La sonrisa de un replicante: Seis apuntes personales (más un reclamo) para “El monstruo de mi madre”

Comentarios (irónicos y reflexivos) sobre la nueva obra de Alberto Sánchez Arguello

 

Fotos de Manny Vanegas

1. Tiscapa, 2010. Empieza Blade Runner Blues. Estamos en un taller de narrativa con Isolda Rodríguez para ANIDE. Aprovecho y compro varios ejemplares de la desaparecida revista de la Asociación, busco poemas de Andira Watson, Eunice Shade, María del Carmen Pérez Cuadra, Gema Santamaría. (Diminuto shout-out a aquellas reseñas de Helena Ramos que tanta falta hacen). Me acompaña Mario, aunque brevemente; tiene que salir huyendo porque un sazonado escritor no deja de tirarle el cuento. Quiere llevarlo a almorzar a Valenti’s Pizza. El taller toma dos sábados en total; la canción va por el minuto 3. He creído siempre que los talleres de creación literaria funcionan como la gripe regular: aparece sin previo aviso y luego de hacer ligeros estragos por doquier, desaparece sin más, con la poca importancia que en realidad merece. La canción continúa. No necesito otro sábado para darme cuenta que ningún taller me hará escritor y que la mitad de las personas que estamos acá jamás llegará por completo a explicar este exigente oficio sin cancanear. Hay quienes ya ni intentan. Si lanzarse de cabeza a esa poza poco profunda no es otra cosa que una mezcla de proeza y estupidez, ¿qué tipo de hombre encontraría divertido este brevísimo descenso al desastre? El sábado siguiente hablamos de Borges. Mario termina aceptando una nueva invitación. Alberto Sánchez Arguello aparece en el taller en una sonrisa al minuto 07.25.

2. En “El aguinaldo de los huérfanos”, Rimbaud presenta a dos niños que buscan a su madre en una helada mansión. Mientras los pequeños ansían el rêve maternel que el poeta compara a una tibia alfombra, Alberto sabe que una madre también puede ser cama de clavos, sendero de brasas. También lo sabe su más reciente obra, “El monstruo de mi madre (estaciones y relatos)”, publicada por Anamá Ediciones en Nicaragua y España. Este avivado Colin Clive deja que su monstruo-madre recorra con torpeza los zaguanes de la memoria. No lo condena, pero tampoco perdona. En esta historia, el monstruo no es perseguido hasta el molino ni es purificado por las llamas.

3. Me pregunto cuántos traumas habrá recibido Alberto. Porque el único patrimonio real de los nicaragüenses es el trauma. Los traumas de nuestros padres, nuestros abuelos; traumas pasados de generación en generación, como un estreno de veinticuatro que siempre estira o los jeans de The Sisterhood of Traveling Pants. Pero nuestro trauma (que etimológicamente no es otra cosa que  una lesión, una herida) jamás sana. Al contrario, evoluciona. Para Alberto no es distinto: su novela funciona como un checklist de todos los traumas históricos que nuestros padres nos han  heredado. Muerte. Abuso. Abandono. Y no, no voy a terminar el tercer apunte con un llamado a la empatía, ni pidiendo que obviemos los errores del pasado (te hablo a vos, MRS). Reconozcamos primero que estamos enfermos y quizá entonces podamos empezar tratamiento.   

4. Por mucho que la novela insista en hacernos creer que esta historia es fruto del desorden, sería tonto no reconocer que estamos ante dos monstruos bien ordenados, planificados con lujo de detalle. En esta diégesis habita una dupla grotesca: Madre e Hijo. La Madre azogada por los vapores de la locura, y el Hijo asediado por los secretos y la culpa. Si ninguno de los dos ha sido el encargado de su derrotero, ¿a cuál vale la pena temerle?

5. Al igual que K en Blade Runner 2049, Alberto avanza al lado del relato de su familia con maestría, aprovechando la perpendicularidad de su propia historia. Ya sea yendo del duelo a la nostalgia, o de la condena a la expiación, “El monstruo de mi madre” funciona como un puente, levantado por Alberto y su intento de comprender a su madre, una mujer no muy diferente al resto de nuestros madres; madres que al igual que sus madres fueron amamantadas por el trauma y que hicieron lo mejor que pudieron en un país que de entrada las cataloga de enemigas. ¿Vamos después a fingir sorpresa cuando este monstruo que hemos creado, en lugar de amenazarnos con garras y colmillos, nos llama con paciencia y suavidad a su regazo?    

6. Dice Susan Sontag en “Ante el dolor de los demás” que visitar una galería de arte para mirar fotos de guerra representa un horroroso acto de explotación. Algo muy parecido se ha conseguido con esta novela. Lejos de sanar las heridas de la memoria, o humanizar el retrato de su madre, el lector es invitado (por quién si más si no Alberto) a un laberinto de espejos donde cada pared revela una amenaza peor: los monstruos no son reales. Me pregunto cómo, aun sabiendo esto, Alberto decide perderse con gusto por sus esquinas. Me pregunto si siente miedo, pero inmediatamente me respondo que no, sería tonto. Su monstruo lo acompaña. Ambos sonríen.   

7. ¿Cuándo el libro de ilustraciones, man?