Lugares que no existen

Cambiar la cordillera de los Maribios por la del Cáucaso. Impresiones de un nicaragüense que vive a orillas del Caspio.
Discovery, escultura de Lucy Glendinning. Foto por Chris Beckett.

Salís a caminar creyéndote un explorador. Tras veintiocho años viviendo en el lugar donde naciste e hiciste casi todo por primera vez [hablar, leer, besar, perderte...], ahora estás en el aprendizaje de andar con vos tu hogar a todas partes. Esta ciudad donde te toca criar al recién nacido que trajiste del otro lado del mundo, donde de pronto no entendés ni eme, donde supiste al fin qué cosa eran las estaciones [llegaste en lo último del invierno, y tu primera noche acá te recibió una aguanieve ligera que el ventarrón hacía parecer tormenta]; esta ciudad extraña, en fin, se te presenta amable y agresiva por igual. Salís a caminar y el recorrido inicia una mañana primaveral en tu nuevo vecindario.

Tu nuevo vecindario incluye un par de hospitales, varios edificios multifamiliares, algunas casas desvencijadas y un reclusorio de mujeres; tiendas de abarrotes, oficinas del Estado y de la compañía petrolera nacional, sucursales bancarias; un parque con abetos y sin juegos, una fuente y varias bancas; hotel de paso, edificios en construcción. Tu nuevo vecindario parece un meridiano ejemplo de lo que llaman gentrificación. Podés verlo: vehículos BMW, Porsche, Maserati ruedan sobre caminos que seguro tendrán mejores días, su asfalto vencido, algunos todavía sin acera ni cuneta.

Saliste a caminar por este vecindario de un área llamada antes Ciudad Negra. El mal olor acá, te contarán luego, era hace unos años poco menos que insoportable: nadar [casi literalmente] en petróleo al parecer produce náusea. Esta ciudad donde te toca reinventar lo cotidiano es la capital de uno de los veinticinco países que más producen crudo en el mundo, uno de los veinte que más lo exportan —y que tienen mayores reservas— y uno de los pocos que prácticamente no lo importan.

 

Azerbaiyán vio una especie de época dorada desde más o menos principios de siglo. Su producto interno bruto creció entre el 2000 y el 2009 a un ritmo de en torno al diez por ciento cada año, e incluso entre 2005 y 2007 por encima del veinticinco por ciento (¡34,5 % en 2006!). Fue varias veces en ese período la economía nacional con mayor crecimiento anual del mundo. A la par, sin mayor sorpresa, los precios internacionales del petróleo fueron subiendo cada vez más hasta superar aquellos históricos cien dólares por barril (casi 150 en julio de 2008 como máximo). Y, si bien la economía azerbaiyana empezó a contraerse en 2010, no fue sino hasta 2015 que los habitantes de esta antigua república soviética costera del mar Caspio y atravesada por buena parte de las montañas del Cáucaso sintieron un sacudón cuando su moneda sufrió un par de devaluaciones importantes. Hasta entonces un dólar o un euro valían menos que un manat, la orgullosa moneda azerí cuyos billetes actuales comparten diseñador con los de circulación común europea.

Nada de esto, por supuesto, roza siquiera tu mente cuando atravesás la calle en dirección al mar y dejás atrás la esquina del reclusorio de mujeres y un edificio en obras. Ahora ves una escuela que antes te ocultó el invierno [dirías que acaban de inventarla] y se te ocurre que las palabras que te escribió una amiga hace unos días —¡tú vives en una ciudad que no existe!— pueden tener algún sentido. Vivís en un lugar al que antes de saber que te mudabas de Managua jamás habías nombrado. Bakú era el gato de Erwin Schrödinger cuando tu esposa te propuso las mil y unas cuantas noches más a doce mil kilómetros de todo lo que habías conocido. Bakú podía con igual probabilidad existir o ser una invención de tu Sherezade.

O, como quizás habría dicho el físico, esta ciudad transcaucásica podía en ese momento, para vos al menos, ser y no ser real al mismo tiempo. Una fluctuación que, sin querer entrar en los terrenos cuánticos, sentís de pronto al empujar el cochecito con tu bebé en él mientras tus pies te llevan en dirección al centro. Pensás en cuántas veces has intentado iluminar los mapamundis mentales de quienes te preguntan acá tu procedencia. Ese país donde naciste y a donde no sabés cuándo volvés [o si volvés] es poco más que cuatro sílabas formando una palabra grave en el momento en que tratás de recrearlo al pronunciar su nombre. Un ejercicio inútil que te hace preguntarte si no naciste también en un lugar inexistente.

 

Dos hombres jóvenes acaban de doblar la esquina y caminan hacia vos. El de la izquierda trae de capa una bandera azerbaiyana; esta mañana ha habido una demostración de apoyo popular a las fuerzas armadas. En prácticamente cada edificio ondea el azul-rojo-verde/media-luna-estrella, incluso en los ya más de seis salones de belleza que has contado desde que empezó tu caminata. Ambos se inclinan ante el bebé y uno de ellos trata de hacerlo sonreír. Será una escena recurrente mientras vivás acá: a tu hijo recién nacido le harán obsequios y mimos y pedirán a Alá que lo proteja. Ves cómo se alejan los chicos nacionalistas y te disponés a atravesar la calle. Notás, o así creés hacer, que esta vez hay más agentes policiales en el cruce. Los dos sedanes Mercedes Benz que hacen de patrullas, estacionados a un costado del Museo de Arte Moderno, refuerzan tu impresión.

La obviedad te invade y se te ocurre que el conflicto con Armenia tiene que ver con esta alteración del día a día de Bakú. A inicios de este abril las dos antiguas repúblicas soviéticas reanudaron una guerra parcialmente congelada desde mediados de los noventa. El vecino del oeste apoyó a principios de esa década los reclamos de independencia que salían de la región de Nagorno Karabaj, administrada hasta entonces por Azerbaiyán; se desató allí uno de esos conflictos que el colapso de la Unión Soviética desparramó a lo largo y ancho del este de Europa, de los cuales muchos aún continúan latentes [en Georgia, por ejemplo, hubo combates en agosto de 2008 que derivaron en la declaración de independencia de las regiones de Osetia del Sur y Abjasia, con apoyo militar y político de la Federación Rusa… el conflicto en este país, que comparte también frontera con Azerbaiyán, viene de la misma época; solamente cuatro países, entre ellos Nicaragua y Venezuela, reconocieron a los «nuevos» estados].

Pretendés, sí, que no te importan mucho los detalles de una realidad que hace unos meses desconocías por completo. Que lo que ocurre a menos de cuatrocientos kilómetros de donde ahora caminás con tu hijo esta tarde de primavera no te importa demasiado. Que Azerbaiyán sea uno de los diez países con mayor gasto militar —en proporción a su producto interno bruto— del mundo. Que Armenia sea el décimo. Que, aunque provea armas a ambos, la Federación Rusa tenga un acuerdo de defensa con Armenia que la obliga a actuar en su favor de ser necesario. Que el Caspio, que podés ver a tu izquierda, sea un mar interior cuya jurisdicción comparten Azebaiyán, Irán, Kazajistán, Turkmenistán y Rusia… Son datos que de todas formas en este momento, cuando has llegado ya a una tienda de autos Ferrari, frente al Emporio Armani del centro comercial Port Baku, desconocés y que sabrás hasta que varias semanas después, en los primeros días del otoño, estés sentado en el sillón reclinable que ya te habrá llegado de Managua acabando de escribir un texto donde contés lo que es vivir en una extrañeza como esta.

 

Sentado en la sala del apartamento desde donde se puede ver la cárcel de mujeres, un edificio en construcción y el mar, recordarás este paseo que iniciaste tras dejar a tu esposa en el edificio donde se encuentra su oficina. Ella se quedó y vos y tu bebé se fueron bordeando la estación de metro Xetai, a la que habías entrado unos días antes para ir a una oficina de migración. Aquella vez te impresionó que fuera tan profunda: luego verías que los peldaños de la escalera eléctrica están numerados y sabrías que hay más de quinientos entre la superficie y la plataforma de abordaje. Te había impresionado también —aunque no solo en el subte— que las mujeres fuesen siempre tan bien vestidas y arregladas, que parecieran tan atractivas.

En esta ocasión, antes de que el paseo comenzara, te detuviste a ver cómo una chica iba abordando uno a uno a los taxistas que se agrupan a orillas de la calle. Su apariencia contrastaba con la de las demás mujeres y su actitud la hacía más particular. Con su cabello corto alborotado, su minifalda de mezclilla y sus mallas fucsia, llevaba hacia sí varias miradas. Dejaste de observarla cuando, tras conseguir fuego para encender su cigarrillo, siguió marchando sin preocuparse de más ojos que los propios [no volverías a hallar a una mujer acá, todas siempre bien compuestas, fumando en público]. Vos te fuiste en dirección opuesta y cerca de un edificio del Ministerio de Deportes viste unas pocas casas de una sola planta, sus paredes gastadas con falta de pintura, un grupo de mujeres tendiendo la ropa al frente, afuera.

Ahora que ves el Ferrari amarillo junto al rojo exhibidos en esta vitrina, pensás en la ropa que acabás de ver tendida hace unas horas frente a aquellas casas. No hay más de un kilómetro entre este y aquel sitio. Y antes de decidir volver al piso que ahora llamás casa, traés a tu memoria la sábana que aún debe de estar secándose al sol primaveral; una sábana delgada, blanca, casi traslúcida, con varios agujeros exactamente al centro.

 

Cuando a inicios del otoño sean ya ocho meses en esta ciudad que no existe, y todavía no entendás la lengua local [derivación del turco, cada oración en azerí es como un canto de sirena], y Nicaragua deba estar en Norte o Suramérica —porque según te informa un azerbaiyano no hay nada en medio—, y estés sentado en el sillón que todavía huele a los gatos con los que vivías en Managua tratando de explicar qué significa vivir en la extrañeza; te vas a dar cuenta de que no tenés idea. Que cada día vas a ir recogiendo una pequeña pieza para tratar de armar el puzle en el que se ha convertido tu cotidianidad. Que la palabra vida no puede adjetivarse. Que se hace tarde para salir a dar otro paseo como un explorador.