Al borde del precipicio de otra carne
Selección de poemas de Miguen Sanz (Lima, 1979)
Sapo
Nadie sabe lo que bulle en mi mente
mientras reposo sobre el fango
como una piedra más de este bosque.
Pero las bestias que pasan a mi lado,
solo por distinguir mi silueta
y comprobar que mi pecho se agita
lejos de ser lodo o pantano,
se atreven a fabular historias absurdas
sobre mis secretos apetitos
o mis extrañas costumbres.
Qué imaginación tan perturbada
podría verme convertido
en príncipe de alguna repugnante especie,
o inmóvil sobre una caja
tragando un sinfín de monedas
como un mendigo insaciable.
Ninguno se ha sentado a mi lado
a recibir la lluvia de otoño,
pero todos liberan sin cuidado
el río de sus palabras.
Si supieran que tras estos ojos pasmados
solo hay un hoyo grande y profundo,
un hueco lleno de aire
que nada puede saciar,
ni los insectos que trago
cuando lanzo mi lengua de goma,
ni las hembras del lago
que someto bajo mi vientre,
ni el sueño recurrente
de tener un hocico terrible
capaz de tragar de un solo bocado
a las bestias que me rodean
y murmuran a mis espaldas,
como si el idiota del Sapo
no las escuchara.
De La Voz de la Manada (2002)
IV
Una hoja
anda tras de ti con disimulo:
por las mañanas,
aguarda tras la puerta
a que salgas con premura rumbo del trabajo;
cuando vuelves por la tarde,
antes de doblar la esquina,
reconoce el sonido de tus pasos
entre miles de pasos que regresan;
si un día cruzas la calle de forma repentina,
ella presiente el final de tu huida
antes de que te arrepientas,
y si por locura decides llegar de madrugada
como el único que vibra en medio de la noche,
se regocija con el calor de tus tobillos,
que resplandecen a su rostro como antorchas.
Una hoja
anda tras de ti con disimulo,
y tú, sencillamente, lo ignoras:
es la hoja de metal
que acaricia tu barbilla frente al espejo
camino de la tibieza de tu cuello;
la misma hoja acerada
que corta con tu ayuda las legumbres
a unos milímetros de tus dedos;
es la hoja de cristal
que abres confiado
para llenarte de aire los pulmones;
aquella hoja de madera
que azotas con violencia
cuando irrumpes en tu cuarto lleno de ira;
es la hoja de papel
que reposa por millares repetida
en la biblioteca que tanto proteges y visitas;
la misma hoja que acunas en tus manos,
que cobijas sobre tu seno
hasta quedarte dormido.
La hoja
que anda tras de ti
cuenta con una paciencia inagotable:
sabe que cualquier día emprenderás
aquella excursión sin importancia por el bosque;
y ella estará ahí, esperándote,
junto a millones y millones de hermanas
cuando te apetezca
dar un paseo entre los árboles.
De Quién las Hojas (2007)
Poema para ser escrito en el espejo}
Ni Homero ni Dante,
ni Catulo o Safo,
ni Li Po, Tu Fu o Wang Wei,
ni Basho ni Kobayashi,
ni Góngora ni Quevedo,
ni Goethe o Blake,
ni Whitman,
ni Rimbaud,
ni Baudelaire,
ni Huidobro o Paz,
ni Lorca, ni Vallejo.
Lo sé cuando camino por la acera
y resbalo por la lluvia o el hielo,
cuando caigo bocarriba
y todas las miradas se fijan sobre mí;
lo sé cuando limpio las vitrinas,
cuando sirvo una copa,
cuando llevo la bandeja
y escucho el chasquido de los dedos,
los siseos, las llamadas;
lo sé cuando me miran con desprecio, con burla
o con encono;
cuando tomo la libreta
y apunto cada una de las órdenes
y “sí señor, ahora mismo, desde luego”;
lo sé cuando quiebro la vajilla,
cuando friego los platos,
cuando me corto los dedos
con los bordes de las cajas de cartón;
lo sé cuando doblo la espalda para barrer el suelo,
para recoger una por una las colillas,
las servilletas, las gomas, los caramelos;
lo sé cuando vuelvo a casa de madrugada
y camino liberado por los parques desiertos,
cuando caigo sobre la cama
como un árbol recién talado
y sueño con cubiertos, con vasos,
con familia;
lo sé cuando despierto
y en medio del sopor también lo olvido;
lo sé cuando estoy una vez más frente al espejo
y veo mi rostro casi familiar
pero más bien desconocido;
lo sé cuando tomo
como la primera vez
mi lapicero
y escribo los primeros versos
sobre mi cuaderno:
Yo soy el mejor poeta del mundo,
solo es el mundo el que aún lo ignora.
De Paciente 164 (2009)
Escritorio
Dentro del abismo
no se mira.
Al borde del precipicio de otra carne
no se ausculta,
los ojos no se asoman,
el cuerpo no se empina.
No importa que a través de los vestidos
puedan vislumbrarse salvajes estampidas,
en lo hondo del pecho de otro hombre
no se escarba,
no se hurga,
no se horada con herramienta alguna.
A pesar de que las piernas
tiemblen sin fuerzas,
las manos no se examinan,
no se penetra en la sima de los ojos,
no se coloca una trampa
en lo profundo de las amígdalas.
No querrás ver al hombre
obligado a hincarse sobre el suelo,
contrayéndose por los espasmos,
arrojando un magma incontenible
de gemidos y balbuceos.
El silencio que lo sostiene
es su última guarida.
Un gesto de despedida debería bastarnos.
Nadie debe conocer
las periódicas arremetidas contra el escritorio.
Detrás de este aviso
no existe revés.
Dentro del abismo
no se mira.
De La Casa Amarilla (2011)
Algunas definiciones de la muerte
El espejo se empaña con tu aliento,
madre de todos los abismos.
Hay en nuestros gestos
algo de gasto, de pago
que viaja siempre a tu bolsillo.
En las tardes de juegos familiares
eres la sombra que silencia
la risa de nuestros hijos.
Eclipse de los contemplativos,
tu apetito es insaciable:
allí donde germina una vida
hay una mesa reservada con tu nombre.
Último beso de la noche,
llegas como el viento que apaga las velas,
como el calor que hace arder las frentes.
Madre de todas las plagas,
usurpadora de deseos incumplidos,
eres el agua que reposa en el lago
para llenar los pulmones sedientos.
Protectora de los desfallecidos,
en tu regazo siempre hay lugar
para aquellos que eligen tu abrigo.
Abandonaste tu naturaleza celeste
para morar en esta caverna
como un troglodita.
Cambiaste el humo del incienso
y el eco de los rezos aduladores
por el olor de la carne quemada.
Renunciaste a la revelación divina
por apoyar la rebelión de un hombre
con una causa egoísta.
Te liberaste del abrazo omnipotente
para aferrarte a los brazos de un padre
que apenas puede sostenerte.
Dicen que solo un alma aturdida
forzaría su caída desde el infinito
hasta este suelo de cemento.
Yo digo que mis ruegos silenciosos
germinaron el milagro.
Aunque no lo merezca,
ya nada impedirá que te acune
en el fondo de este silo.
De Gabriel 2000-2020
No se trata de echar mano a la
desesperación como quien hunde
los dedos en un saco de pienso para
alimentar al ganado. Los versos no
ganan músculo solo con llenarles
el buche de tristeza. Si así fuera,
ya sería señor de la poesía elegiaca
y no este pastor que abreva las
palabras como si tuvieran sed.
De este cuerpo que incuba enfermedades,
de este cuerpo que atrae moscas impacientes,
de este cuerpo retorcido cual pescuezo de
gallina, de este cuerpo cabizbajo como
árbol partido, de este cuerpo carcomido por
los gestos cotidianos, de este cuerpo melancólico,
de este cuerpo destazado, de este cuerpo -y no
de otro- nace la poesía.
De Jardín Zen (2022)