El hombre enamorado de las tinieblas

Una selección de poemas de Jorge López (El Salvador), parte del poemario "Testamento de la sangre" (2022)

A la deriva por Víctor Ruiz

Testamento de la sangre

 

Estoy en la casa donde fueron cicatrizadas mis palabras. Donde el

bosque impone su dominio y cose con su musgo la voz de mi madre

que alguna vez flotó como plegaria en la retina angustiosa del eco de

este lugar: donde el niño se infectó de tiempo; donde la niña besó mi

rostro al besar al niño que, tatuado de preguntas, caminaba aturdido

de silencio. ¿Qué respuestas le daré al hombre que interroga con mi

sangre a la mujer que sembró cruces a la orilla de mi voz? Padre,

¿acaso he de enterrar mis párpados en la noche, para naufragar en los

labios de los muertos? Padre, adónde tu bandera de fuego, tus pasos

hacia la tierra prometida, si la sed se viste con mis sueños entre la

bruma matinal de los enigmas. «Padre, padre», grito en monólogos de

silencio para llamarme a mí mismo. Para encontrarme desnudo entre

la niebla de esta casa que nunca pude abandonar, a pesar de haberla

incendiado, las cenizas todavía caen como un largo epitafio sobre mis

recuerdos.

 

***

Madre, recuerdo estas paredes repletas de fotografías, y escucho el

susurro de la sangre de esos rostros arrojar su dolor sobre mis venas.

Y es mi mano a través de otras manos que crece como raíz hambrienta

de ojos. Madre, he aquí el hombre que utiliza como ventrílocuo a la

muerte y que retrata la siniestra fotografía de un tótem, construido con

los restos de nuestros cuerpos, al dorso de los naufragios. Madre, he

aquí el rito de mi desnudez en la patria de los mares.

No, no son las heridas ni su dolor el origen de nuestra miseria. Es no

aprender el idioma de la vida que deja su memoria en el lenguaje de

nuestras cicatrices.

 

No es la manzana el pecado original: la serpiente tan sólo es el brazo

que Dios extiende para ofrecer a la humanidad el corazón de su hijo.

Silencio, silencio, que Dios rompe las puertas de la madrugada, solo

para ver terribles arcángeles tapar mi sexo con su verdad.

***

Veo a los niños del verano dentro de sus madres

Dylan Thomas

Madre, te ruego que introduzcas las astillas de huesos que dejó mi 

hermano, y que arranques de tus entrañas esa lágrima que cayó de la 

muerte; esa que mañana será el hombre que recibirá migajas de la 

mano de su padre. Ay, de mi sangre concebida de espaldas al madero. 

Ay, de la fecha maldita de mi nacimiento, como ojo de la angustia en 

los calendarios de tus nietos. Madre, arranca de tu vientre ese parásito 

que trae en su frente los sellos de la peste, mañana será el hombre que 

inmaculado cantará el réquiem que hará crecer crisantemos en la 

pupila de su cadáver.

 

***

ya solo serás, para nosotros, el niño que besó la tiniebla

Miguel Ángel Espino 

Hijo, a qué hora perdiste el rumbo en el laberinto de tu sangre, si mis 

palabras siempre estuvieron a la orilla de la lluvia. ¿En qué momento 

erraron tus ojos en la oscuridad: ese río de puertas/espejos que 

atraviesa el hombre para reconocer sus heridas en los pozos de sus 

lágrimas? ¿A qué círculo de tu infancia descendiste, para odiar la 

sombra sedienta del hombre de muchos rostros, tras mis pasos? ¿A 

qué círculo para recordar el nombre de todos tus padres, hijo legítimo 

de mi desgracia? ¿En la cima de qué aullido levantarás la serpiente que

observarán tus hijos, cuando sean mordidos por las raíces del árbol 

que está al centro de la vida? ¿Con qué mentiras vestirás sus sueños; 

qué ídolos construirás con los huesos de tu familia? Hijo, no puedes 

escapar de tu propia sombra. De la mano que atraviesa el pecho de tu 

abuelo y toca como arpa las cuerdas vocales de tus nietos: esas 

pequeñas criaturas que llevan girasoles podridos por las noches: como 

si tu boca fuera una lápida. Hijo hay un eco en mi voz y no lo intuyes. 

Escucha el tren que cambia su plumaje pero no la dirección de sus 

rieles. En este viaje hacia uno mismo, en este viaje por la geografía de 

mi sangre. Solo para encontrar en la oscuridad de tu propio nombre: 

ese río de puertas/espejos donde la muerte espera para darte mi 

mensaje: «hijo, solo serás para nosotros, el hombre enamorado de las 

tinieblas».

***

Siento espacios que se abren dentro de mí como un edificio con habitaciones que 

nunca he explorado

Westworld 

Todo sitio en la caverna es el mismo sitio

Y en ella nada existe; todo está muerto.

Mira las enormes catedrales de esta cueva. Escucha los cánticos dulces y dolorosos 

de los monjes de la sombra

Rolando Costa

«Recibe las sombras de estas imágenes», me dice el hombre de 

vestiduras blancas. Mientras toca mi rostro y las sombras entran a los 

huecos de mi sangre.

Las sombras tienen la piel de los mares.

Sus palabras son aves hacia la lluvia. 

Y soy yo, creciendo por las escaleras; mi sangre escalando por las 

paredes. Mi voz tocando los rostros de quienes habitaron la casa.

«Observa las arquitecturas del sueño. Recoge las estrellas de mis 

lágrimas y limpia con el filo de sus picos, los huesos de tus cadáveres», 

me dice una niña con voz de anciana.

Su rostro, el silencio más profundo.

Sus manos, besos de luz a la orilla de otras lluvias.

«Toca mi boca y escucha el derrumbe de los muros que tienes dentro 

de los huesos, siente cómo el ojo de Dios se abre en tu sangre, cómo 

mis hermanos extienden las manos a través de tu rostro», me dice la

mujer, parada bajo la sombra de los naufragios.

Su voz, arrecife de labios.

Su ombligo, el origen del universo.

«Hija, ¿qué sol beberá la sed de tus pasos? ¿En qué lugar del desierto 

despedazarán tus sueños? ¿En qué esquina del viento extraviarás mis 

palabras?», lamenta un hombre con su pecho lleno de abismos.

Cenizas. Cenizas. Detrás de mis párpados. Detrás de mis huesos. 

«Niño sin idioma, tu nombre será 1932, y se pronunciará con las bocas 

de treinta mil muertos», grita el anciano que tiene la oscuridad del 

sonido en sus dedos. Dedos que respiran por las escamas de la 

memoria. 

«Hijo único de las cenizas, Babel crece en tu interior. Babel es tu patria. 

Lo dice la geografía de tus heridas. Lo dicen los niños decapitados que 

brotan de tu sangre. 

Setenta veces siete lo repiten los abuelos con su lengua cercenada en 

1975, en 1833, en 1981. 

«A nadie le importa la bandera de tus vísceras. Ninguna antorcha 

encenderá en la luz de tus lágrimas, al interrogar a los muertos», dice 

la anciana que mañana tendrá rostro de pájaro y que a la mañana 

siguiente será mi novia o mi madre. 


 

Entonces fueron los relámpagos hiriendo los calendarios.

Hombres y mujeres parados en mi mano izquierda.

Mujeres y hombres que decían: «Padre, muéstranos el origen de las 

cenizas».

Yo abrí sus venas 

y escucharon el color del tiempo. 

Pero ellos no pudieron comprender

los símbolos de mi lenguaje.

 

Era 1997 en las caries de la niña, cuando dijo: «Padre, mañana serás la 

lluvia. Mañana serás la madrugada rojiza que convertirá mis 

pensamientos en mariposas. 

Y serán los ojos de mi madre sobre sus alas. En las calles de la ciudad 

esparcirán mi llanto. 

Crecerán flores con olor a mi cáncer en los jardines de la casa que 

habitarás junto a mis hermanos.

Y después de cuatro años, todavía será 1997, y me escucharás respirar 

bajo la sombra de tu mano. Ese día no seré la lluvia, solo la niña con 

dedos agrietados que dejará un girasol oscuro sobre tus labios».


 

(…) Ay del niño que quiso escuchar al mundo antes que a sus huesos 

ay de sus manos quemadas en el rito de ojos bajo la piedra 

porque sus lágrimas solo fueron resina para fogatas de niños muertos

ay de él que perdido en el bosque siguió a la niña deforme 

esa que hablará cuando los trenes cambien los colores del sueño

Esa que dirá: escucha los gusanos de mi pecho 

así las preguntas devoran tu carne.

***

«La sangre, la sangre es la llave de la Puerta», dijiste, y mirabas el 

horizonte donde dos niños jugaban a romper una promesa. «La sangre 

es la llave de la puerta», repetías y con los dedos sobre las piedras

dibujabas con tus lágrimas una oración parecida a los abismos. Yo dije 

la plegaria y fui un hombre y una mujer y un niño, un ser hermoso 

como un lirio bajo el nuevo sol de las praderas. 

«Quién es el anciano que vaga por lo siglos y abre el firmamento con 

su báculo», preguntaba. «Eres tú mismo. Observa como las estrellas le 

obedecen», susurraba alguien a lo lejos.

«Ya no escribas esa oración porque no sé si soy ese hombre que arde 

entre las sombras», te dije. «No eres nadie, tus sueños están enterrados 

debajo de una cruz», dijo una mujer cuya alma era el cielo. 

Entonces el anciano tatuó una constelación plateada sobre mi

osamenta y la mujer me dijo al oído: «deja que tu madre lave con sus 

lágrimas y su cabello la obscenidad de tus labios». 

«Pero tú no tienes madre, no tienes manos y no sabes soñar. Recuerda:

la sangre es la llave de la Puerta», dijiste y mirabas ese lugar donde 

dos niños escribían en las alas de sus ángeles, todas sus promesas.