida a los abismos. Yo dije
la plegaria y fui un hombre y una mujer y un niño, un ser hermoso
como un lirio bajo el nuevo sol de las praderas.
«Quién es el anciano que vaga por lo siglos y abre el firmamento con
su báculo», preguntaba. «Eres tú mismo. Observa como las estrellas le
obedecen», susurraba alguien a lo lejos.
«Ya no escribas esa oración porque no sé si soy ese hombre que arde
entre las sombras», te dije. «No eres nadie, tus sueños están enterrados
debajo de una cruz», dijo una mujer cuya alma era el cielo.
Entonces el anciano tatuó una constelación plateada sobre mi
osamenta y la mujer me dijo al oído: «deja que tu madre lave con sus
lágrimas y su cabello la obscenidad de tus labios».
«Pero tú no tienes madre, no tienes manos y no sabes soñar. Recuerda:
la sangre es la llave de la Puerta», dijiste y mirabas ese lugar donde
dos niños escribían en las alas de sus ángeles, todas sus promesas.