La gracia y la renuncia

Cuento del escritor costarricense Marco Vinicio Aragonés, ganador del Premio Joven Creación 2012 de la Editorial Costa Rica.

Thomas Henry Dyer, 1867

Cuando acabaron los retumbos y por fin pudo salir al exterior, más que un sitio azotado desde el aire, la cuadra entera le pareció haberse transformado en los cimientos de unas ruinas apacibles, los restos de algo nacido ya en el propio abandono. 

Era así porque no había nada entre los escombros que pudiera denotar un indicio de vida previa, nadie había dejado nada, porque nadie dudó de Surrubiza[1] cuando les dijo que Cirmina era un punto vulnerable y que, aunque el refugio estaba lejos, si se apresuraban a cargar sus cosas en los camiones que él mismo les enviaría, sus casas deshabitadas serían la única pérdida que lamentar.

Pero él había decidido quedarse, no porque no creyera en las advertencias de Surrubiza, al que consideraba un líder inteligente y bien informado, sino porque él, a diferencia de sus vecinos, había dedicado su vida a los objetos, a la acumulación de cosas bellas, inútiles, y en aquellas circunstancias de prisa, también intransportables. ¿Cómo justificar el espacio que en los camiones ocuparían sus catorce ánforas sirias, sus cuatro draisianas[2], su colección de cajas fuertes? Y aún más, ¿quién dispondría sus fuerzas para ayudarle a cargar tales cosas?

Por eso, y por una mezcla de resignación y desidia, no atendió a los vecinos que se acercaron a tocar su puerta para avisarle que los camiones estaban por irse.

Y ahora se encontraba ahí, caminando entre los montículos de hierro y concreto desmenuzado a los que habían sido reducidas las construcciones haciéndolas, en su mayoría, irreconocibles unas de otras, un paisaje roído en el que, sin embargo, algo desencajaba, un detalle evidente, pero que solo notó al volver sobre sus pasos: intacta, como un monumento a la obstinación, su propia casa seguía en pie entre los escombros. 

Entonces el calor del mediodía empezó a pincharle las sienes, se sintió mareado y tuvo que sentarse al borde de la acera. La imagen de su casa sin un solo daño visible no solo era obscena, si no también amenazadora en sus consecuencias. 

¿Qué les diría cuando volvieran? ¿Qué no se explicaba su suerte? ¿Qué los aviones pasaron de lejos? Claro, le respondería alguno, tan de lejos que del resto del pueblo no quedó entera ni la campana de la iglesia.

En definitiva, un único milagro en medio de la desgracia general era, en el fondo, una carga vergonzosa; aunque quizá se confundía y su casa en pie era la señal inequívoca de una misión encomendada. Su techo podría ser ahora el amparo de todos, la piedra fundacional de la reconstrucción. No podía negar que la idea, vista de ese modo, tenía algo de inspirador. 

Pero la visión de las madres agradecidas entrando por la puerta, de los hombres estrechándole su mano compasiva, se opacó de inmediato ante la posibilidad de sus elefantes de porcelana entre los dedos pegajosos y torpes de los niños, de sus sillones y cortinas a merced de los cigarros encendidos de los hombres, de su baño ocupado siempre en las peores urgencias.

Tales premoniciones le hicieron reincorporarse. No había porque esperar un último avión rezagado, no lo habría de todas formas. 

Entró en su casa, bajó al sótano donde sus cosas permanecían a salvo y, tomando de entre ellas el pesado mazo heredado por su abuelo, subió de nuevo las escaleras. La solidaridad implica diligencia, le había escuchado decir alguna vez al propio Surrubiza, en esto pensaba mientras escogía la primera pared a derribar. 

Notas:

1. Martín Surrubiza Campria (1901-1946). Político revolucionario, líder de la facción socialdemócrata durante la Guerra de los Descampados de 1940.

2. Bicicleta sin pedales comercializada en Europa durante el siglo XIX