La plegaria de doña Jimena y el Credo Niceno: entre la realidad y la invención juglaresca

Mucho se ha debatido sobre el origen y la educación del autor del Cantar de Mio Cid. Este ensayo aclara aspectos esenciales de su cultura y sabiduría.

Glen Echo Park, Meryland. Mario Ramos.

 

A mi profesora Carmen Benito-Vessels,
por haberme transmitido la magia y la luz de esa edad maravillosa.

 

Y fue al Cid y le dijo: «Alma de amor y fuego, 
por Jimena y por Dios un regalo te entrego,     
esta rosa naciente y este fresco laurel».               

«Cosas del Cid», Rubén Darío

 

Introducción y propósito del estudio


Desterrado por el rey Alfonso VI a causa de los ardides de García Ordoñez, Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, prepara su partida. Mientras tanto, la voz de su esposa, Jimena Díaz, comienza a surgir en lo soterraño, tímidamente en la tiradas quince y dieciséis del Cantar de Mio Cid. Como si se tratara de un efecto acústico, los susurros de doña Jimena, que apenas se oyen en las tiradas anteriormente mencionadas, estallan y el volumen se eleva en la dieciocho. Postrada en el altar de la iglesia del monasterio de San Pedro de Cardeña, doña Jimena comienza la oración más extensa de todas las plegarias y fórmulas devotas que abundan en el poema. La suya está, como ninguna, cargada de gran sutileza litúrgica y alusiones bíblicas.

Sabiendo que el cuidado de sus hijas doña Elvira y doña Sol quedará en sus manos mientras el Cid regresa del destierro, bien podríamos utilizar para el fervor religioso de doña Jimena las palabras de Fray Luis de León (1527-1591) sobre la perfecta casada, posiblemente tejidas en base al papel de la mujer en la sociedad medieval. Dirá el asceta que en la mujer casada, a diferencia de las religiosas, para quienes el rezo pertenece a la condición propia de las desposadas con Cristo, «ha de ser medio el orar para cumplir mejor su oficio [y] ha de tratar con Cristo para alcanzar de Él gracia y favor con que acierte a criar el hijo, y a gobernar bien la casa, y a servir como es razón al marido» (La perfecta casada, 18).

Pero ¿cuánto de la Jimena real o de la idealizada yace en esa oración que corre desde los versos trescientos treinta al trescientos sesenta y cinco del Cantar de Mio Cid y nos presenta a una mujer docta, que no escatima en cultismos (eglesia, matines, laudare, etc.) y que conoce no sólo los evangelios canónicos sino también los apócrifos? ¿Es posible que una mujer de la Edad Media, aunque perteneciera a la nobleza, poseyera tanto conocimiento sobre la historia del pueblo de Dios, la Biblia y los ritos litúrgicos?

En su introducción al Cantar de Mio Cid, Ramón Menéndez Pidal fue categórico al decir que el poema había sido compuesto por un juglar mozárabe de Medinaceli, de enorme inspiración «caballeresca, no eclesiástica; juglaresca, no clerical» (Obras completas, 1171). No obstante, tal afirmación ha sido ampliamente cuestionada por reconocidos medievalistas como Alan Deyermond, quien en 1973 aseguró que el Cantar de Mio Cid «fue compuesto hacia finales del siglo XII, tal vez a comienzos del siglo XIII, por un único autor, un poeta culto, que muy bien pudo ser clérigo y ciertamente versado en cuestiones notariales y jurídicas» (Historia de la literatura española 1. La Edad Media, 91). Por su parte, Irene Zaderenko en «Plegarias y fórmulas devotas en el Poema de Mio Cid» es mucho más tajante al precisar «que hay suficientes elementos religiosos para probar que, en efecto, el PMC es producto de la cultura clerical de fines del siglo XII y, más concretamente, del monasterio de San Pedro de Cardeña» (221).

Así, por más datos que la historiografía pueda ofrecernos sobre Jimena Díaz —sabemos que fue una mujer letrada puesto que se la ve firmando documentos en los que dona el diezmo de todos sus bienes a la catedral de Valencia en 1101 y, dos años más tarde, en 1103, en otro documento en el que vende un monasterio de su propiedad a dos canónigos de Burgos—, jamás podremos acercarnos a esa Jimena real que tantas angustias debió padecer con las gestas de su marido y recluida con sus hijas en el monasterio de San Pedro de Cardeña. No obstante, su relevancia en el Cantar de Mio Cid se sustenta no sólo en encarnar el ideal de la «perfecta casada» sino por esa magnífica oración que entona justo antes de que su marido parta hacia el destierro.

En este estudio analizaremos dicha oración partiendo del papel de la mujer en la Edad Media, específicamente de una mujer de la alta esfera social como Jimena Díaz, emparentada con las casas reales de Castilla y León, y también la estudiaremos como una organización retórica que corresponde a los conocimientos canónicos, bíblicos y litúrgicos de un clérigo del siglo XII que, subrepticiamente, se evidencia en la estructura de la oración. Utilizaremos como eje central las definiciones que en los tratados de teología se tienen de la oración para contrastarla con oraciones similares que se encuentran tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. A su vez, tomaremos en cuenta el cambio de rito que se lleva a cabo en el siglo XII bajo el reinado de Alfonso VI, quién abandonó la liturgia hispánica o mozárabe por la romana, que entonces no consideraba el Credo Niceno —fundamental en la oración de doña Jimena— como parte de la liturgia.
 

Jimena Díaz: entre la mujer real y la mujer idealizada


Estando todo ser humano condicionado por la historia, se nos hace imprescindible revisarla. Hija de Diego Rodríguez, conde de Oviedo, Jimena Díaz fue pariente por línea materna del rey Alfonso VI. Su madre, Cristina, fue a su vez nieta de Alfonso V, de modo que, como asegura Menéndez Pidal —el primero en separar de la ficción la figura histórica del Cid y sus personajes—, «la mujer del Cid sería prima [tercera] de Alfonso VI, y no «neptis» [sobrina], como dice la Historia Roderici» (La España del Cid, 722).

Perteneciente a la realeza medieval española, Jimena Díaz fue educada en la corte de Castilla y León, posiblemente junto a las infantas doña Elvira y la futura reina de España, doña Urraca. Se sabe más: a diferencia del Cantar de Mio Cid, en la vida real Jimena tuvo tres hijos con Rodrigo Díaz de Vivar: Cristina, Diego y María. Por su abolengo nunca tuvo que trabajar puesto que tenía diversas propiedades, pero su vida como esposa del Campeador se vio repartida, quizás por las grandes ausencias del marido, entre la administración económica y legal de sus propiedades y la educación de los hijos.

Pero ¿cuántas vicisitudes tuvo que enfrentar Jimena Díaz, tomando en cuenta que la vida de las mujeres en la Edad Media era particularmente dura? El ejemplo más espeluznante es el de su pariente Urraca I, reina de Castilla y León, a quien Rodrigo Díaz de Vivar había visto crecer. Muerto el rey Alfonso VI y sin descendientes varones, el trono pasó a Urraca. La necesidad de prolongar y sostener el poder de las casas reales de su padre creó uno de los escándalos más grandes de la nobleza española de la Edad Media.

Muerto su primer esposo, Raymundo de Borgoña, Urraca contrajo segundas nupcias con Alfonso I, rey de Aragón, quien la brutalizaba hasta que la Iglesia tuvo que intervenir, divorciando a la pareja. Remontándonos un siglo más tarde, vemos a Estefanía Alfonso, hija ilegítima del rey Alfonso VII de León, apodada «La desdichada», muerta a manos de su esposo, Fernando Rodríguez de Castro quién, creyéndola infiel, la asesinó asestándole varias puñaladas, sin recibir castigo. De modo que si se revisa la vida de las mujeres de las casas reales tanto de España como en el resto de Europa, nos damos cuenta que su sino era más bien trágico en la Edad Media, no sólo debido al papel que jugaban en las alianzas reales, sino a la función procreadora a la que estaban adscritas, como todas las mujeres medievales y ante la cual se relegaba su educación.

Por comparación, el de Jimena Díaz es un destino particularmente amable. Para resguardarla de cualquier peligro y ante la inminencia del destierro, el Cid deja a Jimena protegida en el monasterio de San Pedro de Cardeña, bajo el cuidado del abad Sancho. Desde allí regentará Jimena sus bienes y velará por sus hijos. Mujer educada, administradora de sus riquezas y de gran poder de decisión, en el Cantar de Mio Cid Jimena resulta, sin embargo, un ente pasivo, que guarda grandes silencios. Ante esto, Marjorie Ratcliffe dirá:

Jimena no es una mujer real, tampoco está destinada a serlo. Ella representa un ideal: el de la esposa y madre perfecta, intocable e intocada por las preocupaciones de la vida cotidiana. No pide venganza por la afrenta de sus hijas tal como lo hubieran hecho otras heroínas épicas. Tampoco asiste a las Cortes o juicios por batalla ni acompaña a Rodrigo en el destierro. En el poema aparece demasiado perfecta, como un símbolo poco humano de la compañera ideal requerida por la figura del héroe santo. Producto de un autor que no conocía bien a las mujeres, ella es una presencia necesaria para la trama, pero de poco interés para el autor (Jimena: A Woman in Spanish Literature, 38-39, traducción hecha por el autor del estudio).

Sin embargo, para Luis Rubio García, la Jimena del Cantar de Mio Cid:

…constituye uno de los aciertos más logrados y humanos del Poema. El contrapunto delicado y femenino a tanto esfuerzo, penurias y luchas del Cid y los suyos. Supone asimismo un compendio de virtudes arquetípicas de la mujer medieval: religiosidad, recato, sacrificio, sumisión completa al hombre y al esposo, a quien contempla como dueño y señor. Quizás denuncia cierto complejo de inseguridad y falta de defensa en época tan dura, que hace a la mujer buscar cobijo y amparo en la fortaleza del marido» (Realidad y fantasía en el Poema de Mio Cid, 113).

Ese acierto seguramente descansa en la espléndida intervención en que da rienda a suelta a su voz por medio de la plegaria de la que venimos hablando. A través y gracias a ella, levanta la voz esa Jimena retraída y arrinconada en el poema, y sus virtudes quedan iluminadas. En el juego de luces y sombras, su imagen parece copiar a la de la Virgen María en el primer capítulo del Evangelio de Lucas, pues ésta muestra su fortaleza, virtudes y carácter al responderle a su prima Isabel con una oración en la que asume su destino como la futura madre de Cristo. Ambas, mujeres discretas, adquieren relevancia en los momentos más dramáticos de los textos a los que pertenecen, y revelan poseer gran conocimiento de la tradición que la primera perpetúa en lo que la segunda había gestado: el cristianismo.


La oración en el mundo judío-cristiano y la oración de doña Jimena en contrapunto


¿En qué consiste una oración? ¿Con qué fines y en qué momentos se dice? Si comparamos las oraciones encontradas en el Antiguo y Nuevo Testamento, todas resultan ser un diálogo con Dios y a la vez un ritual para recordarle el pacto entablado con su pueblo. Según el teólogo Xavier León-Dufour, «se ora a partir de lo que ha sucedido, de lo que sucede o para que suceda algo, a fin de que se dé a la tierra la salvación de Dios» (Vocabulario de teología bíblica, 611). Vemos, entonces, que tanto en el pueblo judío como en el cristiano la oración surge en momentos de peligro, de exaltación y júbilo o bien en momentos de desolación en los que se invoca la presencia divina.

Así, el profeta Daniel ora ante el destierro del pueblo de Israel en Babilonia diciendo: «¡Señor, Dios grande y terrible, que mantienes la alianza y la fidelidad con los que te aman y cumplen tus mandamientos… escucha la oración y las súplicas de tu siervo y mira con buenos ojos tu santuario arruinado» (Daniel, 9, 4-17). Siglos antes, momentos después de cruzar el Mar Rojo, Moisés había entonado una oración de alabanza: «Canto a Yahvé, esplendorosa es su gloria, caballo y jinete arrojó en el mar… ¿Quién como tú, Yahvé, entre los dioses?» (Éxodo, 15, 1-11).

Por su parte, el rey David, amenazado por sus adversarios, a quienes tacha de «leones», reza en el salmo 57: «Misericordia, oh Dios, misericordia, que busco refugio en ti, me cobijo a la sombra de tus alas esperando que pase el infortunio» (vers. 2). Ya en el Nuevo Testamento, la Virgen María ora al saber que será la madre de Dios con las siguientes palabras: «Alaba mi alma la grandeza del Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador» (Lucas, 1, 46-47).

Vemos, pues, que los hombres y mujeres de los textos sagrados acuden a Dios en momentos de gran dramatismo para implorar su auxilio, para alabarlo o bien para recordarle la alianza que ha establecido con sus hijos. Heredera de este pacto, doña Jimena también invoca a Dios en el momento más crucial del Cantar de Mio Cid cuando, víctima de la ira regia, su esposo debe abandonar las tierras de Alfonso VI. Durante la misa y embargada por la desolación, doña Jimena suplica a Dios que proteja a su esposo:

Ya Señor glorioso,          Padre que en el çielo estás,
Fezist çielo e tierra,          el terçero el mar,
fezist estrellas e luna          e el sol pora escalentar;
prisist encarnaçión          en Sancta María madre,

(vv. 330-333)

Desde el inicio, la oración presenta un denso contenido doctrinal. Doña Jimena va perfilando la historia del pueblo de Dios desde la creación del mundo narrada en el Libro de Génesis, específicamente en los versículos nueve y diez del primer capítulo: «Dijo Dios: “Acumúlense las aguas de por debajo del firmamento en un solo conjunto, y déjese ver lo seco”; y así fue. Y llamó Dios a lo seco “tierra”, y al conjunto de las aguas lo llamó “mar”; y vio Dios que estaba bien».

Acto seguido y de manera muy estilizada se salta Jimena unos versículos para llegar al día cuarto, y nos presenta su versión de la creación del firmamento —«fezist estrellas e luna          e el sol pora escalentar»—, sintetizando en este verso de gran belleza lo que dice el Génesis: «Hizo Dios los dos luceros mayores; el lucero grande para regir el día, y el lucero pequeño para regir la noche, y las estrellas » (1, 16).

Luego, en el verso trescientos treinta y tres —«prisist encarnaçión          en Sancta María madre»— nos arroja la primera clave para entender que la estructura de la oración, su marco general y todo lo que habrá de reconstruir, aunque con grandes rodeos lingüísticos, termina en una muy particular versión del Credo Niceno. También el credo es una oración, y quizás la más particular del misal cristiano, porque fue redactada tras el primer concilio de Nicea (325 D.C.) para combatir la herejía de Arrio de Alejandría, quien sostenía que el Hijo había sido creado de la Nada y, por lo tanto, no preexistía con Dios y no era Dios mismo. El Credo Niceno fue tajante ante esto y dirá:

Creo en un solo Dios,
Padre todopoderoso,
creador del cielo y de la tierra,
de todo lo visible y lo invisible.

Creo en un solo Señor, Jesucristo,
Hijo único de Dios,
nacido del Padre antes de todo los siglos.
Dios de Dios,
Luz de Luz,
Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado, no creado,
de la misma naturaleza del Padre,
por quien todo fue hecho.

(Misal romano, 438).

En su oración, doña Jimena comienza a hablar de Cristo y los detalles de su nacimiento que aparecen narrados en los evangelios de Mateo y Lucas:

en Belleem apareçist          commo fue tu voluntad,
pastores te glorificaron,          oviéronte a laudare,
tres rreyes de Arabia          te vinieron adorar,
Melchior          e Gaspar e Baltasar
oro e tus e mirra te offreçieron          commo fue tu veluntad;

(vv. 334-338)

En efecto, Lucas dice que Jesús fue adorado por pastores de la comarca: «Cuando los ángeles, dejándoles, se fueron al cielo, los pastores se decían unos a otros: “Vamos a Belén a ver lo que ha sucedido y el Señor nos ha manifestado”.» (2,15). Mateo, por su parte, narra la visita de los magos de Oriente que, «Entraron en la casa; vieron al niño con María su madre y, postrándose, lo adoraron; abrieron luego sus cofres y le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra» (2,11). Pero Jimena es más precisa y ofrece los nombres de los magos que Mateo no ofrece: «Melchior          e Gaspar e Baltasar». Tal conocimiento apareció en el apócrifo Evangelio armenio de la infancia (siglo V).

Seguidamente, doña Jimena se remonta a la era de los profetas, específicamente al profeta Jonás, a quien Dios libró de la furia del mar mediante un enorme pez que se lo traga y lo arroja en las costas de Nínive; y de Daniel, a quien Dios salvó de ser devorado por leones tras ser arrojado a un pozo por orar a Dios en contra del mandato del rey.

[salveste] a Ionás          quando cayó en la mar,
salvest a Daniel con los leones          en la mala carçel,

(vv. 339-340)

Doña Jimena pide la misma clemencia para su esposo y, aún más insistente, recurre a la historia de San Sebastián —«salvest dentro en Roma          al señor San Sebastián,» (v. 341)—, el santo romano martirizado con una lluvia de saetas y azotado hasta la muerte bajo el reinado del emperador Diocleciano, debido a que alentaba a los cristianos encarcelados por profesar su religión. Ante la alevosía de García Ordoñez y creando un paralelo con otro texto sagrado, doña Jimena pasa a evocar la falsa afrenta de la bella Susana narrada en el capítulo trece del Libro del Profeta Daniel —«salvest a Sancta Susana          del falso criminal» (v. 342)—, en el que dos jueces ancianos la acusan de adulterio y es salvada por la intercesión del profeta, quien descubre la mentira de los jueces:

A mediodía, cuando la gente se marchaba, Susana entraba a pasear en el jardín de su marido. Los dos ancianos la veían a diario cuando entraba a pasear y llegaron a desearla apasionadamente… Un día, mientras acechaban el momento apropiado, entró Susana como en días anteriores acompañada solamente por dos criadas y, como hacía calor, quiso bañarse en el jardín… En cuanto salieron las criadas, los dos ancianos se levantaron, se acercaron corriendo a ella y le dijeron: «Las puertas del jardín están cerradas y nadie nos ve. Nosotros te deseamos; así que déjanos acostarnos contigo. Si te niegas, te acusaremos diciendo que estabas con un joven y que por eso habías despedido a las criadas»… Daniel llamó a uno de ellos y le dijo: «Envejecido en la maldad, ahora reaparecen tus delitos del pasado, cuando dictabas sentencias injustas, condenando a los inocentes y absolviendo a los culpables… Si realmente la viste, dinos bajo qué árbol los viste abrazados». Él respondió: «Bajo una acacia»… Una vez retirado éste, mandó traer al otro y le dijo: «¡Raza de Canaán, que no de Judá; la belleza te ha seducido y la pasión ha pervertido tu corazón!... ¿Bajo qué árbol los sorprendiste abrazados?». Él respondió: «Bajo una encina»... Entonces toda la asamblea se puso a gritar a grandes voces, bendiciendo a Dios que salva a los que esperan en él (13, 7-60).

Doña Jimena continúa su plegaria relatando diversos episodios de los años del ministerio de Jesús:

por tierra andidiste          treinta e dos años, Señor spiritual,
mostrando los miráculos          por én avemos qué fablar:
del agua fezist vino          e de la piedra pan,
rresuçitest a Lázaro          ca fue tu voluntad;
a los iudíos te dexeste prender;          dó dizen Monte Calvarie
pusiéronte en cruz          por nombre en Golgotá,
dos ladrones contigo,          éstos de señas partes,
el uno es en paraíso,          ca el otro non entró allá:

(vv. 343-350)

Aunque todo parece estar contenido en los evangelios canónicos —el milagro en las bodas de Caná y la resurrección de Lázaro descritos en los capítulos dos y once del Evangelio de Juan, más la crucifixión en el Monte Calvario— el fino revestimiento teológico que rodea esta parte del texto nos advierte que hemos llegado a una parte crucial de la oración. En tenue lenguaje y de manera desapercibida, doña Jimena nos coloca en medio de un debate entre la Iglesia de Occidente y la Iglesia Oriental para el cual hasta el día de hoy no existe consenso, y lo hace en el verso trescientos cuarenta y tres —«por tierra andidiste treinta e dos años,          Señor spiritual»— mediante un adjetivo que en el conjunto del verso parece baladí, pero no lo es: «spiritual».

Como hemos visto anteriormente, la oración se enmarca dentro del cuadro del Credo Niceno, que en una de sus cláusulas, modificada en el Segundo Concilio Ecuménico de Constantinopla (381), afirma, en referencia al origen del Espíritu Santo: «que procede del Padre y del Hijo» (qui ex Patre Filióque et Filo), es decir, que el Espíritu Santo tiene una doble procedencia. La Iglesia Ortodoxa considera esto una herejía y sostiene que el Espíritu Santo sólo procede del Padre y, por consiguiente, su versión del Credo Niceno excluye el sintagma «Filóque et Filo».

Al incluir el adjetivo «spiritual» doña Jimena emparenta al Espíritu Santo con Cristo, defendiendo la postura de la Iglesia romana para la cual el Espíritu, es decir, la visión, el conocimiento y el estado íntimo del «ser» que embarga e iguala a Padre e Hijo, haciéndolos una sola sustancia. Es aquí donde el conocimiento de doña Jimena se eleva y alcanza niveles de exégeta, o sea, de una interpretadora de textos sagrados, en este caso del credo Niceno, y de una hermeneuta que conoce bien los pormenores de los debates teológicos.

En los siguientes versos ella seguirá dándonos pistas de todo cuanto conoce y que pone en movimiento para conseguir el favor Dios hacia su esposo:

estando en la cruz          vertud fezist muy grant:
Longinos era çiego          que nun[n]quas vio alguandre,
diot’ con la lança en el costado          dont ixió la sangre,
corrió por el astil ayuso,          las manos se ovo de untar,
alçólas arriba,          llególas a la faz,
abrió sos oios,          cató a todas partes,
en ti crovo al ora,          por end es salvo del mal;
en el monumento rresuçitest,          fust a los infiernos
commo fue tu voluntad,
quebrantaste las puertas          e saqueste los sanctos padres.

(vv. 351-360)

Doña Jimena recurre una vez más a los textos apócrifos para lograr que se cumpla su petición y narra el episodio en que el centurión romano Longinos —que en el Evangelio de Juan no tiene nombre— atraviesa el costado de Cristo con una lanza para cerciorarse de que estaba muerto y recibe el milagro de recuperar la vista. El soldado romano es descrito con su nombre en el capítulo siete de las Actas de Pilato o Evangelio de Nicodemo (siglo II): «…que fue crucificado en el Calvario en compañía de dos ladrones; que se le dio de beber hiel y vinagre; que el soldado Longinos abrió su costado con una lanza…» (Los Evangelios Apócrifos, 431).

Luego de haber expuesto su conocimiento bíblico y eclesiástico, en la parte final de la oración doña Jimena se dirige directamente a Cristo para que proteja a su esposo, y pide la intercesión de San Pedro para que guíe los pasos del Campeador a fin de que vuelva a reunirse con su familia:

Tú eres rrey de los rreyes          e de tod el mundo padre,
a ti adoro e creo          de toda voluntad
e rruego a San Peidro          que me aiude a rrogar
por Mio Çid el Campeador          que Dios lo curie de mal;
quando oy nos partimos,          en vida nos faz iuntar.

(vv. 361-365)


La voz narrativa de la oración: ¿doña Jimena o el juglar?


Para el estudioso Juan Victorio, doña Jimena —como otras mujeres en la épica castellana— está relegada a un segundo plano, como esposa y madre, y no como la mujer de grandes decisiones que fue en la vida real. De acuerdo al medievalista, el juglar arrincona a Jimena en la sombra y asegura que, «más que personaje, es una simple figurante» («La mujer en la épica castellana», 76). Y continúa diciendo que el «autor del Cantar no considera oportuno el detenerse con esta dama ni siquiera para mostrar el dolor que le produciría la deshonra sufrida por sus hijas» (76). A este argumento, Mercedes Vaquero añadió recientemente que «en el CMC, Doña Jimena es una figura eminentemente pasiva y diríase que su autor hubiera devaluado el papel de la esposa del Cid por razones artísticas propias» y que «si a Doña Jimena se le hubiera dado el papel de dama noble que le correspondía, se habría desvirtuado el proceso de reivindicación de la segunda ofensa recibida por el héroe en el poema» (La mujer en la épica castellano-leonesa en su contexto histórico (98-99).

Por tanto, su intervención más extensa en el poema es la oración que hemos analizado, en la que el juglar la utiliza y se viste de ella para desplegar todos sus conocimientos litúrgicos y teológicos. Arropado con el traje de la esposa del Cid, el juglar desata un manantial de conocimientos propios de un clérigo, y lo hace de una manera tan suave, tan tenue, tan delicada, que sólo una lectura profunda y respaldada por una cultura bíblica más o menos apreciable orillará al lector a comprender que la Jimena real ha quedado soterrada bajo el ingenio literario del juglar, ya que es él quién en verdad está hablando. Por eso, Irene Zaderenko ha enfatizado que el Poema de Mio Cid «es la única gesta castellana cuyo héroe expresa con fervor y constantemente su ilimitada fe en Dios. Por tanto, me parece muy probable que el autor fuera un monje de Cardeña que escribía para difundir la “historia” del héroe enterrado en la abadía, donde se generó gran parte de la leyenda cidiana» (236).

El hecho de que el Cantar de Mio Cid narre las peripecias del destierro de Rodrigo Díaz de Vivar por órdenes de Alfonso VI, remite a un hecho importante llevado cabo durante su reinado, y este consiste en el cambio de rito. Alfonso VI abandonó el ritual mozárabe, mucho más rico en ornamentaciones, por el romano, el cual buscaba unificar la liturgia en toda Europa simplificando el lenguaje.

Suponemos que el juglar del Cantar de Mío Cid bien conocía que en el rito mozárabe el Credo Niceno tenía diversas variantes y se le añadían elementos decorativos. Un dato crucial es que el rito mozárabe introdujo el Credo Niceno en la misa en siglo VI por disposición del Tercer Concilio de Toledo (589), mucho antes que llegara a ser parte del rito romano, al que no se introdujo hasta el siglo XI por órdenes del Papa Benedicto VIII. En el ritual mozárabe o hispánico el credo se reza justo antes de la oración del Padrenuestro, es decir, en el momento más crucial de la misa en el que el vino y el pan se convierten en la Sagrada Forma. Y, pues, a través de doña Jimena el juglar nos presenta su versión del credo intercalándolo con los pormenores del nacimiento de Jesús, los milagros de Jonás, Daniel, San Sebastián y la bella Susana, y con episodios narrados en el Nuevo Testamento y en los Evangelios Apócrifos, haciéndonos saber, mediante toda esta ornamentación que, aunque ya el ritual romano había restringido los elementos decorativos en el Credo Niceno, el rito mozárabe había permeado profundamente en el acervo popular en la península ibérica y bien sabe hacer uso de él.

El hecho de que doña Jimena pida la intercesión de San Pedro remite, a su vez, al monasterio de San Pedro de Cardeña, bajo cuya advocación, como insiste Irene Zaderenko, estaba regido el monasterio. Más aún: el monasterio también se regía por la Regula de Sancti Benedicti, o Regla de San Benito, acogida por la mayoría de los monasterios durante la Edad Media, y en la que en el capítulo LXVII ordena a todo monje a punto de emprender un viaje que rece una oración:

Los monjes que van a salir de viaje se encomendarán a la oración de los hermanos y del abad, y en las preces conclusivas de la obra de Dios se recordará siempre a todos los ausentes. Al regresar del viaje los hermanos, el mismos día que vuelvan, se postrarán sobre el suelo del oratorio en todas las horas al terminarse la obra de Dios, para pedir la oración de todos por las faltas que quizá les hayan sorprendido durante el camino viendo alguna cosa inconveniente u oyendo conversaciones ociosas. Nadie se atreverá a contar a otro algo de lo que haya visto o escuchado fuera del monasterio, porque eso hace mucho daño. Y el que se atreva a hacerlo será sometido a sanción de la regla (181-182).

Siendo el «juglar» miembro del monasterio de San Pedro de Cardeña, bien conocía estas oraciones de partida, o Itinerarium, de la cual se valdrá, a través de doña Jimena, para pedir la protección del Cid, que en el poema adquiere cualidades de santo al serle fiel, contra todas las adversidades, a su rey y a su religión. Pero, ¿por qué utilizar el credo como marco de la oración? Puesto que el Credo Niceno es una profesión de fe que rechaza tajantemente las herejías, el juglar está poniendo en boca de doña Jimena las palabras precisas para proteger al Cid quien, en el destierro, matará a infieles. Así, implícitamente, está pidiendo la venia de Dios para llevar a cabo su empresa.

 

Obras citadas


Biblia de Jerusalén. Bilbao: Desclée de Brouwer, 2003. Impreso.

Deyemond, Alan. Historia de la literatura española 1: La Edad Media. Barcelona: Editorial Ariel, 1994. Impreso.

La regla de San Benito. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1979. Impreso.

León, Fray Luis de. La perfecta casada. Madrid: Colección Austral, 1957. Impreso.

León-Dufour, Xavier. Vocabulario de teología bíblica. Barcelona: Editorial Herder, 1988. Impreso.

Los Evangelios Apócrifos. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2003. Impreso.

Menéndez Pidal, Ramón. La España del Cid. 2 vols. Madrid: Espasa-Calpe, 1969. Impreso.

—. Obras completas. 8 vols. Madrid: Espasa-Calpe, 1946. Impreso.

Misal Romano. Madrid: Conferencia Episcopal Española, 2009. Impreso.

Poema de Mio Cid. Ed. Ian Miachel. Madrid: Clásicos Castalia, 1984. Impreso.

Radcliffe, Marjorie. Jimena: A Woman in Spanish Literature. Maryland: ScriptaHumanistica, 1992. Print.

Rubio García, Luis. Realidad y fantasía en el Poema de Mio Cid. Murcia: Biblioteca Filológica, 1971. Impreso.

Vaquero, Mercedes. La mujer en la épica castellano-leonesa en su contexto histórico. México, D.F.: Universidad Nacional Autónoma de México, 2005. Impreso.

Victorio, Juan. «La mujer en la épica castellana». La condición de la mujer en la Edad Media.

Madrid: Universidad  Complutense y Casa de Velázquez, 1986. Impreso.

Zaderenko, Irene. «Plegarias y formulas devotas en el Poema de Mio Cid». Revista Olivar No. 10, (2007): 219-242. Impreso.

Roberto Carlos Pérez

Nació en 1976 en Granada, Nicaragua. Es autor del libro de cuentos Alrededor de la medianoche y otros relatos de vértigo en la historia (2012 y 2016) y editor de José Emilio Pacheco en Maryland (1985 - 2007), ensayos en homenaje al poeta mexicano, y de El vampiro (1910), novela del poeta y narrador hondureño Froylán Turcios. Ha publicado cuentos y ensayos críticos en revistas como eHumanista, especializada en temas cervantinos y medievales; CarátulaCírculo de poesía; El Hilo Azul, editada por el Centro Nicaragüense de Escritores; Lengua, de la Academia Nicaragüense de la Lengua; La Zebra;  … Más del autor

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