Sunsetless

Adelanto de la novela (aún inédita) con que el autor de El patio de los murciélagos (2010) da un giro de tuerca a su proyecto narrativo. 

¿Qué sabemos nosotros —había dicho— del mundo y del universo que nos rodea? Nuestros medios de percepción son absurdamente escasos, y nuestra noción de los objetos que nos rodean infinitamente estrecha. Vemos las cosas sólo según la estructura de los órganos con que las percibimos, y no podemos formarnos una idea de su naturaleza absoluta. Pretendemos abarcar el cosmos complejo e ilimitado con cinco débiles sentidos, cuando otros seres dotados de una gama de sentidos más amplia y vigorosa, o simplemente diferente, podrían no sólo ver de manera muy distinta las cosas que nosotros vemos, sino que podrían percibir y estudiar mundos enteros de materia, de energía y de vida que se encuentran al alcance de la mano, aunque son imperceptibles a nuestros sentidos actuales. Siempre he estado convencido de que esos mundos extraños e inaccesibles están muy cerca de nosotros; y ahora creo que he descubierto un medio de traspasar la barrera. No bromeo. Dentro de veinticuatro horas, esa máquina que tengo junto a la mesa generará ondas que actuarán sobre determinados órganos sensoriales existentes en nosotros en estado rudimentario o de atrofia. Esas ondas nos abrirán numerosas perspectivas ignoradas por el hombre, algunas de las cuales son desconocidas para todo lo que consideramos vida orgánica. Veremos lo que hace aullar a los perros por las noches, y enderezar las orejas a los gatos después de las doce. Veremos esas cosas, y otras que jamás ha visto hasta ahora ninguna criatura. Traspondremos el espacio, el tiempo, y las dimensiones; y sin desplazamiento corporal alguno, nos asomaremos al fondo de la creación.

H. P. Lovecraft

 

 

 

 

 

 

 

1

 

8.5.1912

00:47 hrs.

Union Street, Hackensack, NJ

 

He querido iniciar estas líneas restaurando para el tiempo la memoria de Crawford Tillinghast, quien en una hoja acaso perdida de su diario escribió: nada permanecerá: Yo que escribes y yo que lees ya somos visajes sin rostro desintegrándose en el olvido, como una sinfonía de ocasos desprovistos de horizontes. Ni si quiera la muerte o la nada pueden redimirnos.

Ahora contemplo su cadáver, aún tibio. Examino el visaje de dolor, el rictus que desfigura su rostro y pienso en el injusto olvido al que le habremos de condenar.

Menos por el tono esotérico de sus trabajos de divulgación, que por las oscuras circunstancias que rodearon su muerte, el recuerdo de Crawford Tillinghast será maculado de mitos y equívocos que, con el trastabillar del tiempo, tenderán al folclore y al olvido. Durante poco más de un siglo su nombre, en el ámbito científico, no significará nada, y su trabajo, en el más generoso de los casos, será sistemáticamente ninguneado por teóricos e historiadores de la ciencia. Sin embargo, llegará el momento en que el método (o, más bien, la inversión del método) de Tillinghast, constituirá la base de lo que alguien, en alguna publicación especializada, llamará la culminación ontológica y científica de la especie. La exhumación de dicho método representará una aberración, una fractura lógica impuesta a la realidad; exhumación y fractura de las cuales yo seré responsable.

 

No quiero disimular el simbolismo que me llevó a elegir este preciso lugar y momento para terminar con la abominación que aquí mismo se ha iniciado. He querido eslabonar el último término de la cadena causal con el primero. Por eso he venido al 286 de Union Street, en Hackensack, New Jersey, esta noche lluviosa de 1912.

He abierto la puerta y he encarado la oscuridad casi palpable que satura el interior de la casa. No me termino de acostumbrar al cuerpo que ocupo (dominar mi caligrafía mientras discurro por estas líneas es, todavía, una empresa complicada). Busco a tientas y hallo una vela. Iluminado por el huevo oscilante que irradia la llama, veo la sombra del cuerpo que ocupo avanzar lentamente por las escaleras. La franja negra, formada por la sangre de Tillinghast, se desliza desde el umbral de una puerta cerrada hasta el escalón superior y lame la punta de mi zapato. Cuando la abro mis ojos se inundan por el fulgor violáceo de la máquina.

No hay novedad en la escena que descubro: el volumen de Schopenhauer abierto como una flor junto al cadáver, el zumbido incesante de la máquina, el vértigo que provoca su cercanía: todo según me lo han referido, todo según ha ocurrido una y otra vez, eternamente.

El tiempo agotará su baraja y acabará borrándonos por completo. Tal fue la intuición que fulminó el último vestigio de lucidez al que, débilmente, se aferró Crawford Tillinghast durante sus últimos días de vida. La frase, garabateada en tinta roja, será descubierta sobre las páginas 22 y 23 del libro segundo de una edición de Die Welt als Wille und Vorstellung que yace junto a su cadáver. Tal sentencia es, para mí, una promesa de redención.

Comprobada la escena, tomo varios papeles en blanco de una gaveta y me instalo en la mesa de trabajo de Tillinghast. Desde aquí pretendo, al margen del frenético discurrir causal del mundo, ensayar un breve recuento del infierno múltiple que ha sido mi vida en los últimos años, centurias o milenios.

 

 

2

1987-2019

New Jersey-Berkeley-Cambridge

 

Naceré y creceré en el condado de Bergen, New Jersey, en un pueblo no muy lejano a éste, en el otoño de 1987. Mi adolescencia sufrirá los característicos avatares de la rebeldía vacua de mi generación: videojuegos, marihuana, sexo precoz, skateboard, alcohol e identificaciones falsas, internet, nu-metal, 9/11, comida rápida y las tetas de las chicas de Northern Valley Highschool. Aunque seré un consumidor ocasional de diverso tipo de psicoactivos, nunca erigiré un culto consumista en torno a estos, como será común en mi época. LSD, DMT, MDMA, psilocibina, benzoilmetilecgonina será parte del panteón de las drogas de moda de mi generación. En secundaria, un gramo de coca, un poco de MD y algo de marihuana te garantizará una noche de sexo violento, acaso desesperado, con esa compañera de clases a quien siempre le mirabas el culo mientras estrangulabas una leve erección entre tus muslos. Más allá del sexo, y algunas drogas, no habrá mucho que me atraiga de esos ámbitos sociales. El sexo, eventualmente, aprenderé a conseguirlo por otros medios. Y las drogas se convertirán en la piedra angular de mi desarrollo espiritual y religioso y en una actividad cada vez más solitaria.

Sobre mi formación académica, mi campo de interés se inclinará hacia las ciencias positivas y la filosofía. También, durante mis años de junior y senior seré presidente del Club de Poesía de mi  escuela. Seré un excelente estudiante y desde muy joven conoceré el placer del trabajo intelectual. En mi último año de secundaria conseguiré que una revista de la Facultad de Filosofía de Berkeley publique uno de mis ensayos, lo cual suscitará cierta sorpresa, incredulidad y acaso sospecha entre mis profesores. Esto también me facilitará el ingreso a dicha facultad. 

En el ámbito académico, mis investigaciones propenderán a la especulación científico-ontológica y mi tesis versará sobre percepción objetiva espacio-sensorial y alucinógenos.

Poco después de graduarme magna cum laude, conseguiré un puesto como pasante en una sección de un departamento de investigación científica de Cambridge. Rápidamente me integraré al equipo que, bajo la dirección del doctor Shragnua Mabna, realizará una serie de estudios que buscarán una explicación neuro-teológica al fenómeno psicodélico provocado por el Ayahuasca y el Yopo en tribus de América del Sur. El programa entrará en conflicto con las autoridades académicas cuando Mabna empiece a publicar una serie de opúsculos independientes sobre los resultados de sus investigaciones, y será definitivamente clausurado luego de la crisis psicótica que provocará su aislamiento definitivo de toda actividad académica y científica. Todo esto pasará al tercer año del programa. Por suerte, mi participación en los experimentos de Mabna parecerá incidental, y no afectará mi prestigio ni mis aspiraciones de realizar una tesis doctoral en aquella universidad. Me doctoraré en 2015, a los veintiocho años.

 

Werner Gorenstein será el más notable discípulo de Mabna. Obtendrá cierta fama tardía por haber rescatado durante su juventud los estudios de Tillinghast y por llevar a cabo el primer intento de  desarrollo teórico de sus experimentos. Gorenstein se interesará en mis investigaciones. Una noche me citará en el Tepinin Bowling, donde me propondrá integrarme a un programa “de naturaleza clandestina —recuerdo el gesto deliberadamente teatral con que pronunciará esa última palabra, antes de inclinar el vaso de escocés sobre sus labios. Yo lo escucharé mientras pondero el peso de la bola que sostengo entre mis manos y calculo la distancia de los pinos antes de realizar mi tiro en la pista 27—, independiente y absolutamente radical”. Gorenstein y yo nunca seremos amigos antes de esa noche. Antes seremos, en el mejor de los casos, conocidos que se saludan con cordialidad, pero luego de esa noche, luego de que me cite abruptamente para una partida de bolos, sabré que él ya conocía a la perfección y en profundidad la totalidad de mi trabajo. El entusiasmo con que me expondrá y desarrollará mis teorías solo se equiparará a mi propio entusiasmo al concebirlas. Serán su actitud casi adolescente y el evidente respeto intelectual que sentirá hacia mi trabajo, más que su propuesta en sí, lo que terminará por persuadirme. “¿Cuál es el objetivo concreto del experimento”, le preguntaré esa noche. “Viajes temporales”, contestará con una carcajada maníaca, “los famoso hijos de puta viajes en el tiempo”, y sorberá nerviosamente de su vaso de escocés.

Dicha progresión de sucesos explica mi protagonismo en la historia que, ahora, empezaré a referir. Permítaseme, entonces, el cambio de tiempo verbal.

 

 

3

17.11.2019

15:48 hrs.

Alrededores de Cambridge

 

Mi cuerpo reposa sobre una superficie metálica. Nos encontramos en un cuarto de plomo construido en lo que alguna vez fue el sótano de un laboratorio semi-clandestino de los alrededores de Cambridge. Una  fuerte dosis de DMT, vertida en la sonda que me aguijonea el brazo, se diluye en mi  torrente sanguíneo desencadenando, en nanosegundos, una conflagración neuronal.

Gorenstein está sentado del otro lado de una mesa  plegable. Toma notas mientras se asoma a una pantalla transparente instalada en una de las cuatro paredes de plomo que me encierran y que lo protegen de la radiación. Concluidas sus anotaciones, cierra la pantalla y se despide con una ligera sonrisa. No lo volveré a ver, al menos, en una eternidad. Cuando los sensores que monitorizan mi actividad cerebral indican el momento preciso, la máquina se enciende. Las paredes, el piso, la camilla sobre la que yazgo y mi propio cuerpo empiezan a vibrar cada vez con más intensidad. Nunca me es claro qué es producto de la máquina y qué es producto de mi estado de consciencia. La perfecta percepción de la luz ultravioleta es sólo el primer indicio de la inmersión.

Lo que pasa en el mundo exterior, es decir, lo que Gorenstein experimenta desde el otro lado de la pared de plomo, no corresponde con lo que yo experimento. Para Gorenstein, permanezco acostado  junto a la máquina durante doce minutos. Hacia el último cuarto del tercer minuto empiezo a convulsionar violentamente. Se ha orientado con estricto rigor no interrumpir el proceso. Hacia el minuto cinco mi actividad cerebral alcanza su clímax. Hacia el minuto siete entro en un estado de coma pasajero. Hay ocho segundos, los más importantes de toda la inmersión, durante los cuales experimento una suerte de muerte cerebral.  Repentinamente, en el minuto nueve, mis signos vitales se estabilizan y mi consciencia empieza a restituirse lentamente. Hacia el minuto diez vuelvo a convulsionar y, finalmente, en el minuto doce,  despierto agitado, presa de un ataque de pánico, con sangre brotando de mis fosas nasales y totalmente desorientado. Entonces vienen los vómitos y la fiebre. La unidad médica que ha monitorizado todo el experimento entra a la sala cuando Gorenstein indica que la actividad de la máquina ha cesado por completo.

 

4

17.11.2019

19:04 hrs.

Alrededores de Cambridge

 

Pronto cae la noche. Después de varias horas de recuperación y chequeos médicos nos largamos a una pequeña cantina donde solíamos cenar al final de cada jornada. Gorenstein espera con ansias a que le refiriera cada detalle. Pero la experiencia de los estados ilimitados y atemporales que experimenté en aquella primera inmersión no podrían ser enunciados por el sucesivo, limitado y temporal lenguaje humano. Pido una cerveza y un sándwich de cangrejo al mesero, un chico musculoso de unos veinte años. Hago un inútil esfuerzo mental por racionalizar la experiencia mientras mastico mi sándwich. Gorenstein fuma y me observa con atención. Apenas toca su escocés. Cuando paso el último bocado de mi sándwich con el primer trago de cerveza ya me siento bastante reconstituido. La experiencia es, definitivamente, imposible de expresar de manera coherente. Sin embargo tomo un cigarrillo del paquete de Gorenstein y, tras soltar la primera bocanada, hago un esfuerzo por explicar en contradictorios términos epistemológicos y metafísicos la totalidad de mi experiencia, como trataré de hacerlo ahora:

 

El sujeto expuesto a la maquina, en su absoluto aislamiento, determina el orden fenoménico que lo rodea, como si se tratase de un pequeño dios atrapado en una caja de Schrödinger. A falta de otros observadores que consensúen una imagen objetiva de la realidad, lo que ocurre objetivamente es absolutamente subjetivo: casi un universo individual contenido en el universo colectivo pero independiente de éste. En tales condiciones, nuestra máquina, igual que la de Tillinghast, exacerba la capacidad sensorial del sujeto hasta que sus estructuras cognitivas, perceptivas y racionales quedan abolidas, y la ilusión de un mundo causalmente ordenado dentro de la percepción del continuo espacio-tiempo se derrumba dando paso a una experiencia simultánea, no filtrada ni simplificada, de la realidad.

De dicho punto en adelante, toda relación objeto-sujeto resulta imposible. La consecuencia más grave de esto es que la consciencia individual, en cuanto estructura aglutinante de la identidad, se podría diluir para siempre en este nuevo orden de eternidad que vibra más allá de nuestro horizonte perceptivo. Mi tesis apuntaba (y esa primera inmersión fue la agridulce confirmación de la misma) a un antídoto para contrarrestar dicha disolución del sujeto. Los estudios de Gorenstein apuntaban a lo mismo, y los de Mabna ya lo prefiguraban. El DMT parecía comportarse como un aglutinante artificial, como un exoesqueleto perceptivo y como una rasgadura entre la consciencia individual y la consciencia total que permitiría operar a la consciencia del individuo aún prescindiendo de la experiencia sensorial. Dicho de otra manera, el sujeto pasa de ser consciencia individual a ser consciencia pura no-subjetiva pero sin desintegrarse por completo. Es entonces cuando el sujeto puede acceder a esa matriz eterna de la que todo emana y cuya esencia es la existencia misma, para decirlo religiosamente: el Logos de Heráclito y los estoicos, el Tao del taoísmo, Brahman del brahmanismo, la Providencia de Boecio, el Aleph de Borges, el Uno de Plotino y de Maimónides, esa unidad absoluta donde cualquier dualidad o multiplicidad es imposible, donde todo es una sola vibración eterna, y donde todas las posibilidades de la existencia acaecen simultáneamente.

 

 

[Segunda entrega: capítulos 5, 6 y 7, en el enlace]