Selección poética de Víctor Ruiz M.
Una muestra poética de Víctor Ruiz M.
Encuentro en Citerea
A mis amigos poetas:
hojas dispersas por el tiempo.
Era una calle larga y atestada,
la música inundaba los oídos
y apagaba las voces
olorosas a cervezas
cigarros y marihuana:
eran días de Citerea
días antes de ser maduros.
Vos leías tus últimos poemas.
Si eran malos o buenos no recuerdo.
Para mí era genial estar ahí
y escucharte, enronquecida,
zarandear las palabras
que agujereaban el bullucio
y hacían nidos en mi oreja hipnotizada.
Alguien,
tal vez Mario,
Carlos,
o Missael,
pidió silencio
propuso un brindis por el amigo ausente.
Bebimos a su salud
leímos a su salud
fumamos a su salud
y estoy seguro, esa noche,
también amamos a su salud.
Era febrero,
lo recuerdo por una nota garabateada
sobre las páginas
de un libro de Pavese.
Era un proyecto inconcluso:
No queríamos consumirnos
en una tenebrosa oficina
colmada de papeles
y rostros amargados,
asalariados quincenales
embrutecidos por la rutina
y el desencanto.
Ideamos, entonces, un plan para ganar dinero
(¡qué deliciosamente ingenuos éramos!).
Cada uno escribiría un cuento para un libro
al que titularíamos:
Cuentos para coger rico
y ganar un premio
Firmamos el plan maestro:
Alejandra Carlos Víctor Mario Enrique
(Citerea, Festival de poesía, 2014)
Potros sin frenos fuimos desbocados,
y la noche se hizo corta
para el amor de la brisa
que nos llamaba desde el lago.
Los bares cerraron
y un silencio melancólico
aterrizó en nuestras ganas
de seguir la conversación sentados allí,
ebrios e indiferentes a la madrugada
que ya asomaba su palidez
como una voz impertinente que nos despierta
a mitad de un sueño placentero.
Una dulce e imprecisa sensación de alegría
guardo del resto del encuentro:
Jóvenes poetas tambaleantes
orinando en el parque
las siluetas de viejos poetas,
Fogonazos de besos furtivos
en alguna maloliente esquina.
Nuestros cuerpos abrazados
caminando la ciudad dormida
y enrumbados hacia la costa del gran lago
donde ávidamente beberíamos la vida
dejando que el ridículo amanecer
nos anunciara inútilmente
el final del encuentro.
Dice adiós a Citerea
Ahora, nada le atrae más
que una vida sencilla y aburrida:
consumir sus ojos entre libros,
plantas y fotos,
acariciar el lomo afilado de su gato,
mientras afuera
el grito seductor de una azafata
da el último llamado hacia Citerea,
el último llamado hacia Citerea…
Cae la luz,
el color encendido de la tarde
se disuelve en la neblina.
A lo lejos,
el eco de las risas juveniles
es un líquido frío que acaricia su espalda
y se detiene en su vientre:
una dulce nostalgia lo embarga,
un leve dolor de inofensiva envidia.
Recuerda…
el día y la noche confundidos,
así como los huesos ingenuos y deliciosos
extendidos sobre una costa de sábanas
empapadas de alcohol y colillas de cigarros.
Nada era más urgente
que recoger la espuma acumulada de las olas,
contemplar esa manada de tigres amarillos
echándose en el horizonte,
caminar sin apremio sobre flores machacadas
y bailar todo el día,
dejando que las estaciones se desgajen
en una tierna indiferencia.
Recuerda…
estaban a solas y sin testigo,
sin dios y sin pecado.
La única verdad: el fruto cierto,
el contacto,
el beso,
el susurro en las orejas,
la piloerecta piel de sus miembros
y el abrazo interminable…
Sucios de arena y algas,
tendidos a la sombra de algarrobos,
dormían satisfechos y cansados,
sin recelos ni esperanza.
Así era el amor en esa isla:
una efímera explosión de sensaciones,
imágenes para evocar
en los días del destierro.
La nave es ahora un pálido reflejo del pasado,
y lejanas las voces ya no son de este mundo,
sino del invierno mudo que inicia
sin encono ni olvido,
porque también él, alguna vez,
fue ligera caricia pasajera,
brisa leve a la deriva
de la vida en la remota Citerea.
Ahora cierra tranquilamente la ventana,
para que el viento frío de la tarde
no disipe el poco calor
que aún recorre sus venas.
Apología de un encuentro
Oh, it's such a perfect day
I'm glad I spent it with you
Oh, such a perfect day
Lou Reed
La noche nos invita
a probar sus dátiles maduros.
Las horas se desangran
en una atmósfera de humo y cerveza.
En las mesas vecinas,
condenados a la repetición,
van y vienen
sonámbulos paseantes:
beben,
hablan
y se van…
Solo nosotros somos los mismos,
y estamos aquí,
no a la deriva
de instantes caníbales
ni como náufragos aferrados
a las sobras del tiempo.
Estamos aquí,
hambrientos de palabras.
Nuestros poemas
apagan la música y las voces
que llegan a nuestros oídos,
recordándonos
que el mundo
aún gira
enloquecido.
Pero a nosotros
hace rato ha dejado de importarnos
ese drama insoportable
de la vida y sus miserias.
Sigamos, pues, vos y yo.
Dejemos que se acumulen las botellas
y reviente el cenicero de colillas.
Quiero escucharte una vez más
leer ese poema
que ha erizado mi carne,
que sus imágenes caigan en mi mente
como la puerta del bar que se nos cierra
o el lento anochecer
que nos convoca
a recorrer
las calles de la ciudad salvaje.
Ya habrá tiempo, dice el poeta, there will be time,
para las indecisiones.
Abandonemos la prudencia,
que el celular agonice
de llamadas perdidas
y mensajes impertinentes.
Por el momento,
busquemos un sitio apartado
en otro bar de mala muerte,
y que los temas se disipen
en una larga conversación etílica,
interrumpida
por el temblor de una caricia en tus muslos
o el repentino beso que nos anuncia
la verdad de nuestro encuentro.
A medianoche,
emprendemos el viaje en silencio,
no porque se hayan agotado las palabras:
hemos encontrado un nuevo lenguaje
que solo entienden los cuerpos que desean.
Y ahora estamos aquí,
dominados por una fuerza
que de sobra conocemos
y a la que no nos resistimos.
Atrás quedaron
las miserables sombras del mundo.
Aquí celebraremos el encuentro
de nuestros cuerpos,
con risas,
sin lamentos,
desnudos.
Imágenes tuyas para habitar
En La cámara lúcida,
Roland Barthes comenta una fotografía de Charles Clifford,
Alhambra (Granada 1854-1856):
"Es allí donde quisiera vivir."
El crítico francés se muestra "impresionado"
por el sentimiento que esta imagen despierta en él:
estas ganas se sumergen en mí,
hasta una profundidad
y por medio de unas raíces que desconozco.
No me son ajenas estas palabras,
yo también he experimentado esas ganas
de habitar una foto:
la tuya, sobre una piedra junto al mar, y sonreís;
aquella en la que, echada sobre la grama,
leés Residencia en la tierra;
o esa en la que no aparecés vos,
sino la sombra de tu cuerpo
y la de un árbol
que me recuerda estos versos de Joaquín Pasos:
Es preciso que levantes el brazo derecho
porque quiero llevar de ti un recuerdo de árbol.
Son fotos, como dice Barthes, que despiertan mi deseo
y me impulsan a un viaje,
en el que me acompaña:
tu imagen de árbol,
tu imagen de grama,
tu imagen de mar y cabellera enredada,
tu imagen de viento ligero
y aroma de perpetuo verano,
que en este invierno frío, para un
habitante del trópico,
evocan días de calor:
imágenes tuyas para quedarse a vivir.
ut pictura poesis
Despierto,
a mi lado,
la mujer amada.
No la veo.
La presiento.
Escucho su respiración.
Extiendo las manos
y sus hombros
me revelan
recodos ondulantes
que me llevan a su espalda.
Con el índice
trazo líneas imaginarias
en su espina dorsal:
aquí un lunar que recuerdo
me sirve de faro
en la oscuridad:
allá una cicatriz de su infancia
me guía por el sinuoso sendero
de su columna vertebral.
(De pronto
se arquea,
se bambolea,
es un barco sacudido por las olas,
dice algo,
un gemido,
un borbotón
de sílabas sin sentido,
una caricia fonética
en el silencio de este cuarto en penumbras,
se acomoda
y vuelve
al reposo).
Mi dedo
ya trocado en pincel
dibuja en su pelvis
el rombo de michaelis.
En este trazo me detengo,
dudo:
unas líneas me regresan al camino
otras, al feliz descubrimiento
de sus nalgas y sus muslos;
de las sombras, entonces,
una mano,
su mano,
surge
y toma la decisión:
me lleva por el paisaje erizado
de su carne despierta,
me conduce como Virgilio
a Dante en las tinieblas
por los lugares infernales de su cuerpo;
de pronto.
gira
y los heraldos negros de sus ojos
me anuncian
el momento de entrar al paraíso.
Samsara
Una mujer me habla desde otra época.
Su lejanía me recuerda una casa abierta a la intemperie.
¿En qué momento el amor dejó de ser animal irredento,
que todo lo destroza?
Mordedura en el pecho,
cantidad desbordada de veneno.
¿Acaso debo taparme los oídos y amarrarme al mástil
para no escuchar el canto de sirenas?
¿Sirve de algo aferrarse al timón, no dormir, no caer,
como Palinuro al mar embravecido?
Una mujer me pide que cierre la puerta
y tranque las ventanas,
pero tarde es.
Del viento cálido de la noche
viene la serpiente,
que se enroscará y clavará
sus dientes afilados en mi cuello.
Y me iré con ella, serpenteando sobre el polvo,
arrastrando y rumiando la voz de esa mujer,
que alguna vez fue mordisco y veneno,
corriendo por mi sangre.
Juego secreto
A la distancia, me observa:
sus ojos pesan en mi pecho, en mi frente,
habitan cada uno de mis pasos.
Sus pupilas, de pronto, eclipsan la luz,
y solo me ilumina el ardiente fulgor de la mirada
que emana de su rostro.
A veces, yo también la contemplo.
Intento, vanamente, tender puentes,
trazar alambres
y, como equilibrista sobre el abismo,
tocar al menos una punta de sus pestañas.
Pero es imposible:
un rayo me fulmina,
dejándome suspendido en la duda
de saber
si soy yo el vigía que la acecho,
o ella el faro que guía mi naufragio
en medio de las aguas turbulentas del deseo.
Me pregunto hacia dónde nos llevará este juego.
Somos gatos en una danza silente;
cada movimiento sutil de su cuerpo
disminuye nuestra distancia.
Sin embargo, ella no busca la inmediata cercanía:
se deleita descubriéndome,
agazapado en una ridícula
y aparente actitud de indiferencia.
Confieso que yo también gozo de este secreto,
asumiendo el rol de la presa,
dejándome envolver por su vibrante
ronroneo que siento en cada uno de mis miembros.
Así, en cada encuentro silencioso,
avanzamos hasta convertirnos
en dos relámpagos solitarios,
entrelazándonos en la oscuridad del cielo.
Erótica del encuentro
Desesperadamente inquieta,
como las olas de un mar en verano,
te veo ir y venir, buscando siempre,
con tus ojos de luciérnaga en llamas,
la mágica sorpresa, el asombro cotidiano
en medio del bullicio y las vidas pasajeras.
Te paralizas de pronto:
algo te llama, reclama tu cuerpo solidario,
el fuego de tus huesos.
Te acerca o se acerca, y ambas
encienden el gélido universo.
El hechizo ha sucedido:
Se enrolla en tus pies,
se restriega en tus muslos,
y sus garras abren surcos en tu piel electrizada.
Son entonces tus manos tentáculos erizados,
que recorren su espalda
y reconocen, en las esquinas hirsutas de sus miembros,
el misterio erótico de la belleza
que las une,
como relámpagos solitarios
eternizados
en un cielo sin nubes.