Relatos
Un dardo, un árbol y un ronquido
(Indeleble, 2011)
Una semana atrás, había vendido uno de mis riñones para comprarme un par de zapatos de charol. Este era mi primer día vistiéndolos con orgullo. Justo el día en el que entró mi amargado jefe al cubículo y me escupió en el pelo. «Quiero un artículo de quinientas palabras sobre este hombre», rugió, tirando sobre mi desvencijado escritorio la borrosa fotografía de un hombrecito suburbano.
Esa misma tarde me trasladé a la dirección que estaba garabateada al reverso de la foto. El lugar era Sentral Parc, un feliz espacio público para el insano esparcimiento de la ciudadanía. Iba caminando descalzo, con un zapato de charol en cada mano, para no ensuciarlos con el polvo, el concreto y la grama. Llegué a la gran encina, en el centro del parque, y mientras me apoyaba en ella para calzarme, vi al hombrecito suburbano sentado sobre un banquito, carcajeándose de lo lindo frente al árbol mientras sorbía su taza de té.
«No es té», dijo una vocecita sobre mi cabeza, un colibrí posado en una ramita. «Es café, y estamos esperando a que la Reina de Inglaterra se nos una». Y en ese momento un dardo, aparentemente disparado por el colibrí, destruyó la taza en las propias manos del hombrecito suburbano. Pero él, inmediatamente y sin inmutarse, abrió una cestita junto a su banquito y sacó otra taza, que ya contenía café, y lo sorbió cuidadosamente para no quemarse la lengua. Luego se tiró otra carcajada: «¡No hay nada como charlar con usted!». Se lo decía a la encina, obviamente.
«Lo peor son los ronquidos, prueba de su condición proletaria», resopló el colibrí mientras dejaba la rama y volaba ligeramente hacia atrás. «¿Qué?», le pregunté. «¿Que qué?», me respondió, y un dardo pasó rozando mi hombro izquierdo.
«Quiero decir que me molestan sus ronquidos», aclaró amablemente, aunque yo hubiera jurado que su tono era sarcástico. El colibrí se alejó veloz, y cuando me volteé tratando de seguirlo con la vista, encontré a la par mía a un señor muy erguido, pero apaciblemente dormido. Era a él a quien se refería el colibrí porque, en efecto, roncaba como si fuera de la clase proletaria. Supuse que era narcoléptico. Lo sacudí y no me contestó. Le di un zapatazo de charol en la cabeza, y nada.
«Caballero», dijo el hombrecito suburbano, reparando en mi presencia por primera vez, «tírelo al suelo». Obedecí mecánicamente y lo empujé. «¿Cómo no obedecer a un hombre que toma café con los árboles?», reapareció el colibrí, resoplando. Y esta vez el dardo se insertó en el muslo del señor durmiente, que yacía en el suelo después de mi empujón. «¡¿Qué demonios?!», exclamó al despertarse abruptamente, y se extrajo el dardo, fastidiado. «Perdone», me excusé, «pensé que algo le pasaba... ¿es narcoléptico, o algo?». «¡Caramba, no! ¿Qué tiene de malo dormir? ¿Usted no duerme?». Avergonzado, le ayudé a levantarse, pero en cuanto se puso de pie, se volvió a dormir. «Oh, bueno», murmuró el colibrí, como encogiéndose de hombros.
En ese momento, el hombrecito suburbano guardó la taza en la cesta, y se levantó. «¡Un placer!», dijo sonriente, haciéndole una reverencia a la encina. Recogió su banquito y se fue. «Regresaré mañana, árbol. No vayas a ningún lado», dijo el colibrí, falseando gravemente su vocecita. Y un dardo se clavó, junto a mi cabeza, en el tronco de un árbol adyacente. Arranqué el dardo y regresé a la oficina, no muy seguro de todo lo que acababa de observar. Me inventé una breve entrevista con el hombrecito que tomaba café con la encina, y en la entrevista él afirmaba ver colibríes sarcásticos y señores narcolépticos. Todos en la oficina rieron y gritaron a los cuatro vientos que ese pobre señor estaba loco.
Baraqijal Luna
(Antes, 2015)
Se decía de mí que yo era una buena persona. Que tenía un gran corazón. Llegué a creérmelo y terminé dándoles la razón, no por autoexaltación, sino porque solo de una persona tan benevolente la gente se aprovecharía tanto. Mi vida estaba llena de historias en las que terminaba burlado por causa de mi bondad.
Pero mi bondad murió con Baraqijal Luna, un ángel que había huido del Paraíso, asqueado por la celestial rectitud con la que ahí había que conducirse. Una mañana de domingo lo encontré en mi sala, admirando la pared blanco marfil como si fuera una obra de arte. Observé su absurda belleza y pensé que me encontraba en un sueño. De su espalda brotaban dos gruesos cartílagos cubiertos de plumas que le llegaban hasta los tobillos. Su cabello era negro y ensortijado, bamboleándose sobre sus hombros. Estaba por ver su rostro de querubín. Sostenía una lucha interna conmigo mismo para despertarme, hasta que acepté que no estaba soñando y resolví esperar en silencio a que saliera de esa inexplicable contemplación de la nada.
Al fin se volteó —en efecto, rostro de querubín— y sin saludarme me explicó que se había escapado del Paraíso y que necesitaba un lugar donde quedarse. Por qué me buscó a mí exactamente, nunca lo supe. Pero en ese momento, fiel a mi naturaleza complaciente, solo pensaba en que este ángel tenía una intuición certera al haber buscado a alguien como yo, dispuesto a ofrecerle un refugio con los brazos abiertos. Me presenté y le extendí la mano. La estrechó, creo, por compromiso y farfulló su nombre.
Le ofrecí mi cama al instante y gruñó como si ya lo hubiera dado por hecho. Caminó hacia mi cuarto orientándose perfectamente por mi casa, se encerró en él y lo redecoró a su manera, o más bien, lo des-decoró: sacó todas mis cosas —mi ropa, mis libros, cualquier adorno de mesa y de pared— y se quedó con mi cama, mi mesa de noche, la lámpara sobre ella y un viejo reloj despertador, el escritorio y su silla. Me quedé inmóvil, sin encontrar palabras de protesta para detenerlo ni lugar donde colocar mis pertenencias desplazadas. No me dirigía la palabra, no me dedicaba una mirada; era como si yo no estuviera ahí. Tan invisible, me sentí impotente. Pero en mi buenagentez, hice almuerzo y cena para dos, en caso de que quisiera comer algo y me diera la oportunidad de hacerle algunas preguntas. Ni siquiera se enteró del plato que lo esperaba sobre la mesa. Yo dormí en el sofá.
Al día siguiente tenía tortícolis por la poca costumbre de dormir con el cuello torcido. Antes de irme a mi trabajo noté que la puerta de mi cuarto estaba abierta y me asomé. Ahí estaba Baraqijal Luna agachado sobre mi escritorio. Reparó en mi presencia, volteó a verme y luego fingió rezar. Me fui de mi casa con temor y regresé a la casa con temor nueve horas después. Seguía donde lo dejé. Así pasó los días, practicando la astrología, jugando con cartas día sí y día también. Pero cuando le pedí que me diera mi horóscopo declaró: “Capricornio: tu futuro es incierto. Buena suerte”. Fue lo único que me dijo esa primera semana.
Pasada una semana más, se dignó a hablarme. Y no fue más que para quejarse de las condiciones de su hospedaje, lo que yo llamaba mi hogar. Ante lo inesperado de estos reclamos, mi reacción fue asentir tímidamente: sí, mi cama era muy dura, debí haberlo notado antes de comprarla; sí, hacía demasiado calor y yo era un tacaño por no instalar aire acondicionado; sí, yo era una persona espantosamente aburrida. Pude haberle respondido con miles de argumentos: él había sido quien me había buscado, sabía con quién se estaba metiendo y nadie tenía una pistola en su cabeza para obligarlo a que se quedara. Pude haberle dicho esto y más. Y solo me mordí la lengua.
A los dos meses, comencé a cuestionarme mi pasividad. Me enfurecí conmigo mismo y no con él. Me indigné conmigo mismo por ser una buena persona. Mientras tanto Baraqijal Luna seguía con sus cartas, invadiendo mi espacio sin mi permiso, pero con mi consentimiento. El colmo fue la mañana en que salió del que ahora era su cuarto. Eso era algo nuevo para mí y me generó una pequeña esperanza. Las cosas podían cambiar para bien entre nosotros. Se sentó a la mesa mientras yo desayunaba un triste pan tostado con jalea. Era mi oportunidad para indagar el propósito de su visita, que estaba haciendo tan miserable mi vida. Le pregunté levemente avergonzado si era mi ángel guardián. Se me quedó viendo y me respondió con otra pregunta: “¿Tengo cara de perro?”. Se me revolvió el estómago. Había tenido suficiente. Me levanté dejando mi pan tostado a la mitad y me despedí con un portazo.
No regresé en todo el día. Era domingo también y para matar el tiempo me metí a museos, maté el tiempo en la plaza, busqué a personas conocidas para conversar de cualquier cosa menos de lo que me acongojaba. Pedía consejos velados, disfrazando mi situación con historias hipotéticas. Para el final de la tarde, había decidido echarlo, pero no sabía cómo. No era capaz de enfrentarme físicamente a un ser tan corpulento. No sabía qué daño podía hacerme con solo desearlo, o si aún contaba con protección divina, a pesar de haberle echado tierra a su lugar de origen. No sabía nada.
Regresé a mi casa a medianoche. Baraqijal Luna había dejado la puerta de su habitación entreabierta, bendito calor del trópico. Me quité los zapatos y entré, apenas iluminado por la poca luz que provenía de la sala. Lo observé con un remolino de sentimientos: éxtasis, miedo, compasión, asco, ira, lástima. Más ira. Pensé rápidamente en tomar una almohada y ahogarlo pero, además de ser más grande que yo, dormía de lado. Miré alrededor, desesperado, con odio pero sin plan alguno.
Reparé en un tic-tac y automáticamente giré hacia la mesa de noche. El reloj despertador. Una reliquia en mi familia por la que una vez casi pierdo un dedo del pie. Tomé el reloj y sentí el frío del metal en la palma de mi mano. Me paré al borde de la cama y apunté a un lado de su cráneo. Mi golpe fue vacilante y Baraqijal Luna se despertó desconcertado.
Mientras se incorporaba otro golpe cayó en la parte superior de su cabeza, con más fuerza que el anterior. Volteó sobre su espalda, me monté en él con mis piernas rodeando su cintura; mi mano libre estrujó su cuello y mi puño artificial continuó apedreando con constancia, hasta que se partió en dos y sus diminutas piezas internas se desperdigaron alrededor del cadáver. Me bajé de Baraqijal Luna, espantado por el líquido rojo viscoso que emanaba de su rostro desfigurado y manchaba la ropa de cama. Lo sentí también en mis manos y perdí el control de mi respiración, gimiendo con terror. Yo era un monstruo.
Dejé caer el armazón del reloj destrozado, cubrí la cabeza rota de Baraqijal Luna con la almohada y salí de la habitación. Regresé con un cuchillo de cocina y giré el cuerpo boca abajo. Tenía la vista borrosa por lagrimones y el estómago hecho un nudo, creí que estaba por desmayarme, pero no me detuve en mi tarea de cortar los cartílagos de su espalda. Un ala otrora blanca cayó al suelo, y en segundos formó un charco de líquido viscoso que se alimentó de la cascada que caía de la cama en cámara lenta. Luego cayó la otra ala. Di unos pasos hacia atrás para contemplar mi delito, tanto como la penumbra y los ojos hinchados me lo permitieran. Respiraba como si hubiera terminado una maratón. Parecía el cadáver de un ser humano cualquiera, y, como si me escuchara, le dije con asfixia: “no sos un ángel; sos tan malo como el resto de la gente”.
Salí de mi habitación y me senté en el sofá. Seguí llorando hasta que mis ojos se quedaron secos. Las salpicaduras en mis manos y mi ropa también se fueron secando y se volvieron pegajosas. Pasé las siguientes cuatro horas despierto, horrorizado por lo que acababa de hacer y sorprendido por haber soportado a Baraqijal Luna y a tantos como él. Nunca más. Pero yo, una buena persona, cometiendo una barbarie semejante. Con el tiempo averiguaré si seré castigado. No se lo había contado a nadie hasta ahora.
Finalmente comencé a cabecear y me sumergí en un sueño profundo. Cuando los primeros rayos del sol asomaron por la ventana de la sala, volví en mí y recordé el crimen como una pesadilla. Respiré profundamente y me dispuse a afrontar las consecuencias de mi insurrección. Entré al cuarto y el cuerpo de Baraqijal Luna ya no estaba. Sus alas tampoco. Solo me quedaban manchones rojizos por limpiar y cartas malditas por quemar.
La ardilla yuxtapuesta
(Combustiones Espontáneas, 2004)
Este era un verano con sol Coco-Cola. Y en un jardín lejos del sol, en la Tierra, una ardilla recogía semillas. Esta ardilla tenía un nombre muy bonito. Se llamaba... ¿yuxtapuesta? No, no. Se llamaba Maicolányela.
En fin. Esta ardilla corría por todos lados en verano, recogiendo todo lo que podía para el invierno. Cuando éste llegó, Maicolányela se instaló en un agujero en un árbol, muy satisfecha de sí misma por el esfuerzo.
En eso estaba (sintiéndose satisfecha de sí misma), cuando tocaron a la puerta (porque hasta puerta había construido). Era una chicharra que buscaba alojamiento; ella sí había trabajado, pero unas chicharras zánganas magisteriales le habían robado el fruto de su esfuerzo, a fuerza de impuestos y multas. Maicolányela se apiadó de la chicharra, y la dejó pasar. La chicharra apreció mucho el gesto. Y así pasaron el invierno, sin frío y con provisiones.
Cuando llegó el verano, Maicolányela echó a patadas a la chicharra, y volvió a sus quehaceres. Pero el verano se hacía cada vez más largo, y más largo... larguísimo, parecía que nunca terminaba. Gracias a los inconscientes antiecológicos, que modificaban el clima con sus burradas antiecológicas.
La trabajadora ardilla se desmayó un día que ya no pudo más. Por suerte, la chicharra andaba por ahí, y corrió en auxilio de su benefactora. Pero lo único que pudo hacer por ella, debido a su tamaño, fue arrastrarla hasta el pie del árbol, para que no recibiera más luz del sol.
Maicolányela despertó dos días después, casi completamente repuesta gracias a los cuidados de la chicharra. Ésta subió al agujero en el árbol a traerle semillas, para que comiera. Mientras la chicharra estaba en el agujero, comenzó a nevar... ¡había llegado el
invierno! Nevó mucho en muy poco tiempo, y cuando la chicharra regresó al pie del árbol, descubrió que Maicolányela se había hecho hielo, y no la pudo mover. Así que por todo el invierno, la ardilla quedó yuxtapuesta al árbol.
Vino el verano otra vez, y con el calor, Maicolányela se derritió. La chicharra, para regocijo de todos nosotros, se quedó con el agujero en el árbol y vivió en él hasta que murió.